domingo, 30 de diciembre de 2012

DE RITOS Y RETOS (¡¡¡¡Feliz 2013!!!!)

Sí, ya lo sé, otra columna sobre el fin de año, otra reflexión acerca de las últimas horas de estos 365 que pronto se acaban y otra lista de proyectos para llevar a cabo en los próximos 365 días que pronto empezarán. Pero es que resulta inevitable dejarse llevar por el mágico influjo que ejercen estos últimos momentos del año que ya tocan a su fin; resulta imposible no echar la vista atrás y volver a la misma ceremonia de ritos y retos que supuso el fin de año del año pasado y plantearse la fatídica pregunta: de todo lo que me propuse mientras brindaba por el nuevo año, ¿qué he cumplido? Pues no, yo no voy a hacer balance ni introspección ni nada que se le parezca. ¡No soy tan masoca! No pienso recrearme en mi vagancia o en mi pereza o en mi pasotismo ante esos buenos propósitos que, de manera despiadada e inexorable, me planteé cuando llegó el 1 de enero de 2012 (y, para qué engañarnos, el de 2011, el de 2010, el de 2009, el de 2008 y así ad infinitum. Tampoco voy a flagelarme pensando en el también maldito 1 de setiembre, cuando, después de unas vacaciones llenas de veladas hasta el amanecer, cervezas y tintos de verano hasta la saciedad, ocio hasta el aburrimiento, empezó el curso escolar o laboral y me vi literalmente ahogada por los horarios, las obligaciones y la férrea disciplina, y aquellos firmes proyectos -apuntarme e ir al gimnasio, estar más con la familia, cuidar más mi casa, escribir más, leer más, llamar más a mis amigos, apuntarme a inglés, no comer tanto, etc., etc., etc.- se fueron diluyendo por el desagüe de mi voluntad (mejor dicho, de mi falta de voluntad).
A pesar de todo, y sabiendo y aceptando que el hombre es el único animal que tropieza no sólo dos veces con la misma piedra, estoy segura de que este fin de año volveremos a caer en los mismos rituales y volveremos a formular los mismos propósitos de cada años. A saber:
El día 31 empieza con un brunch en el Universal del Mercado de la Boquería: huevos fritos con foie y una copa de cava (para mí, la mejor manera de empezar el último día del año, un brindis mi chico y yo por todo lo que nos ha pasado y todo lo que nos pasará juntos... Ser lo recomiendo); a ese momento único y especial le sigue la compra de las últimas viandas necesarias para el gran ritual atávico, la cena de fin de año, que, por cierto, organizo yo en mi casa (pero por qué no estaré calladita...). Desde hace unos años, lo mismo, pa qué cambiar: de entrantes, buen jamón de bellota, pulpo a feira, canapés de salmón y sucedáneo de caviar, croquetas de boletus y foie, gambas rojas a la plancha y algo de verde. El plato estrella será este año caldereta de bogavante. Piña natural y sorbete de limón, de postre y la consabida bandeja de turrones, polvorones, mazapanes, neulas, frutos secos y bombones. Vinos, cavas y las uvas, que no falten. Durante la mañana, entre las compras y el trajín en la casa, estoy tranquila, pero, después de comer y a medida que avanza la tarde, me voy poniendo cada vez más nerviosa. ¿Y quién lo paga? Pues quién va ser, el cocinero que ya está entre ollas y pucheros cortando los bichejos esos y haciendo el suquet de pescado. Mientras, yo estoy organizando el salón: muevo el sofá de lado, aparto la mesita, cambio la lámpara de sitio, barro y abro la mesa. Me gusta decorarla en tonos morados y dorados con velas grandes y cintas, con purpurina sobre el mantel y los platos, las servilletas, a juego, colocadas en las copas como si fueran candelabros a punto de encenderse, y más velas, y algún que otro detallito para cada uno de los invitados, y más velas (¿les he dicho que me encantan las velas?). Me alejo de la mesa unos pasos, enciendo la lámpara del techo. Está todo perfecto. Con tanta decoración, no cabe ni un plato pero la mesa está preciosa, parece una de esas mesas que aparecen en los reportajes navideños del Hola. Me siento orgullosa. Son las siete y media de la tarde. Los invitados llegarán a partir de las nueve y yo todavía no me he arreglado ni he hecho los canapés. Entro en la cocina. