domingo, 12 de enero de 2014

LEER, COMER, AMAR

Un rey mago con sonoro, gallego nombre de mujer –Iria- me ha regalado unas letras, La palabra de las hijas de Eva, de Teresa Moure, y, con esta lectura, sin ella saberlo, me ha dado una excepcional experiencia que me ha recordado otras muchas en las que, sorprendentemente (o quizás no), los verbos LEER, COMER, AMAR se han fusionado en una misma acción. Y no, no me refiero a los libros de cocina o a los libros de comidas (léase comidas internacionales, exóticas, extravagantes o los famosos libros de tapas, pinchos, montaditos y demás degustaciones culinarias) que tanto éxito están teniendo últimamente. No. Me refiero a algo no tan físico (o sí), a algo no tan pragmático (o sí); me refiero a algo más esencial, a algo más intrínseco, a algo más sublime.
El regalo de Iria me ha recordado otros regalos (libros) que han sorprendido mi alma, han alimentado mi mente y han provocado en mi cuerpo el éxtasis. Y por eso, porque la lectura nutre, alimenta, satisface, sorprende, entretiene, proporciona placer, no puedo evitar relacionarla con otra acción igual de humana, cotidiana y decisiva: la comida.
Y así, con esta singular simbiosis, pienso y me recreo en los libros que me han regalado  -y que me he regalado, ¡para qué negarlo!- a lo largo de la vida y que han constituido -y todavía constituyen- auténticos descubrimientos y los relaciono con experiencias culinarias que también han devenido una verdadera emoción para mis sentidos.
Los versos de Neruda y los sonetos de Shakespeare fueron un regalo de mi buen y amado amigo Manel y siempre los he asociado con un algún platillo delicatesen, alguna de aquellas delicias breves, intensas y completamente rompedoras propias de la cocina de diseño (el Dos cielos, de los hermanos Torres o los platillos de mi hermana mayor en Navidad) que alteran el paladar y la mente, que obligan a ir descubriendo poco a poco, muy poco a poco y con los ojos cerrados -paradójico si pensamos en la lectura, ¿no? Pero sí, he descubierto que se puede leer con los ojos cerrados, con los ojos del alma- qué ingredientes y qué intenciones encierran esas rítmicas palabras o ese microbocado.
Los libros que me regaló Álvar –Tren a Bagdad, de El Corán, Historia de la Literatura Árabe- y toda la literatura árabe que me he ido regalando desde que la descubrí los fui saboreando como hice con aquellos tajines hechos en el desierto, a ras de duna, a fuego de leña de palmera, con manos morunas, preñados de especias que les dan ese gusto tan intenso, tan extremado e inexorablemente inolvidable.
Los best-sellers me recuerdan la comida rápida (que no basura. Ojo). Los últimos que leí en verano, Misión Olvido, de María Dueñas, y La verdad sobre el caso de Harry Quebert, de Joël Dicker, los deglutí a pasos agigantados, apenas sin masticar, apenas sin respirar, como quien se zampa una deliciosa pizza o una hamburguesa completa como algo excepcional y disonante en medio de la armonía -¿o monotonía?- que confiere una dieta completamente equilibrada y sana.
Los cuentos de mi amiga Mercedes Abad, Borges, Jack London, Saki, Empar Moliner, Fernando Iwasaki, Fernández Cubas y los microrrelatos a los que me va acostumbrando mi amiga Dolors me transportan a una barra de bar cubierta de montaditos: tan breves, tan intensos, tan rompedores, tan innovadores que acaban alterando el paladar y las neuronas.
Las últimas adquisiciones se asemejan a los nuevos restaurantes que voy descubriendo y que van ampliando la lista de mis favoritos: Una madre, de Alejandro Palomas (un libro para vivir y llorar); Stoner, de John Williams; Melissande, ¿qué son los sueños?, de Hillel Halkin; etc. 
También están los que marcan la tradición, los que se escriben con mayúsculas, igual que aquellos platos que siempre vuelven para las grandes ocasiones y para las celebraciones: Madame Bovary, La Regenta, El Quijote, los versos de Emily Dickinson...
Y luego están los de toda la vida, aquellos que se asemejan a los platos de casa, aquellos que no te importa repetir, aquellos que te acompañan siempre porque que te transportan a algún rincón de tus afectos, a algún capítulo de tu vida, a algún momento de tu humilde y anónima existencia. Allí están las obras de Carmen Martín Gaite (Nubosidad variable), Vargas Llosa (Travesuras de la niña mala), Stefan Zweig (Veinticuatro horas en la vida de una mujer), André Gide (El inmoralista), Eduardo Mendoza, Elvira Lindo, García Márquez, Landero, Moure (Hierba mora), Ryszard Kapuscinski (Viajes con Heródoto) y muchos, muchísimos más. Lo bueno que tienen estos libros, igual que los platos de toda la vida, es que forman parte de una colección abierta y sin fin. Ahí están los de siempre pero comparten estantería con los que tienen que llegar y que se harán un hueco merecido e inalienable. Igual que los platos: ahí están la ensaladilla rusa, los boquerones en vinagre, los calamares rellenos, la ternera con setas, los roscos y los pestiños de mi madre, pero también están  la ensalada de tomate y queso y la pizza de mi hermana pequeña, la habas con almejas o los calamares con alcachofas de la mayor, o los pescados al horno o en tomate, la tortilla de patatas o el pulpo a la gallega de mi amigo, amado y amante. O mis ensaladas, que están de rechupete por todos los ingredientes que meto (no tiene secreto, le echo lo que encuentro en la despensa, ni más ni menos) y por el experimento que supone para mis invitados. Y el elemento que tienen en común todos (platos y libros) y que los hace realmente especiales y merecedores de memoria es que reconoces los sabores, identificas los estilos, estás familiarizados con los secretos y, lo mejor de todo, no quieres que se acaben. Y esto es lo que está pasando con el que me ha regalado mi amiga Iria.
LEER
COMER
¿Y el tercer verbo?, se preguntarán ustedes. ¿Qué pasa con AMAR?

Mi abuela me decía (y mi madre sigue la tradición) que el verdadero y único ingrediente que se necesita para que un plato salga a pedir de boca es el AMOR. En cada chispa de sal, en cada cucharada de aceite, en cada grado al horno, en cada masa fermentada tiene que haber amor porque, si no, el plato no saldrá como nosotros queremos. Y es que cocinar (en todas las variedades existentes) es un acto de amor, igual que regalar libros. El amor está presente desde el principio (pensar en esa persona y decidir regalarle un libro-invitarla a casa a comer) hasta el final (darle el regalo-ponerle el plato en la mesa), pasando, ¡cómo no!, en la elección de un título o de un menú. No veo mayor acto de entrega y de afecto porque la lectura, igual que la comida, como he dicho al principio, alimenta, nutre, satisface, sorprende, entretiene y proporciona placer. Regalar, regalarse libros, cocinar para alguien o para uno mismo es un acto de amor, amar, amarse. ¿Qué hay mejor que todo eso?