sábado, 14 de enero de 2012

MISTERIOS DE LA HUMANIDAD

La Muralla China, el Faro de Alejandría, las Pirámides de Egipto, el Coloso de Rodas… Sin duda alguna, se trata de grandes obras que constituyen una gran incógnita para el hombre, que, todavía hoy, despiertan una gran curiosidad y generan un sinfín de preguntas. Sin embargo, más allá de estas espectaculares construcciones, podemos decir que, hoy por hoy, existe otro tipo de misterio relacionado con la Humanidad que provoca, al menos en mí, grandes dudas y, en algunas ocasiones, grandes quebraderos de cabeza. Veamos.
Una tarde cualquiera, de compras, una servidora se para ante el escaparate de una zapatería, se fija en un artículo -le gusta-; observa el precio –se ajusta a su presupuesto- y, ni corta ni perezosa, entra en el establecimiento y se dirige a una dependienta –una joven dispuesta a agradar y a hacer bien su trabajo- llevándola hacia el escaparate para indicarle con el dedo índice exactamente el par de botas del que se ha enamorado (botas de caña alta, de piel negra, con un detalle de plata envejecida en los lados, sin tacón): Esas. Sí, en negro. Un 38, por favor. Una se sienta y, al cabo de un par de minutos, ve a la joven aparecer con una gran caja de cartón, qué bien, ya tengo botas. La chiquita en cuestión abre la caja mientras pronuncia convencida de estar realizando una gran tarea: No tengo su número en negro, pero le he traído unas de color marrón, son un 37. ¿He oído bien? Miro a la dependienta como quien acaba de descubrir un marciano en pleno mercado. ¿Ha oído bien lo que le he dicho? Miro las botas (en efecto, son marrones, un 37, tienen un poco de tacón y no se parecen en nada a las que yo le había pedido) Me siento como si estuviera en la dimensión desconocida. ¿Qué está pasando? Vuelvo a mirar a la niña procurando vislumbrar un atisbo de sentido común en sus ojos ocultos tras un kilo de rímel y pinturas varias e intentando adivinar en qué momento de su trayectoria académica dejó de entender los enunciados de los ejercicios y de los problemas. Vamos a ver. Creo que no hay mucho que analizar: un modelo particular de botas, de color negro, número 38. No es muy complicado, ¿no? Con lo fácil que sería decir lo siento, no tengo lo que usted quiere, y dejar que el cliente se decida por otro modelo o por otro color (A todas las dependientas de zapaterías, exclusiva, por mucho que se empeñen, lo de cambiar el número de pie lo veo más difícil). Pues no, las dependientas (lo digo en plural porque no me ha pasado ni una ni dos ni tres veces) de las zapaterías, con toda su buena fe, no digo que no, te sacan algo que no tiene nada que ver con lo que le has pedido pero, encima, se cabrean como unas monas cuando les preguntas, con toda la buena fe (o no), si han entendido lo que les has pedido…
Lo mismo ocurre cuando vas a comprar una prenda de ropa, pongamos un pantalón: ¿tienen este modelo? Sí, de color marrón, la talla 42. Y va y te trae uno de color negro, de la talla 40. No me voy a poner tiquismiquis con el color pero, joder, si le he pedido una 42, es que necesito una 42, no una 40 o una 44. Pruébeselo -me dice, ingenua, la dependienta que, con todos los respectos, a duras penas se habrá sacado la ESO-, seguro que le sienta muy bien, sacando un poco el botón… Sí, claro, así cualquiera, sacando un poco el botón, poniendo un parche en el culo, quitando la cremallera y poniendo unos corchetes... Tienen cada idea... Y la pregunta es: ¿es que estas chicas no se plantean nunca que cuando un cliente pido algo es porque quieren precisamente eso, de esas características y no otras? Porque, digo yo, es sólo un suponer, si yo quisiera un pantalón de la talla 40, pediría un pantalón de la talla 40, ¿no?
