Mírate. Aquí estás,
tumbada en el sofá, rodeada de ejercicios por corregir, escuchando
una música que no te suena. Incómoda, intentas encontrar la postura
ideal para escribir. Lo estás escuchando. Ahí está él, en tu
despacho, haciendo no-se-qué de unas fotos en tu ordenador,
tarareando su música preferida. No sabes qué pensar. No sabes qué
sentir. O mejor, sí que lo sabes pero no quieres, te da miedo
decírtelo. Y dejas el boli, cómo has podido llegar hasta aquí,
otra vez. Y recuerdas que es el tercer o cuarto intento que hacéis
para salvar esta relación; el tercer o cuarto intento que siempre
empieza con buenas intenciones, con un viaje en una nube llena de
amor, encuentros románticos, detalles deliciosos y momentos de
pasión y lujuria. Y siempre acaba en rutina, abandono y silenciosos
reproches. Es el tercer o cuarto intento pero nunca cambia nada. Tú,
con tu treintena a cuestas, con tu trabajo un tanto absorbente, tus
sobrinas pequeñas, tu coche y tu piso que vas decorando con
magníficas facturas y una implacable e inmisericorde hipoteca. Él,
con su trabajo de horarios castigadores, la custodia de su hija de
doce años, un piso que todavía disfruta su ex, y viviendo con sus
padres y su hermana. No cambia nada. Lunes y miércoles él duerme en
tu casa y dos fines de semana al mes podéis hacer algo más que
dormir. Y tú te encargas de que nunca falte nada.
Todo va bien. Él te
quiere. Tú le quieres. Bien. Y, sin embargo, los encuentros son cada
vez más distantes y monótonos, prescindes de él para quedar con tu
familia o con tus amigos, te fijas más en sus defectos y espías sus
movimientos para pillarle en falta y no le dejas pasar ni una. ¿Cómo
sabes que estás enamorado de mí? Él lo sabe y punto. No se
plantea nada más. Pero, ¿y tú? Tú te estás cuestionando todo.
¿Será así el resto de mi vida? Ya lo decía Julia Otero, el
otro día, en su programa, sobre la serie de TV3, al marido ya le va
bien, su bar, su mujercita, sus cincuenta, no se plantea nada, todo
le parece bien, en su micromundo. A ella se le cae el mundo, toda la
vida en el bar, su marido que no la entiende y sus cincuenta que le
pesan como una losa, que le recuerdan constantemente que se está
haciendo mayor... Y tú, ¿estás enamorada de mí? Y estás a
punto de gritarlo, no, ya no estás enamorada, ni de él ni de nadie,
que ya no es lo mismo, que no hay pasión, que no hay ganas de
románticos encuentros. Mucho cariño, eso sí, pero enamorada, lo
que se dice enamorada, ciega de amor, ya no. Y se lo quieres decir
pero tienes miedo de hacerle daño, ya vuelves a tener ese
sentimiento de culpa, ¿qué pasará si le dejo? ¿Culpa o
miedo? ¿No será que tienes terror a quedarte sola? Al menos, ahora
hay alguien que te abraza dos veces por semana, que cena contigo
frente al televisor, alguien que cuenta contigo para las
vacaciones... Treinta y cuatro, ¡qué duro se hace! Estás acojonada
y disfrazas tus miedos con falsas culpas, con actos de buena
samaritana... ¿Otra vez estás así, con tus dudas y tus
respuestas cortantes? No sé da cuenta de nada, ¿verdad? Por
cierto, ¿y lo de irnos a vivir juntos? Y te subes por las
paredes. Deberías ser más fuerte, más egoísta y decirlo claro.
No, nos vamos a ir a vivir juntos, ni hoy, ni mañana ni nunca.
Y quieres huir pero lo único que haces es ser cruel, provocar la
discusión, hacerle rabiar para que sea él el que tome la decisión
de dejarte. Sólo así podrás alejarte sin tener ese maldito
sentimiento de culpabilidad. Malditos lastres de la educación
judeocristiana.
Oyes su voz. Te llama
para que veas las proezas que hace él en tu ordenador, en tu
despacho. Dejas de hacer lo que estabas haciendo y vas hacia él. Y te acuerdas de aquella canción que tarareaba tu madre cuando lavaba los platos: Si tú me dices ven, lo dejo todo... ¡Maldita sea!