Ahora que ya empieza a hacer buen tiempo, me estoy planteando hacer un poco de ejercicio al aire libre. No sé, algo suave, paseítos por la playa o algo así. Hace ya varios años, mi hermana me enseñó una ruta para ir en bicicleta, una ruta que iba desde casa –la de mis padres- hasta el antiguo Rompeolas, pasando por el Puerto Olímpico y la Barceloneta. El gran espigón culminaba en el Porta Coelum -¿se acuerdan?-, uno de los restaurantes más conocidos y emblemáticos de la Ciudad Condal, sede también de la BBC –bautizos, bodas y comuniones-. Y, de ahí, toca pared y a desandar lo andado, de vuelta a casa, con la lengua fuera. Un paseo ideal donde los haya. Lástima que a mí no me gustara ir en bici. A decir verdad, nunca me ha gustado castigar mi cuerpo haciendo deporte. Y con el ciclismo, muchísimo menos. Es que nunca le he encontrado la gracia en eso de irme clavando el minúsculo sillín en mis nalgas a la vez que se me van descolocando las bragas. Lo he probado pero, definitivamente, no es lo mío. Pero, sí que podía hacer ese mismo recorrido a pie, ¿no? Así, mataría dos pájaros de un tiro: haría deporte y, a la vez, me iría poniendo morenita.
Calzado deportivo, calcetines cortos de algodón, shorts más cortos todavía –valga la redundancia-, parte de arriba del bikini, minicamiseta, gorra y gafas de sol. ¡Ah! Los walkman (insisto, de esto hace ya varios, muchos años) para no aburrirme en ese nuevo intento de parecer, en unas pocas semanas, una sirena morenaza en vez de la foca chorreante de todos los años. Lunes, diez de la mañana de un caluroso día de julio, los 40 principales en mis oídos, unas monedas, el DNI, por si acaso, unos pañuelos de papel y las llaves, todo repartido entre los dos bolsillos. Pies, para qué os quiero.
A paso ligero, como si fuera una experta ya en la materia, voy cruzando las calles mientras me encuentro de todo, mujeres y hombres con carrito; unos, el de la compra; otros, el de correos; alterados conductores que no saben por dónde meterse para seguir avanzando; peatones varios cruzando en rojo y unos rezagados afterianos que intentan arañar los últimos momentos de una juerga inolvidable, antes de volver a casa... Noto que mi presencia no pasa desapercibida, miradas de arriba abajo y comentarios que se mezclan con el ruido ensordecedor de la calle. Al llegar a las torres del Puerto Olímpico, un sol achicharrante, que ha ido espiando todos mis movimientos a lo largo de lo que llevo de periplo, y un mar en calma me dan la bienvenida a su reino. Y, allí, en un gesto de deferencia hacia ellos, y sin disminuir un ápice el ritmo, descubro mi voluptuosa anatomía de caderas para arriba y me pongo la camiseta a modo de cinturón. Paralela a la playa, voy avanzando por el paseo de la Barceloneta: los primeros bañistas, negros como el tizón, juegan al ajedrez o a la petanca lejos de la orilla; unos cuantos jóvenes vomitando a la salida de una de las discotecas más in de la ciudad; algún turista que duerme la mona a la sombra de las escasas palmeras aliadas contra un sol ya a pleno rendimiento; paseantes haciendo tiempo para ir a comer a alguno de los restaurantes que se han puesto, últimamente, tan de moda en el Puerto Olímpico; obligados visitantes del Hospital del Mar, apurando el consabido cigarrillo apoyados en la barandilla; algún extranjero perdido y, ¡atención!, unas siluetas que se mueven en la lejanía. No estoy sola en el arduo y vano intento de recuperar mi línea –pero, qué digo, ilusa de mí, ¿acaso tuve línea alguna vez?-. Aparecen en el horizonte borrosas figuras que se van acercando hacia mí, un ciclista solitario, una pandilla de patinadores on-line, y algunos “footineros” que me miran entre cortinas de sudor como si lo suyo fuera mejor, me refiero a su especialidad deportiva, ¿eh? No. Yo no corro, señores. Yo sólo camino a paso ligero.
Ya, en el Rompeolas, Porta Coelum se me antoja un delicioso espejismo, la meta con una estupenda recompensa, un botellín de agua. El paisaje, no obstante, es espectacular: sólo mar, mar abierto, mar azul -¿esto no les suena a la letra de una canción?-. Avanzando por mi derecha, un coche pasa por mi izquierda, qué meneo, niña. En fin, hay gente que no da pa más El hit parade del momento no ha impedido que oyera esas “simpáticas” palabras. Ni caso. Tú sigue, que todavía queda mucho camino por delante. A pocos metros de mí, veo un pelotón de ciclistas, deben ser de un club o de una peña porque todos parecen llevar el mismo maillot. Sí. En efecto. Todos son de una peña, la peña del reuma. La mirada del que va a la cabeza se cae en mi escote; uno, ay, lo que te comería; otro, eso sí que es carne; el tercero, si fuera sudor. ¿Sigo? Mis oídos no dan crédito, ¿qué ha sido del respeto y de la educación? Lo peor de todo, y lo que más me molesta, es que, encima, se creen que te están piropeando y que les tienes que agradecer el requiebro con una sonrisa. Más que un halago, señores, es un auténtico insulto. Sigo adelante, con la cabeza bien alta, como si conmigo no fuera la cosa. Llego a Porta Coelum. Un botellín de agua que voy bebiendo envuelta de masculinas miradas lujuriosas y femeninos murmullos envenenados. Todos de domingo, muy bien arregladitos, eso sí.
