Érase una vez, no muy lejos de aquí,
en medio de un azul y profundo mar, un lugar llamado Grisla.
Como el resto de las islas, ésta tenía sus playas, sus palmeras,
sus montañas y sus valles, su embarcadero y su pequeño y peculiar
pueblo que daba nombre a este trozo de tierra. Se trataba de un
pueblo pesquero, con sus calles y callejuelas, su plaza, su mercado,
su colegio, su parque de juegos, su iglesia, su ayuntamiento... y sus
gentes: hombres y mujeres que trabajaban, compraban y cuidaban de sus
hijos; abuelos y abuelas que paseaban y se sentaban en la plaza o en
el parque donde se entretenían los más pequeños del lugar y niños
y niñas que iban al colegio y a la playa, los pescadores, los
tenderos, el alcalde...
Pero, a
diferencia de otras islas que salpicaban el ancho mar, Grisla
se caracterizaba por ser toda ella, enterita, de color gris. Grises
eran sus playas y sus montañas; grises eran su cielo, su mar y su
sol; grises, las calles y las casas de su pueblo y grises también,
sus habitantes. Pero, no solamente el aspecto de la isla adquiría
esta tonalidad apagada y triste. También el corazón de sus gentes
estaban de este color... Los mayores iban a trabajar con prisas,
aburridos y siempre mirando al suelo. Los abuelos se limitaban a
vigilar a los nietos o a mirar al resto de los vecinos y los niños
apenas jugaban ni reían. Parecía un pueblo fantasma, aburrido, sin
alma. Era un pueblo sin pasado ni presente ni futuro. Ni en las
calles, en el mercado o en las playas se oía el jolgorio de sus
habitantes y los parques no parecían lugares de juego. Por muy
pequeño que fuera el pueblo y por mucho que se conocieran, los
vecinos apenas se saludaban o hablaban entre ellos y los niños no
jugaban juntos. Sólo se miraban unos a otros de manera furtiva y
huraña. Cada uno iba a lo suyo, cada uno de los habitantes de la
isla estaba encerrado en su propio mundo, nadie compartía nada con
nadie y nadie ayudaba a nadie.
Un buen día, llegó a la isla un
matrimonio con su hija, Patricia, de enormes y expresivos ojos y el
pelo recogido en una simpática coleta con un lazo de colores, para
hacerse cargo de la panadería del pueblo cuyo dueño había
fallecido. Los tres formaban una bella familia, una estampa preciosa
que, sin embargo, tenía algo especial... En el barco, a medida que
se acercaban al embarcadero, se dieron cuenta de algo extraño. En
medio del inmenso mar azul, les sorprendía el tono grisáceo y
apagado que reinaba en toda la isla. Esperaban ver el dorado de sus
playas, el verde de sus árboles y sus montañas, el rojo de los
tejados, el amarillo del sol y una infinidad de colores en sus flores
y en sus gentes. Pero no. Todo era gris, sólo de color gris...
—Mamá,
creo que no lo voy a pasar bien en este pueblo —decía Patricia
apoyada en la barandilla del balcón de su nueva casa—. Mira qué
cara llevan las personas. No sonríen, no se hablan...
—No
digas eso —contestaba la madre mientras se asomaba también a la
calle para comprobar lo que decía su hija—. Seguro que no es tan
gris como parece. Tenemos que darnos tiempo, cariño, para adaptarnos
al pueblo y a la manera de ser de sus habitantes.
—Pero,
fíjate, mamá —replicaba la niña desoyendo las palabras de su
madre—, la ropa es de color gris, las casas y todo lo demás son
de color gris, ¡todo es de ese color! ¡Todo parece triste y
aburrido!
—Tranquila,
hija mía. No te preocupes. Ya verás como no significa nada. Ya
verás... —pensaba la madre en voz alta confiando en que todo se
tratara de una simple ilusión óptica—. Todo es cuestión de
confianza y optimismo.
En medio de tanto color aburrido y
apagado, aprovechando el buen tiempo y las vacaciones de la
chiquilla, los tres ofrecían todo un espectáculo de color y alegría
a las gentes del pueblo. Cuando podían, entre bromas, risas y besos,
iban los tres a pasear por el embarcadero o a jugar en la playa y,
cuando sus padres tenían que trabajar en la panadería, Patricia iba
al parque que había cerca de allí. Con sus pantalones rojos, su
camisa de cuadros multicolores y su lazo como el arco iris, Patricia
llevaba sus juguetes para compartirlos con los demás niños e
intentaba hablar con ellos. Pero los niños, ante tan sorprendente
actitud de la recién llegada, echaban a correr. También se
asombraban cuando la oían reír mientras se columpiaba alto o se
deslizaba por el tobogán. Patricia no entendía nada, ¿por qué no
querían jugar con ella?, ¿por qué no jugaban o hablaban, al menos,
entre ellos?, ¿por qué no se reían?, ¿por qué era todo tan gris?
—No
quiero ir a jugar al parque. Los niños no quieren jugar conmigo y me
miran como si fuera un bicho raro —comentaba Patricia a sus padres
cada vez que venía del parque.
—¿Por
qué dices eso? —sus padres sabían perfectamente lo que quería
decir su hija. También ellos lo habían notado en la panadería—.
Dales tiempo para que te conozcan un poco. Es cuestión de confianza,
optimismo y paciencia y tú tienes todo eso, ¿verdad?
—No
papá. Son niños tristes, apagados, aburridos. No se ríen, no
juegan, no hablan, no se divierten y yo ya no sé qué hacer...
