I
Blanca
se volvió por enésima vez. Sumida en un intermitente e incesante vaivén
entre el sueño y la vigilia, quiso refugiarse en el calor del cuerpo de
su marido, pero, al hacerlo, el brazo aterrizó, indolente, en ese lado
de la cama todavía intacto. Lo palpó a tientas y, al abrir los ojos para
cerciorarse de la ausencia, sólo vio los números del despertador que
caían, rojos, refulgentes, amenazantes, en su negra realidad: las dos y
cuarto de la madrugada.
En
su inquieto duermevela, se retorció por debajo de ese apacible mar de
flores y espigas de cretona pero, como ya hacía varios jueves, se
encontró en medio de un gélido, silencioso y oscuro océano. En un
intento de llenar ese vacío, se abrazó a la almohada de su marido pero
tan sólo percibió el rastro de aquel aroma masculino que tanto le atraía
y que hacía tiempo había empezado a desaparecer. Ya desvelada, volvió
de nuevo a su sitio e, incorporándose, encendió la lámpara de la mesita
de noche con la intención de leer un rato. El parpadeo de la breve luz
de su teléfono móvil llamó su atención: “Esto va para largo...” La
reunión. Hubiera querido esperarlo despierta. Siempre lo hacía. Y
aquella ocasión bien valía la pena. Por Ernesto. No siempre el marido de
una podía salir elegido número uno en las listas para las próximas
elecciones municipales. Pero el sueño había podido más que la
curiosidad. Pobre Ernesto. Meses y meses trabajando duro, intentando
demostrar a los del partido que él era la persona idónea para ese
puesto, mucho tiempo intentando convencerlos de que él podía ser un buen
alcalde y no sólo por su apellido. Pobre Ernesto. Pobre ella, también.
Meses y meses aguantando sus ausencias, sus respuestas ariscas y su
eterna preocupación por conseguir lo que se había propuesto; demasiadas
semanas intentando permanecer siempre en un segundo plano, discreta,
paciente, en un frágil equilibrio entre la admiración y el sacrificio,
la complacencia y el cariño. Ése era su papel y lo aceptaba sin reparos.
Sabía que lo importante era él y lo quería por eso. Volvió a mirar el
móvil: ni una llamada. Se le habrá olvidado. No pasa nada. Sabía
perfectamente que, fuera cual fuere la decisión tomada, su vida estaba a
punto de cambiar. Demasiado tiempo esperando el momento. Y parecía que
el momento, por fin, había llegado. Volvió a mirar el despertador. Las
dos y media. Cómo odiaba aquellos números encarnados y brillantes que
delataban y dilataban esa sensación de abandono que se negaba a aceptar.
No pasa nada. De nuevo, se le cerraban los ojos y, por un segundo, vio a
su marido triunfador. No pudo evitar sonreír mientras echaba una ojeada
a su alrededor: cuánto tiempo había pasado desde que entró por primera
vez en aquella habitación, cuántas anécdotas vividas, cuántas ilusiones
puestas. Apagó la luz. De nuevo en la oscuridad, un inesperado
escalofrío recorrió su cuerpo. Se encogió entre los pliegues de las
sábanas y, en ese preciso instante, la cama le pareció más grande, más
fría, más vacía que nunca.
Ernesto
abrió la puerta del dormitorio con sigilo y vio el cuerpo de Blanca
levemente iluminado por un haz de luz procedente del distribuidor. Qué
manía tenía de destaparse en mitad de la noche, con el frío que hacía a
esas horas en la calle. Entró de puntillas y buscó la hora en el
despertador digital. Las tres y diez. Qué tarde se le había hecho. Con
la de cosas que tenía que hacer al día siguiente. Para no hacer ruido y
despertarla, se fue quitando la ropa con cuidado, sin perder de vista la
silueta dormida que tanta lo atraía, y, ligeramente excitado, se metió
en la cama. Ya era viernes.
—Lo
he conseguido. —Dejando fuera el crudo enero, Ernesto se había acercado
por detrás al cálido contorno de su mujer y la abrazaba con todas sus
fuerzas.
—Estaba
preocupada por ti —musitó Blanca, acoplándose como una gata coqueta al
perfil cóncavo de su marido al sentir aquel roce inesperado.
—Lo
siento, cariño; se me ha echado el tiempo encima —le decía al oído
mientras su rostro desaparecía en la melena de ella—. Qué bien hueles.
—Tendrías
que haberme llamado. —Aquella susurrante voz femenina, en la penumbra,
sonaba cálida, dulce, y eso lo encendía todavía más. Con un movimiento
certero de pelvis, Ernesto se pegó con decisión a la espalda y le apretó
los pechos con ímpetu—. La próxima vez, dime algo, aunque sea sólo un
mensajito.
—Ya sabes cómo
son los del partido. Se han empeñado en celebrarlo... —La mano de
Ernesto se deslizaba de arriba abajo por debajo del camisón de seda
siguiendo la senda trazada del cuerpo de Blanca hasta acabar debajo de
las bragas y, mientras adivinaba en la oscuridad los recovecos más
ocultos, sentía cómo ella, soñolienta, se retorcía sinuosamente dejando
escapar breves jadeos —. Lo he conseguido, cariño.
—Lo
sabía. No sabes cuánto me alegro. —Blanca se volvió sobre sí misma y se
acurrucó contra el torso de su marido. Con los ojos completamente
abiertos y una amplia sonrisa, buscó el rostro de él y empezó a cubrirlo
con pueriles, breves y suaves besos mientras le daba la enhorabuena—:
Felicidades, te quiero, eres el mejor, te quiero, el más guapo, te
quiero...
