“¡Muevan el mondongo!”
Sí, lo han leído bien. “¡Vamos, señoras, muevan el mondongo!” Sí, a mí también se
me quedó la misma cara que se les ha puesto a ustedes. “¡Venga ese mondongo!”
¿Mover el qué?, ¿el mondongo? ¿Qué demonios significa eso de “mover el mondongo”? Ahora
mismo se lo explico. No se apuren. Para saber qué quiere decir “mover el
mondongo”, lo primero que hay que hacer es contextualizar:
Una tarde de miércoles como otra cualquiera, a eso de
las ocho y media de la tarde. Una sala de gimnasio como otra cualquiera, con un
gran espejo, música de zumba a todo trapo, una monitora argentina, con su acento suave y sabrosón, y quince
mujeres en chándal sudando la gota gorda. Y, entre ellas, una servidora,
ataviada con un pantalón (hortera hasta la rodilla que deja al aire mis
ridículas y a veces peludas pantorrillas), camiseta de camionero (con todos los
respetos a los de ese gremio) que deja al desnudo mis alas de murciélago (léase
esos colgajos de carne que penden de la cara interna de los brazos cuando una
llega a una edad y ha estado hecha un yoyó entre dieta y dieta), y calzado
deportivo ortopédico (vamos, esas bambas con aspecto de plataforma de caucho
con cámaras de aire, muelles y demás resortes para amortiguar los saltos y las
zancadas que yo nunca doy y que nunca daré). Y es que nunca he entendido a esas
mujeres que se ponen estupendas para hacer deporte, que si un pantaloncito
estrecho monísimo, un top a juego, unas bambas último modelo, ligeramente
maquilladas y con las joyas puestas. ¡Por el amor de Dios!, que van a sudar, no
al cine; que acabarán oliendo a perro muerto. ¿De qué sirve acicalarse tanto si
van a ir directas a la ducha? Por eso, yo me pongo hecha un adefesio para esos
menesteres. Total, para que los chorros de sudor caigan por todas partes, para
que acabe hecha un trapo; bueno, una muñeca de trapo, destrozada, con la cara
hinchada y colorada por el ejercicio, por el machaque al que me veo sometida durante 60 interminables, castigadores, odiados minutos.
En fin, para gustos, colores, y yo lo respeto todo. A lo que iba, entre quince
mujeres, allí estoy yo, una servidora, concentrada, intentando seguir los pasos
que, con voz enérgica pero sinuosa (por lo de las eses digo, suavesssssito) y una sonrisa encantadora, va indicando la profesora
experta en zumba; intentanto seguir el ritmo y llevarlo a todos los rincones de mi cuerpo,
combinar de manera femenina y delicada los movimientos de las piernas y de los
brazos sin parecer un robot o un espantapájaros, respirar adecuadamente,
sonreír todo el rato, no perder de vista el espejo, creerme la tía más sexy del mundo para bailar de manera
seductora y mirar constantemente el reloj para saber cuándo acabará la tortura.
Sí, tortura, porque, a
pesar de que sólo dura una hora la clase de zumba, ¡menuda paliza me da la
monitora argentina! Durante una hora, la chiquita en cuestión hace, bueno,
exige -con la mejor de sus sonrisas pero con un látigo de siete colas
(metafórico, claro, no vayan a pensar)- que mueva todos y cada uno de mis
músculos, incluso aquellos que creía que no existían: los gemelos, los
deltoides, los bíceps, los tríceps, los abductores, el esterno-cleido-mastoideo,
el esplenio, los intercostales, los serratos, los pectorales, los dorsales, los
trapecios, los pronadores y los supinadores, los flexores y extensores, los
glúteos, el sartorio… ¡Madre mía, qué cantidad de músculos tenemos! ¡Y yo sin
saberlo! Menos mal que tengo a mi profesora particular que, con cada paso y con
cada movimiento que nos pide que hagamos, nos dice qué músculo estamos
trabajando. ¡Qué maravilla! ¡Qué recuerdos me trae ese listado de músculos y
tejidos! ¡Qué tiempos aquellos en que mi profesora de ciencias me obligaba a
aprenderme de memoria esa interminable lista para, luego, tenerla que vomitar
en un examen en forma de cuerpo humano rosado y monstruoso! ¡Cómo me costó
aprendérmelos en su momento! ¡Y qué fácil me resulta recordarlos y ubicarlos
mientras levanto los brazos, echo la pierna hacia atrás, doblo la cintura, respiro
fuerte, hago contorsionismo y sigo sudando como una cerda al son de los ritmos zumberos.