De vuelta, la caminata a paso ligero se convierte en una carrera de obstáculos: algunos coches permanecen aparcados al lado de los pilones impidiendo, así, que yo pueda mantener mi ritmo y mi paso, propios de una atleta consumada: unos, con hombre leyendo el periódico mientras la parienta, echada en una hamaca de playa, está tomando el sol con bañador de cazoletas y gorra de cartón; otros, con el capó abierto y la caña de pescar entre las rocas; y unos cuantos, con jóvenes parejas que apuran sus últimos momentos de amor; ella, poniéndose bien la blusa; él, fumando el consabido cigarrillo “post” mientras mira el techo de su flamante “buga”. Pero no es sólo eso. Además, condones usados, sospechosos pañuelos de papel, latas de bebidas y envases de cartón de hamburguesas y patatas fritas, colillas estratégicamente cortadas... Qué asco. A mí me parece muy bien que el rompeolas sea un santuario del amor –vamos, el picadero oficial de la ciudad-, el lugar ideal (será por el paisaje, porque si es por la comodidad...) para dar rienda suelta a los instintos, pero lo que no me parece tan bien es que dejen los restos y rastros de tanta supuesta pasión para que deportistas natas como yo, con una mente inquieta y cotilla como la mía, vayan sorteándolos y montándose películas con ellos. Los grandes afortunados son los gatos, esos animalillos que van apareciendo al paso, que sobreviven de esas sobras y de un mejunje de aspecto asqueroso que le pone cada semana una misteriosa mujer.
Sigo con mi paseo, mirando la azul y misteriosa inmensidad del mar: petroleros en la lejanía, manchas de aceite y desperdicios en la cercanía. Pescadores de caña, submarinistas de escopeta o, sencillamente, papás que, con un cuchillo y mucha paciencia, enseñan a sus hijos a coger mejillones y lapas de las rocas. No se lo creerán pero, cierta mañana, vi un hombre que se “pajilleaba” entre las rocas mientras miraba las hojas de una revista porno abandonada. Realmente, bucólico. ¡Joder, qué asco! Casualmente, me encuentro con los mismos ciclistas y corredores que había visto y oído a la ida. Deseando pasar desapercibida, giro la cabeza hacia el mar, qué cuerpazo, cómo me estás poniendo y varias lindezas más. Vamos a ver. Lo reconozco, soy una chica joven y mona (qué modesta soy, ¿verdad?) que, para más inri, camina con un pantalón corto y la parte de arriba del bikini. Hasta ahí, correcto. Pero, ¿cuántas veces hemos visto a corredores y ciclistas haciendo deporte con un diminuto y “marcante” pantaloncito y sin camiseta? Montones, ¿no? Y, ¿cuántas veces se nos ha ocurrido volver la cabeza a su paso y gritarles descaradamente ¡vaya culito!, ¡quién pillara ese paquete! o ¡con ese cuerpo, yo sí que te haría un favor!? Les puedo asegurar que a mí, ninguna. Yo los veo correr semidesnudos, sudorosos, musculosos, atletas perdidos, y nunca se me ha pasado por la cabeza decir ni hacer nada (lo que piense es asunto mío). ¿Por qué ellos sí hacen y dicen tantas tonterías y, encima, creen que quedan como unos auténticos caballeros? Supongo que éste es otro de los misterios de la vida que nunca se resolverán...
Más allá del mediodía, a mitad de camino, ya, en el pez dorado, un delicioso aroma a fritanga me está martirizando. El olor y las vistas son estupendos, paella, parrillada de marisco, arroz negro y los camareros, todos orientales, vestidos con grandes delantales blancos, me invitan a dejarlo todo y entregarme a uno de los placeres más mundanos. Resisto y sigo. Ánimo que ya falta poco. Llego a casa. Prueba superada. El sudor se ha instalado en mi cuerpo; mi cara, brillante y roja como un tomate, parece que va a estallar; ya me he enterado de quién está en el número uno de los 40 principales. No puedo más. Me quito los calcetines que se van solos hacia la lavadora; el pantalón corto se queda de pie y mi piel está llena de marcas provocadas por los rayos de un sol que no me ha abandonado ni un momento de mi fatigoso periplo: en la cara, la marca de las gafas como la de los esquiadores de Baqueira, la raya del bikini, la del pantalón y la de los calcetines. Vamos, todo un poema hecho de tatuajes solares. En el baño, antes de ducharme, la báscula me hace un guiño. Resisto la tentación. Total, sólo llevo un día de caminata. Poso el dedo gordo del pie sobre la plataforma y la aguja se dispara. No voy a insistir, no soy tan masoca.
Lo dicho, ahora que se acerca el buen tiempo (y con estos recuerdos), no sé qué narices voy a hacer.
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