—decía Patricia desanimada—. ¿Cómo pueden vivir en un mundo
tan gris? ¿No se dan cuenta de que no son felices? ¿No saben que
con una sonrisa se vive mejor? ¿Cómo pueden vivir sin hablar con
los demás, sin compartir, sin ayudar? Es lo que siempre me habéis
dicho... ¿Qué puedo hacer?
—Es
verdad. Te lo hemos enseñado porque creemos en ello —contestaba el
padre intentando convencer a su hija de lo correcto de sus ideas—.
¿Sabes lo que puedes hacer? Sé tú misma, Pat. No cambies. Limítate
a ser tú misma. Entre tanto gris, sé una niña de colores...
Y así hizo Patricia. Decidió seguir
yendo al parque con sus juguetes, su ropa de colores y su pelo
recogido en un lazo como el arco iris. Siguió intentando jugar y
hablar con los demás niños y siguió riendo mientras se columpiaba
alto o se deslizaba por el tobogán. Tampoco sus padres desistieron
en el intento de hablar con los vecinos y ofrecerles, además de una
barra de pan, la mejor de sus sonrisas.
Cuentan
las gentes que, poco a poco, esa tonalidad que reinaba en toda la
isla fue desapareciendo para dar paso a toda una gama de tímidos
colores. Así, los habitantes de Grisla pudieron advertir el
suave verde de las montañas y los valles, el azul casi transparente
del cielo y el mar, el amarillo pálido de unos vergonzosos rayos de
sol y una infinidad de colores increíbles que inundaron hasta el
último rincón de la isla. Ante tal mágico y sorprendente cambio,
los habitantes del pueblo empezaron a hablar entre ellos intentando
encontrar el origen o la razón de tan magnífico y espléndido
acontecimiento. Los niños jugaban a adivinar nuevos colores y se
reían al descubrir o inventar tonos diferentes
Con el
tiempo, Grisla se fue convirtiendo en un lugar lleno de
alegría, optimismo, futuro y... colores, muchos colores. Los
vecinos, cada vez, se comunicaban más entre ellos, reían, hablaban,
se ayudaban y compartían todo lo que tenían y Patricia cada día
era más feliz. Pero no estaba del todo satisfecha. Sí.
Efectivamente. Las gentes habían cambiado. Los colores habían
pintado la isla pero los colores eran todavía muy pálidos y claros.
Patricia pensaba que faltaba algo pero no sabía qué. Hasta que
ocurrió el milagro...
Un buen
día, cuando las risas y la alegría ya se habían convertido en algo
normal y cotidiano, empezó a llover en la isla. Las gotas eran de un
azul transparente que apenas se percibía. Patricia decidió ir a
jugar en los charcos con sus amiguitos y salió a la calle con su
chubasquero, sus botas de agua y su paraguas, cómo no, de colores.
Sin que nadie pudiera explicárselo, las gotas de agua que caían
sobre el paraguas de Patricia salían rebotadas en forma de cascadas
de purpurina que, al posarse en cualquier superficie, hacían que
ésta adquiriera un tono más brillante e intenso. Poco a poco,
mientras la simpática niña chapoteaba en los charcos, junto con los
demás niños, todo el pueblo se fue convirtiendo en una auténtica
postal de resplandecientes y llamativos colores que brillaban todavía
más con los centelleantes rayos de un generoso sol acompañado de un
majestuoso arco iris que decidieron salir después de aquella mágica
tormenta de verano. Nadie se lo podía creer. Todos comentaban lo
sucedido. No podían encontrar una explicación razonable a tan
admirable milagro. Cada uno daba una razón. Sólo se ponían de
acuerdo al decir que aquella transformación del pueblo coincidía
con la llegada de aquella niña de expresivos ojos y corazón de oro,
la niña de colores...
Cuenta la leyenda que, después de
unos pocos días, cuando la gente todavía se reunía en la calle o
en la plaza para comentar el milagro sucedido en la isla, el alcalde
decidió convocar a todos los vecinos para anunciar algo importante.
De todos era conocido el extraordinario cambio que se había
producido en Grisla. Había dejado de ser una isla gris,
apagada, triste, aburrida, sin alma, para ser un lugar mágico, lleno
de colores, alegre, optimista, generoso y agradable. Era evidente que
aquel trozo de tierra en medio de la inmensidad del mar no podía
continuar llamándose de aquella manera. El nombre de Grisla
ya no reflejaba el nuevo estado de la isla y de sus habitantes. Era
urgente cambiarle el nombre. Y, en medio de murmullos y comentarios
entre unos y otros, surgió la dulce voz de Patricia:
—Es
verdad. Todo ha cambiado. Ya no es una isla gris ni triste. Ya no se
puede llamar Grisla. Ahora, ya somos felices, ya hay
optimismo, la gente habla, sonríe y juega. Ahora, las cosas ya
tienen color, ya tenemos sol y arco iris. —Y, después de
permanecer un rato callada, provocando la expectación de los allí
presente, continuó diciendo—: Ya que el arco iris ha cubierto
nuestra isla, arco iris, isla de arco iris, isla de iris... ¡Ya lo
tengo! Irisla, se va a llamar Irisla.
—Así,
todo el mundo sabrá que nuestra isla es una isla de colores. Una
isla bendecida por el arco iris –aprobó el alcalde, mirando a
Patricia con simpatía y complicidad, entre los aplausos y vítores
de los vecinos-. Irisla. A partir de ahora, nuestra isla será
conocida en todo el mundo por sus colores y su alegría. A partir de
ahora nuestra isla se llamará Irisla.