En primer
lugar, ante todo y sin falsa modestia, siéntete orgullosa del logro.
Sí, recreáte en lo que has conseguido porque sólo tú sabes lo que
ha supuesto para ti llegar hasta aquí, sin que importe el tiempo
invertido. Diez quilos menos, sí. Y sólo tú sabes la cantidad de
sacrificios que has hecho para alcanzar la meta. Sólo tú sabes de
la constancia, de las renuncias y de la perseverancia. ¿O acaso ya
no recuerdas la primera vez que dijiste no a la copa de vino,
que rechazaste unas patatas bravas o que pasaste de largo por la
estantería de aperitivos del súper?
En
segundo lugar, y también sin falsa humildad, recoge con orgullo y
agrado todos los piropos que te están diciendo: ¡Pero qué delgada
estás!, ¡Qué has hecho!, ¡Estás monísima!, ¡Qué bien te
sienta la ropa ahora! No digas que no es para tanto, no digas que no,
no te enfades con ellos porque antes no te decían nada, no pienses
en que antes estabas como una foca o que ibas hecha un adefesio, no
te castigues con tus antiguos quilos de más. Cuando te digan un
piropo, sonríe, sonríe, sonríe.
En tercer
lugar, ríete al ponerte de nuevo aquellos pantalones enormes y
comprobar cómo se deslizan por tus caderas hasta caer rendidos al
suelo. Es genial. (pero, insisto, no te flageles pensando ¿¡Cómo
podía estar yo tan enorme?!
En cuarto lugar, disfruta embadurnándote de cremas hidratantes, reafirmantes,
antiestrías para que tu sacrificio obtenga unos resultados óptimos
y para que tu piel no se resienta. Que no te dé pereza. Regálate
una buena crema, de textura suave y aroma de azahar o de jazmín, y
recréate con ese sensual ritual. (A mí, la verdad, siempre me han
gustado las cremas, con quilos y sin quilos. La sorpresa me la llevé
cuando a mi médico nutricionista le pregunté por la mejor. Ya que
estaba haciendo el sacrificio de la dieta, estaba dispuesta a hacerlo
también comprando la mejor crema, la más efectiva; estaba dispuesta
a gastarme mi sueldo entero. Ya sé que no se puede hacer publicidad
pero, ¿cuál me recomendó sin ningún tipo de duda? La lata azul de
Nivea, la lata redonda, la de toda la vida, la que no lleva agua, pura
crema, la que cuesta tanto extender -ahí radica su secreto, ahí se
escuentra su efectividad-, la que te deja todo el cuerpo grasiento y
blanco. ¿Estás segura? Yo pensaba que me recomendaría alguna de
doscientos euros, alta cosmética, alta tecnología, con los últimos
descubrimientos científicos en el estudio de la piel. Pues eso,
ahora mi chico y yo compartimos buenos e íntimos momentos con Nivea:
yo, para cuidar mi delicada piel, y él, para cuidar sus cinturones de cuero y
sus botas, las de montaña, las de la moto... Y todo, por unos 6
euros la lata formato familiar. Sin comentarios)
En quinto lugar, mírate en un espejo grande, de esos de cuerpo
entero, pero mírate desnuda. ¿Qué puedes ver? ¡¡¡¡La línea
del bikini!!!! ¡¡¡Síííí!!! ¡Es genial! Esa línea no
imaginaria que durante tanto tiempo ha permanecido escondida entre
los pliegues de esa prominente y fofa masa llamada barriga -o
barrigota, como me dijo una vez mi sobrina pequeña-, esa que no
sabías ni que existía porque siempre estaba tapada por las carnes y
también por las bragas de cuello alto. Es una sensación
indescriptible, de verdad. Ahora falta ir a una buena esteticien para
que me haga una buena depilación brasileña...
En sexto lugar, siguiendo con el tema y tú sigues desnuda ante el espejo,
ahora agacha la cabeza y ¿qué ves? ¡¡¡Sí!!! Efectivamente,
¡¡puedes verlo!! Antes, sólo podías ver tu barriga, tu ombligo
orondo y nada más. Tus carnes te impedían saber qué había debajo
de tu masa favorita. Ahora ya sabes qué hay más allá de él. Es
estupendo. Incluso, si te apuras un poco, también podrás ver tus
pies.
En séptimo
lugar, deshazte ya de las bragas de cuello alto, esas que llegan
hasta el sobaco y que dan la impresión de que recogen todos los
michelines, esas bragotas quilométricas de color carne (pero, ¿por
qué no las harán de colores o con dibujitos para alegrarnos la
vida?), que ocupan medio cajón y que dan vergüenza tender; esas que
son los más antierótico que te puedes echar a la cara (no nos
engañemos, van muy bien, son muy cómodas -esto no lo entenderán
las que nacieron delgadas- pero destrempa a cualquier macho que se
preste; que me lo digan a mí...). Tengo que confesar que yo no me he
deshecho de ellas, les tengo demasiado cariño, han sido mis fieles
compañeras y mis cómplices durante mucho tiempo y han aguantado
estoicamente mis redondeces y mis carnes fofas sin quejarse y sin
romperse. Son geniales. Tengo que confesar también que me he
comprado alguna que otra tanga y alguna que otra braguita pequeña,
fina y monísima pero, qué quieren que les diga, me siento incómoda,
desnuda. Demasiados años: yo ya estoy hecha a las otras, a las de
toda la vida.