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado aquí? Una pata de pulpo asomando por una olla; en otra, el suquet ya está haciendo chupchup y está llenando la cocina de vapor; oteo en el horizonte una pared manchada de tomate (¿pero por qué el sofrito siempre deja huella?) y un montón de platos por fregar (¿pero por qué no va fregando los utensilios a medida que los va utilizando? No sé, quizás así la cocina no acabe hecha un asco, ¿no?, un asco que siempre acabo limpiando yo, no por nada). Cariño, ¿te ayudo?, le pregunto asomando la cabeza, si quieres, tú, cocina, y yo voy fregando, ¿vale? No, de esto me encargo yo. Me echo a temblar y le insinúo, bueno, no, le digo intentando disimular ya mi mala leche y mis nervios, que ponga papel de periódico en el suelo para que no acabe como un cuadro de Miquel Barceló, lleno de manchas de tomate y pinceladas de aceite, de suquet, un trozo de cebolla pisado o unas gotas de cerveza (la que ya está bebiendo siguiendo la máxima de que un cocinero siempre debe estar hidratado en la cocina; a saber de dónde la ha sacado). Dúchate y arréglate, que cuando yo acabe aquí, te pones tú con el resto y yo me ducho.
Buena idea, a ver si me relajo con el agua caliente. Me ducho, me unto de cremas y empieza mi ritual: me tengo que poner alrededor de la cadera y tapando el ombligo una cinta de color rojo con un lacito verde y otro azul. Mi madre nos la hizo hace muchos años para que nos diera suerte, salud y amor. Lo malo es que, con el paso de los años, mis curvas han aumentado y mi diámetro también. Apenas puedo atarme la cinta y, por supuesto, y no tapa mi ombligo. Me la pongo como puedo, vamos, con un imperdible y se sube hasta la cintura. No me pongo bragas rojas pero sí algún pañuelo del mismo color. Me maquillo con polvos de oro y me enjoyo a más no poder. Dicen que el oro atrae la riqueza y el dinero. Por mí, que no quede. Un vestidito negro, sencillito, medias y taconazos. No lo he leído en ningún sitio pero, a mí, los taconazos me dan seguridad y confianza, ideal para el tránsito de un año a otro. Abro las ventanas. La ropa, recogida y la cama, con sábanas limpias y bien hecha. Dicen que, así, se van los malos espíritus y los buenos se quedan. Paso por el salón y me detengo frente a la mesa, perfectamente ornamentada. Hacemos muy buena pareja: ella, de morado y dorado; yo, de negro y dorado (bueno, y el detalle de color rojo). Me apoyo de manera indolente, cojo una copa de cava y brindo frente a la puerta de la terraza, sonriendo, como si fuera la mismísima Isabel Preysler. Pero, ¿se puede saber qué estás haciendo?, me dice una voz desde la puerta de la cocina, anda, vamos, que ya son las ocho y media. Joder, ya me ha fastidiado mi posado para la prensa. Sólo quedan los canapés. Lo he recogido todo para que estés más cómoda. Abro la puerta de la cocina y ¡¡¡horreaur!!!! Vale, sí, lo reconozco, dicen que la intención es lo que cuenta. Ha hecho un conato de limpieza pero mi poderosa y maquiavélica visión ya ha detectado una mancha en el mármol y restos de suquet en la olla supuestamente lavada. Sólo ha pasado una bayeta por la vitrocerámica. Creo que todavía no sabe cuál es el producto especial para este tipo de cocina. Mañana, sin falta, se lo digo. Los papeles de periódico todavía están en el suelo, lo que significa que no lo ha fregado. ¡¡¡¡Arggggg!!!! Respiro profundamente y, mientras paseo con mis taconazos por la alfombra de rotativos, detecto un delicioso aroma a caldereta de bogavante y a pulpo gallego. El jodido cocina como los ángeles. En el fondo, lo adoro pero hay veces que... Bandeja de canapés, lista. Bandeja de turrones, preparada. Las velas, encendidas. Todo está en su sitio. Va a ser una gran noche. Como todas las del 31 de diciembre.
