Uno, dos, tres y
chachachá. Uno, dos, tres y chachachá. Y uno y dos y vuelta.
Lateral. Tres pasos para atrás y otra vez. Uno, dos, tres y
chachachá...
Así me vi el martes
pasado en mi primera clase de baile. Porque en agosto decidí que
tenía que hacer algo diferente durante el largo invierno, que ya
estaba bien de hacer cursillos de especialización para ser mejor
profesional en mi ámbito, que ya estaba harta de dedicarle más
horas -sin contar las de la jornada laboral que, a veces, ronda las
10 horas diarias- a la pedagogía, a la didáctica, al comentario de
texto o a cómo hacer que los niños estudien más y sean más
felices. En agosto decidí que me tocaba a mí ser más feliz de lo
que soy y en esas tribulaciones estaba cuando vi un reportaje en la
tele en el que salían hombres y mujeres con cierta edad y cierto
perfil (el físico, con sus lorzas y sus curvas de la felicidad, y el
laboral, o lo que es lo mismo, amas de casa y jubilados) que se
habían apuntado a una asociación de barrio para bailar. Y allí
estaban, riendo, haciendo bromas entre ellos, aprendiendo nuevos
pasos, equivocándose mil veces e intentándolo otras mil veces más;
todos con la mejor de sus sonrisas, vitales, felices, activos,
diciendo a la cámara lo bien que se sentían desde que iban a esas
clases de baile. Me quedé con la copla y pensé que, quizás, esa
era la respuesta a mi deseo de hacer algo diferente. Pero enseguida
descarté la idea. ¿A quién pretendía engañar? Si hacía siglos
que no bailaba, que no pisaba una discoteca. Si, además, mi pareja
no podría acompañarme. No, no,imposible. Mejor apuntarse a pilates,
a taichí o a yoga.
Pero el destino se alió
con mis deseos en forma de folleto informativo en el buzón. El casal
de mi barrio anunciaba los cursos para el último trimestre y entre
idiomas, cocina, informática, fotografía, dos palabras llamaban mi
atención como si hubieran estado pintadas con luces de neón: ritmos
latinos. No se necesitaba pareja porque iban a ser bailes en línea.
Se harían a última hora de la tarde, genial. Estaba cerca de casa,
más genial todavía. Y eran económicos. Decidido.
Fui a apuntarme y la
chica de administración me comentó que el profe era muy divertido,
que se tenía que ir con ropa de calle, que no iba a sudar, y que me
lo pasaría muy bien. Era justo lo que estaba buscando.
Y el martes pasado
empecé. Una sala enorme con un enorme espejo. Un señor de negro
dando la bienvenida. Y música. ¡Ah! Y mis compañeros de aventura.
Una quincena de mujeres en torno a los 55-60 años con muchas ganas
de marcha. Y dos hombres, uno mayor y achacoso y otro más joven, con
los ojos pintados y un pantalón muy estrecho. Huelga decir que allí
me sentí una chavalina, una chavalina callada, tímida y expectante.
Y empezó a sonar la música.
¿Que no iba a sudar?
¡¡¡¡Y una porra!!!! Una hora y cuarto sin parar de bailar. Bueno,
es un decir, porque bailar, bailar, lo que se dice bailar, poco. Lo
que sí hice, y mucho, fue contar pasos, muchos pasos, hacia
adelante, hacia atrás, a un lado, hacia otro. Una vez. Otra vez. Y
vuelta a empezar. Tocamos todos los ritmos: el mambo, el chachachá,
la salsa, la samba, merengue... ¡Qué lío!, ¡cuántas risas!, ¡qué
sudores!, ¡cuántos tropezones! Y allí estaba yo, sudando como una
cerda, contando los pasos, concentrada para hacerlo lo mejor posible,
para no eauivocarme, intentando mover los pies y todo el cuerpo al
unísono y no parecer un robot con un palo en la espalda. Lo peor era
cuando el profe decía que no mirásemos al suelo, que había que
mirar al espejo y sonreír siempre. Ahí me perdía yo. Y ahí me
veía yo como un espantapájaros patoso, colorada como un tomate,
pisándome a mí misma y diciéndome, perfeccionista como la que más,
que era normal equivocarse, que no podía hacerlo bien a la primera.
No sé por qué sudaba más, si por todo lo que me estaba moviendo, o
por el ridículo que estaba haciendo. Pero no dejaba de reír No
dejábamos de reír porque allí todos éramos novatos y todos, más
o menos, mejor o peor, estábamos allí para aprender los famosos
ritmos latinos.
La hora se me hizo
cortísima y salí de la sala con una gran sonrisa y con una gran
sensación de bienestar.
¿Volverás?, me preguntó
la chica de recpción. Por supuesto, contesté, pero me traeré una
toalla y una botella de agua porque, si no, no aguantaré. Me alegro,
me dijo, y si quieres sudar de verdad, el dos de octubre empezamos
zumba. ¿Zumba?, ¿qué coño es eso?, se me escapó. Es una mezcla
de gimnasia y baile, algo parecido al earobic pero a lo bestia. Ahí
sí que tienes que ir en chándal y con mucha agua porque vas a sudar
de lo lindo. Y mientras bailas y te diviertes, haces cardio,
musculatura y te pones en forma. ¿Y perderé estos miches que he
ganado este verano? Por supuesto. ¿Dónde tengo que firmar?
Ya estoy pensando en ir
al decathlon para comprarme los kits pertinentes, el de la barbie
bailarina latina y de la barbie zumbera... Esto último ha sonado un
poco mal, ¿no?
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