En octavo
lugar, quema aquellos “chalecos antibalas”, aquellos sostenes que
parecen de hierro forjado, tan antiestéticos, tan de abuela de
pueblo (con todos los respetos a las abuelas de pueblo a las que
adoro y admiro), con tirantes y tiras de dos o tres dedos de ancho,
con esas copas enormes, duras, rígidas, resistentes, como si
estuvieran hechas de acero, que más que sujertarte las tetas, te
comprimían medio cuerpo lleno de lorzas ocultando el tan deseado canalillo. Sí,
tira esas “armaduras medievales” y regálate uno de esos sexys
sujetadores de color fresa, con blonda, semitransparentes, con finos
tirantes, tan bonitos que hasta te dan ganas de lucirlos por la
calle. (pero, atención, cómpratelos buenos, de los que sujetan,
porque ahora las carnes están un poco flácidas...)
En noveno
lugar, ya puedes pasearte desnuda o en ropa interior por la casa (yo siempre lo he
hecho, con bragas de cuello alto o sin ellas, la verdad. Me encanta. A mi chico, no tanto, porque, aparte de que es muy pudosoro, en casa no
tenemos cortinas... Pero ya tengo excusa: entiéndelo, cari, no es que me encante pasear en pelotas por la casa, es que tengo que dejar que la crema se absorba...) y abalanzarte encima de tu hombre (o mujer) sin
temor a chafarle y a dejarle sin respiración, sin repetir
constantemente ¿¿¿Peso???
En décimo
lugar, mírate y admírate, sin miedo, sin vergüenza. Eres tú, sigues siendo tú, quizás con
los rasgos más estilizados o más angulosos, con menos tetas y menos
curvas. Pero sigues siendo tú, con tu humor y con tus paranoias,
intentando sacar punta a todo esto...
¿Y qué
más puedes hacer con diez quilos menos?
Pues dar
una clase magistral de dietética y nutrición. Tantas semanas yendo
al médico nutricionista (porque, esto sí que es importante, no se
te ocurra hacer dieta sin la supervisión de un profesional), tantas
semanas escuchando lo que puedes o no puedes comer, las combinaciones
peligrosas que hacías, las calorías que no pedía tu cuerpo -pero
que tú se las dabas tan ricamente-, lo que está permitido o no; qué
significa todo eso de las féculas, los carbohidratos; dónde están
las vitaminas y las proteínas; que las grasas son necesarias pero
que hay que controlarlas; que con los azúcares pasa lo mismo; que el
alcohol es puro azúcar, etc., etc., etc., lo que estaba diciendo,
tantas semanas recibiendo lecciones de cómo comer bien, sano y
equilibrado, me he convertido en una auténtica experta en el tema.
También acabas deleitándote con la verdura, el embutido de pavo, el queso bajo en sal y en grasas. En serio, a mí me encanta. Y lo mejor de todo, cuando lo comes, tu conciencia está la mar de tranquila. Y eso no tiene precio porque disfrutas el doble.
Comprarte
esos magníficos tacones por los que has estado suspirando durante
tanto tiempo. Vamos, ve a la zapatería y pruébatelos sin miedo a
que ya no aguanten tu envergadura. ¿Qué tal? A que te sientan bien,
¿verdad? Y qué bonitas piernas tienes. Y hasta pareces más delgada
todavía. ¡¡Qué buen invento este de los taconazos!!
Y ahora,
ve a la tienda y pruébate ese vestidito corto. Por fin te entra. Se
acabó la tiranía de las tallas grandes, se acabó la ropa ancha, se
acabaron los colores oscuros porque estilizan, se acabó el ir a
tiendas “especiales” porque en las “normales” no hay más
allá de la 40, se acabó el no querer ir de tiendas. ¡Se acabó!
Mírate ¡y qué guapa estás! Eso sí que es una experiencia
religiosa. Lo demás son tonterías.
Ahora ya
puedes pedirle a tu hermana (la delgada, la mona, la tía buena, la
que te generó tantos complejos durante tu adolescencia, a la que
odiabas tanto porque, cuando conocíais a algún chico, ella siempre
era la guapa y tú... la simpática. ¡¡¡Había que joderse!!!)
aquella blusa tan bonita o aquel pantalón tan estupendo. (Tengo que
reconocer que todavía no me caben pero todo se andará...)
Ahora ya puedes pedirle a tu madre que baje del altillo toda aquella ropa de cuando tenías 18 primaveras... ¡¡¡Pero qué ilusas somos, de verdad!!!
Ahora ya
puedes subir las escaleras sin ahogarte, mejor dicho, ahogándote
menos, porque ahora no pesarán los quilos pero siguen pensando los
años...
Ahora ya puedes pasar frío de verdad, porque, como me dijo mi médico, "claro, si ya te has quitado la capa de grasa, es normal que ahora sientas más frío". Nunca me he sentido uan foca, ni con quilos ni con michelines ni con bigote, pero, al oír aquellas palabras, me sentí más foca, más morsa que nunca. Viva el tacto y la empatía, sí, señor.
¿Y qué
no puedo hacer todavía?
Lo
siento, lo reconozco -y esta noche me flagelaré buscando la eterna
penitencia-, pero lo que todavía no he podido conseguir es dejar de
pensar en unas buenas viandas. Sigo salibando ante un buen escaparate
de embutidos o una barra repleta de montaditos; sigo deleitándome
ante una cazuelita de morros fritos, sigo dándome algún que otro
homenaje con las bravas de La Pubilla del Taulat, sigo suspirando por
unos huevos fritos y unas buenas patatas fritas, sigo disfrutando
como una loca con la mejor cena que me puede hacer mi chico: su
tortilla de patatas -insuperable-, un buen jamoncito de bellota, pan
con tomate y aceite y un buen Ribera del Duero...
Si dejara
de hacer esto, entonces, seguro, ya no sería yo. Y eso sí que no lo
puedo permitir, ¿no?