Las nueve y ya suena el timbre. Los invitados van llegando: mi madre envuelta en lamé dorado y lentejuelas del mismo color; parece una burbuja de Freixanet. Mi hermana con su marido y los carritos de sus dos hijos pequeños. Ya me ha avisado que el bebé está malito y que tiene vómitos. Me pide disculpas por si mancha algo... No pasa nada. La madre del cocinero con su novio. La hermana del cocinero. La hija del cocinero y su amiga. Ya son bastantes. Les ha encantado la mesa pero se chupan los dedos con la cena que hemos preparado. Todo está saliendo a las mil maravillas: mi suegra, que todavía me llama chochete; mi madre, dándole al vino y cantando canciones de Raphael; mi sobrino pequeño, que ya ha vomitado y ha dejado su impronta en la pared de la habitación; la joven que ya no sabe disimular con su amiga; mi cuñada, hablando de sus sesiones con el psicólogo; mi cuñado, explicando con su castellano irlandés sus descubrimientos en neurología; mi hermana, poniéndose morada de gambas; mi cocinero favorito, que ya ha roto una copa -como siempre-., dándole al pulpo y al vino y yo, intentando que todas las velas sigan encendidas y llevando y trayendo platos. Queda un cuarto de hora para las doce de la noche. Mi madre, con su "chispa", nos da las últimas instrucciones para despedir el año viejo y recibir el nuevo año: un plato de lentejas para comer después de las uvas, un billete envolviendo la patilla de las gafas, un anillo de oro en la copa de cava, una vela roja encendida (¿¿¿otra???), algo rojo cerca de la piel. Todos con la bolsa de cotillón en las manos y mirando fijamente a la tele. La bola del reloj empieza a caer lentamente. Esto ya se acaba. Me refiero al 2012. Atención. Prohibido hacer el tonto, no vayamos a confundir las campanadas de los cuartos. ¿Cuál será el primer anuncio del año? ¡¡¡¡Ssshhhh!!! Callarse, que no se oyen las campanadas. Tú, no comas todavía, que trae mala suerte. ¿Tenéis pensados los deseos para este 2013? Que te calles, que no oigo. ¡UNA! Y el primer grano de uva ya en la boca. ¡DOS! ¿Qué nos deparará este nuevo año? ¡TRES! ¡Ahhhh! Se me olvidó pelar la uva y quitar los granos. ¡CUATRO! Este año tampoco me ha ido tan mal. ¡CINCO! La uva se empieza a acumular en la boca. ¡SEIS! Miro a mi hermana y me echo a reír. ¡SIETE! Virgencita, que me quede como estoy. ¡OCHO! Trabajo y salud para todos. ¡NUEVE! Ya no me caben más. ¡DIEZ! Y amor y humor y esperanza. ¡ONCE! No puedo tragar. Creo que voy a vomitar. ¡DOCE! ¡Pa dentro! ¡¡¡¡FELIZ AÑO 2013!!!!! Abrazos, besos, más abrazos, más besos y una cucharada de lentejas de lata. Ahora sí que voy a vomitar...

PD. Voy al lavabo a lavarme un poco la boca. La tengo pringosa de mosto y de lentejas. Mientras me pinto de nuevo los labios, veo reflejado en el espejo algo que no debería estar allí, sobre el radiador. Lo cojo. Son unos gayumbos. ¡¡¡Por favor!!! ¿Los habrá visto alguien? ¡Qué bochorno! Los guardo rápidamente en un cajón. Vuelvo a mirarme en el espejo. Sonrío. Me guiño un ojo. Y me lanzo un beso. Como la Preysler.