martes, 25 de septiembre de 2012

FILOFRIKI

Ahora que ya hemos digerido que la Real Academia de la Lengua Española ha aceptado oficialmente términos como 'acojonamiento', 'beisbolero', 'bloguero', 'canalillo', 'chatear', 'cienciología', 'clitoriano', 'culamen', 'euscaldún', 'friki', 'gayumbos', 'minicadena', 'ochomil', 'okupa', 'papamóvil', 'pepero', 'sms', 'sudoku', 'sociata', 'ugetista' o 'usb', voy a proponer a los ilustres academicistas un nuevo término, o mejor, una nueva acepción: FILOFRIKI.
Dicho vocablo surgió durante un delicioso atardecer de verano, en un bello rincón de la Costa Brava, en compañía de mi familia y alguien más. Después de un caluroso día de playa, con un sol refulgente que se escondía tras las montañas y una copa de cava en la mano, el marido de mi prima preguntó en voz  alta qué pueblos franceses están más cerca de la frontera, por aquello de decir que también había estado en el país galo. Tienes Perpignan, Llivia, Carcassone, Colliure… ¿Y qué se puede ver en ellos? Cada uno de los allí presentes fue diciendo las gracias de las localidades: que si uno tiene un río muy bonito, que si en el otro está la farmacia más antigua de Europa (y un bar donde he almorzado ostras, caviar y cava, dije yo -no es broma-), que si es un pueblo medieval amurallado, que si tiene una playa preciosa... Y un cementerio muy pequeño donde está la tumba de Machado, rematé yo, ilusionada. ¿¿¿¿¿Yyyyyyy?????, fue lo que oí a mi alrededor además de ver miradas de alucine absoluto y sonrisas condescendientes. Sólo por eso vale la pena ir, dije convencida. ¿Un cementerio?, ¿una tumba? Y ese Machado, ¿cómo es que acabó allí? Después de contarles la historia de los últimos días del poeta, les expliqué que no pocos filólogos habíamos ido allí a recitar sus versos y a comprobar que todavía hay mucha gente que le recuerda y le añora. Las caras de estupefacción se hicieron más elocuentes y las risas más sonoras, a la vez que alguien exclamó "mira que sois raros lo de letras, ¿eh?",“pero, qué friki, por favor”.
Vamos a ver. ¿Acaso no va la gente detrás de un corredor de motos, o de un artista, o de un futbolista, o de un diseñador y se gasta todos los ahorros por estar en las ciudades que ellos pisan? Y nadie dice nada... Pero bueno.
Lejos de amedrentarme o de enojarme con tan osado juicio de valor, les expliqué que, cuando estudiaba filología, me gustaba comprobar in situ los escenarios que salían en las novelas que leía, y que tenía –y sigo teniendo- un amigo al que le chifla hacer eso cuando viaja. De hecho, muchas veces, hemos elegido nuestros destinos de viaje –cada uno por su lado- en función de la última novela que ha caído en nuestras manos. Así, él fue a la Cueva de Montesinos a declamar el “Oh, Belerma; oh, Belerma” de El Quijote; o a Madrid, a recorrer el callejón del Gato del que tanto hablaba Valle Inclán en su Luces de Bohemia.
Yo también he tenido esos momentos de desatada mitomanía literaria: en mi viaje por tierras gaditanas, me emocioné al descubrir la casa donde había nacido y vivido Carlos Murciano, un poeta con aires andalusíes y caminar por las calles que tan bien reflejó en sus versos (aunque también tengo que reconocer que obligué a mi partenaire a ir a Chipiona para ver la tumba de la más grande…); fui a Oviedo, además de para ver a mi buen amigo don Jorge, para pasear por sus callejuelas y plazas, para recrearme en su catedral, sabiendo que desde lo alto de una de las torres podía estar mirándome Fermín de Pas –de paso, me hice una foto con mi estimada Ana Ozores-; fui a Dublín persiguiendo a James Joyce y, a la vez, para comprobar qué tal estaba mi hermana;  recorrí Marruecos siguiendo las huellas de mis adorados Mohamed Xucri, Tahar Ben Jelloun, Fatima Mernissi...; busqué en el cementerio de Père-Lachaise, en París, el último suspiro de Proust, Apollinaire,  Balzac, Cyrano de Bergerac, aunque donde realmente flipé fue ante la tumba de Jim Morrison, cubierta de flores, latas de cerveza, botellas de whisky y vomitadas varias…; disfruté de lo lindo en Alcalá de Henares, en su universidad, escuchando la historia de los gorrones, en la casa de Cervantes y sentada en un banco entre el enjuto hidalgo y el rechoncho Panza (aunque no sé si disfruté más con las cervecitas y las tapas…); y en la casa-museo de Rosalía de Castro, en Padrón, con esos pimientitos, qué ricos; y en el Puerto de Santa María (¡qué buen marisquito, vive Dios!) rememorando los versos de Alberti
¿Y por todo eso mi primo nos estaba llamando friki? No, friki, no, "FILOFRIKI".
Pues, parece ser que actualmente, el mundo está plagado de filofrikis porque, hace un tiempo, se puso de moda ir a Lisboa por Pessoa o por Saramago; a Barcelona, por Mendoza, Marsé, Laforet, Rodoreda; a El Cairo por Naguib Mahfouz;  a Nueva York, por Paul Auster… Los ayuntamientos, no se sabe si para sacar dinerito o para dar a conocer a sus ilustres artistas, elaboraron recorridos auténticamente literarios: la Barcelona del Quijote, el Sur de Juan Ramón Jiménez, la meseta de Machado, el Madrid de Galdós, el París de Vargas Llosa.  ¿Y qué me dicen de lo más reciente, la Barcelona de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, o de La Catedral del Mar, de Falcones? Me juego lo que sea a que pronto sacarán la ruta de El tiempo entre costuras, de María Dueñas. Ya estoy viendo el eslogan: un viaje sentimental y exótico por la España en tiempos del Protectorado y por el norte africano…
¿Qué quieren que les diga? Eso, lo de viajar buscando los escenarios y las cunas de los escritores, ya lo hacíamos nosotros. El problema está en que, cuando contratamos el viaje en una agenda, somos unos viajeros cultos y curiosos y, cuando vamos por nuestra cuenta, sólo somos unos "filofrikis".