La sorpresa llegó
cuando, en la última clase, con los brazos en jarras, las piernas ligeramente
flexionadas, los glúteos contraídos y a punto de caer exhausta, la profesora,
todo sonrisas y eses bonaerenses, ante el espejo y de espaldas a las dieciséis mujeres, empezó a
balancear las caderas cual mamachicho de Telecinco (¿se acuerdan?), cada vez
con más rapidez e intensidad, y gritó “¡¡¡Muevan el mondongo!!!” ¿El mondongo?
¿Qué músculo es ese?, me planteo yo entre resuello y resuello, buscando por todo
mi cuerpo el mondongo. “¡¡¡¡Vamos, señoras, muevan el mondongo!!!!” Y ella,
sigue que te sigue moviendo las caderas, la cintura, el culo a un ritmo
vertiginoso como si de una lavadora en posición centrifugado se tratara. ¡Qué movimiento! ¡Qué rotundidad! ¡Joé!. Y yo, de la guisa que he descrito minuciosamente con anterioridad
a riesgo de resultar patética y/o jocosa, debatiéndome entre intentar seguir -o
encontrar- el ritmo y la cadencia necesarias para llevar a cabo tal ejercicio o
parar en seco, levantar la mano y preguntar, echa un mar de dudas y, por lo que
comprobé más tarde, de pura inocencia, perdón, monitora, ¿qué es, dónde se
encuentra, qué forma tiene ese músculo nuevo, ese tal mondongo? Pero al ver
cómo se movía la tía, deduje que el mondongo podía ser el culo o el coño (ufff,
qué ordinaria, ¿no?). Bueno, rectifico, el mondongo sólo podía ser los glúteos
o el suelo pélvico (ahora sí que ha quedado más fino, ¿eh?). Y con esa
explicación me quedé. Tenía que mover esa zona y punto y ya me ven haciendo
rotar las caderas con fruición para que la profesora viera cómo “movía el
mondongo”.
La segunda sorpresa llegó al cabo de unos días, cuando pasé por un restaurante argentino, y en una pizarra que había en la calle pude leer: "Hoy, jornada del mondongo. Mondongo con garbanzos, guiso de mondongo, mondongo hervido..." ¡¡¡¿¿Perdón??!!! ¿Culo (o coño o suelo pélvico) con garbanzos? ¿Guiso de culo? ¿Guiso de coñ...? Una sensación (no sé cómo explicarla) me vino a la boca del estómago y, de ahí, a la bca en forma de arcadas. ¡¡¡Qué asco!!!
La segunda sorpresa llegó al cabo de unos días, cuando pasé por un restaurante argentino, y en una pizarra que había en la calle pude leer: "Hoy, jornada del mondongo. Mondongo con garbanzos, guiso de mondongo, mondongo hervido..." ¡¡¡¿¿Perdón??!!! ¿Culo (o coño o suelo pélvico) con garbanzos? ¿Guiso de culo? ¿Guiso de coñ...? Una sensación (no sé cómo explicarla) me vino a la boca del estómago y, de ahí, a la bca en forma de arcadas. ¡¡¡Qué asco!!!
Completamente convulsionada por la vivencia que había experimentado (¿Culo guisado? ¿De quién?) y, por supuesto, no conforme con
mis deducciones a las que llegué en el gimnasio, después de una sesión de zumba en la que volví a escuchar eso de ¡¡¡muevan el mondongo!!!, al llegar a casa y tras de una buena ducha reparadora gracias a la
cual mi rostro dejó de ser un globo rosa hinchado a punto de reventar, mi nivel
de sudoración volvió a la normalidad y dejé de oler a perro muerto para oler a
lavanda, busqué “mondongo” en el diccionario:
mondongo.
(De mondejo).
1. m. Intestinos y
panza de las reses, y especialmente los del cerdo.
2. m. coloq. Intestinos
del hombre.
hacer el ~.
1. loc. verb. Emplearlo
en hacer morcillas, chorizos, longanizas, etc.
O sea, que lo que tenía que mover era los intestinos. ¡¡¡Acabáramos!!! O, como me dijo la monitora cuando le pregunté por el mondongo: "Mover el mondongo, mover la 'pansa' (panza) con sabrosura, mover la 'sintura' sexy, mover las carnes, mover la grasa, los michelines. Moverlo todo, mi niña."
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