Lo mismo ocurre cuando vas a la peluquería y te toca una aprendiz (con todo lo que ello supone, además de la cara tuneada con pircings y vestida como si estuviera de botellón…): lavar y cortar sólo las puntas, por favor. Fácil, ¿no? Pues no, porque la niña, llevada por el espíritu de Eduardo Manostijeras y regida por media neurona, empieza a cortar hasta que le digo, perdona, bonita, te he dicho sólo las puntas. Dios mío, que habrá entendido por “sólo las puntas”. El momento álgido de la sesión de peluquería llega con el secado. Después de pedirle que lo quiero informal, con las puntas hacia afuera, en plan despeinado, y de relajarme con el calorcito y el runrún del secador, a las palabras de bueno, esto ya está, ¿qué le parece?, abro los ojos, me miro en el espejo y… ¿qué veo? Mi cabeza y mi pelo como si fuera el envoltorio de una caja de bombones de una pastelería de barrio: tirabuzones por aquí, estirados por allá, rizado por detrás… ¿Que qué me parece? Qué ganas tengo de decirle cuatro cosas a esa mona... Te he pedido informal... ¡Pero si te queda monísimo! Sí, para ponerme en lo alto de un pastel de bodas. ¡¡¡Ahhhhh!!! ¡¡¿Dónde está la hoja de reclamaciones?!! Esto mismo le pasó una vez a mi hermana y salió llorando de la peluquería pero no porque se viera rara con ese nuevo peinado sino porque pensaba en el futuro del país...
Lo mismo me ocurre cuando voy al mercado. Yo sólo quiero que me pongan un cuarto de almejas para el arroz. Si quisiera 300 gramos, habría pedido 300 gramos, ¿no? Si pido un kilo de judías, no quiero más, ni un kilo cien, ni un kilo doscientos. Si pido ciento cincuenta de jamón dulce, quiero exactamente eso. Hay dependientes y dependientas que lo clavan: son exactos, precisos y, cuando se pasan o no llegan, se esfuerzan por llegar al peso solicitado. Y ya estás tú para decirles ya está bien o déjalo así. Pero hay otros y otras que se piensan que la balanza es su aliada para tomarte el pelo e inflar la cuenta. Ni una mirada de complicidad, ni un gesto de duda, nada de nada. Y así nos van las cosas: inflando cuentas. Ay, no me tiren de la lengua...
Y lo mismo me ha ocurrido alguna vez en algún bar o restaurante. Chicos con perilla y tatuajes en los brazos poniendo patas arriba el negocio: pedidos equivocados, orden de los platos alterado. No, yo te he pedido el filete poco hecho y, de primero, ensalada de la casa… Perdón, es que no lo he entendido bien… Insisto, ¿qué coño hay que entender cuando pides un menú?
Y cuando me sucede todo eso, no puedo evitar pensar en la infancia y en el paso por el colegio (deformación profesional). Me acuerdo de que, cuando la señorita decía a ver, niños, hoy vamos a hacer un trabajo manual. Primero, vamos a pintar esta manzana. Y, ¿qué hacían los niños? Pues eso, pintar la manzana. Ahora, vamos a recortarla. Y, ¿qué teníamos que hacer? Precisamente eso, recortar la manzana. Y ahora, vamos a pegarla en esta otra hoja. Y los niños la enganchaban sin ningún problema. Y, más o menos, unos mejor y otros no tan bien, todos seguían las tres indicaciones, una detrás de otra. Qué bonito era. ¿Dónde ha quedado todo eso?
Porque, por lo que veo, algunos niños, a medida que han ido creciendo (estoy hablando de la juventud, que quede claro), han ido perdiendo neuronas (¿no debería ser al revés?), sus capacidades intelectuales han ido mermando considerablemente (¿no deberían estar en su apogeo?) y sus habilidades se han ido atrofiando (¿no deberían potenciarse al máximo?).
Y la gran duda es: ¿cuándo narices la línea constituida por las siguientes acciones escucho (con atención)-proceso (entiendo perfectamente o, si no, pregunto)-ejecuto (sin problemas) se rompió? ¿En qué maldito momento aquello de pinta, recorta y pega quedó relegado al más absoluto ostracismo?
Y la siguiente duda: ¿Acaso no es este (y no otro) el gran misterio de la Humanidad?