Ernesto
permaneció quieto, sonriente, dejando que su mujer lo besara y lo
abrazara como una adolescente hasta que, como impelido por un resorte
automático, de golpe, se separó de ella y, serio, la miró fijamente.
—Es
viernes. —La besó con fuerza, metiéndole la lengua en la boca y, en un
movimiento ágil y un tanto brusco, se puso encima de ella. Blanca cerró
los ojos. No le apetecía hacer el amor. Prefería hablar con él, abrazada
contra su pecho, que le contara cómo había ido lo reunión, qué había
pasado, qué le habían dicho, qué iba a pasar desde ese momento. Pero no
dijo nada. Nunca decía nada. Simplemente, cerraba los ojos y se iba.
Como cada viernes.
—Qué
ganas tenía de follarte. —Ernesto, más activo, más viril que nunca, le
mordía los pezones por encima de la suave seda e intentaba deshacerse
del camisón con torpes gestos mientras su esposa se dejaba hacer—. Qué
ganas...
Con falsa
impaciencia, Blanca acabó quitándose las bragas y con su marido de
rodillas sobre la cama encima de ella, aprisionándola con las piernas,
esperó que la embistiera como hacía cada viernes por la noche. Sin
embargo y contra todo pronóstico, Ernesto se quedó quieto, erguido ante
su mujer mientras ella sentía en la piel los ojos ávidos del flamante
candidato a alcalde cuya respiración, cada vez más agitada, iba rasgando
poco a poco el silencio de la noche. Blanca mantuvo la mirada en
contrapicado y, tumbada ante él, en esa posición entre sumisa y
solícita, por unos segundos, lo admiró: con ese cuerpo masculino apenas
esculpido a golpe de mancuerna; el pecho henchido, varonil y tatuado con
breves segmentos de una tímida luna que ya entraba por las rendijas de
la persiana, el miembro erecto apuntándola desafiante y todos los
músculos en tensión, aquel hombre se le antojó, por un momento, un
auténtico coloso y, durante otro rápido instante, recordó todo lo que
aquella misma imagen, un tanto soberbia pero muy de hombre, le había
provocado en los primeros meses de casada. Lástima que aquello durara
tan poco y que en tan poco tiempo descubriera en qué acababa ese alarde
de sexual hombría: el simple, mecánico y previsible quehacer de los
viernes. Al principio, pensó que era culpa de ella pero prefirió no
decirle nada. Más tarde, se planteó la posibilidad de que fuera de él y
consideró prudente no decirle nada. Con el paso del tiempo, impelida por
la costumbre y la desidia y amparada en la fantasía, resolvió no hacer
nada para recuperar aquellas primeras noches de amor. Así, más de ocho
años. Nunca se atrevió a explicarle lo que sentía o, mejor dicho, lo que
no sentía. Pero a ella no le importó. A ella ya le iba bien. Era feliz
porque lo quería, lo quería mucho, era su esposa y eso era lo único que
contaba.
—Por fin lo he
conseguido. —En aquellos momentos, lo vio como un héroe, alguien capaz
de elevarla a las cotas más altas del placer y de la felicidad; sin
embargo, desengañándola para siempre de ese idílico oasis con final
feliz, el candidato se abalanzó sobre ella y, sin caricias, sin
susurros, sin una maldita palabra que la excitara mínimamente y
facilitara el trámite, la penetró. Y ella lo encontró más grande, más
fuerte, más duro que nunca. Volvió a cerrar los ojos, suspiró y se
abandonó a él mientras buscaba en su mente a aquél que la ayudaba a
sobrellevar mejor la obligación marital, como le decía su madre. ¿Cómo
se llamaba la película? La del joven que seducía a la protagonista
madura. Mientras Ernesto la empujaba una y otra vez, demostrando un brío
y una inspiración inusitadas, Blanca recreaba la escena en la que él,
el amante sin rostro ni nombre, se encontraba con la respetable mujer,
felizmente casada, y, en ese anonimato que podía conferir un bar repleto
de gente, la ponía a mil con una mirada profunda, con palabras
deliciosamente obscenas que la hacían sentir la más atractiva y experta
entre todas las mujeres, con caricias no por suaves menos indiscretas,
mordiscos en el cuello, proposiciones impensables... Eso sí que la ponía
cachonda y, aunque se lo negaba como un terrible secreto, era su
refugio y su salvación la noche de los viernes. En su mente reinaba
aquella escena de la película, algo sobre la infidelidad, sin
identidades ni voces: sólo un cuerpo femenino que quería volver a sentir
y que alguien lo sintiera, sólo un cuerpo masculino que la seducía, la
excitaba y la poseía. Así, con los músculos, cada vez más tensos, de su
marido encima de ella y el crucifijo que subía y bajaba acompasadamente
en el espejo del armario, la mujer del flamante candidato suspiraba de
vez en cuando y aguardaba. Ése parecía ser su único cometido: esperar la
gran exclamación final masculina acompañada del previsible, brusco y
preciso movimiento de retirada a tiempo que le permitía presenciar cómo
la inteligencia, el carisma, el saber hacer de su admirado Ernesto se
derramaba, caliente, viscoso, blanquecino, sobre el vientre mientras
permanecía quieta, como si la cosa no fuera con ella. Como cada viernes.
Y ya le iba bien.
—Mi
sueño, por fin, hecho realidad —pronunció Ernesto, todavía desnudo,
cogiéndola por el hombro, al tiempo que se lo acariciaba
cadenciosamente; ella, después de haberse limpiado con una toallita
húmeda y con las bragas y el camisón puestos, jugueteaba con los
caracolillos del vello del pecho. Debía faltar poco para que amaneciera y
el dormitorio olía a semen. Blanca seguía oyendo las palabras de su
marido como una melodía cada vez más lejana: A partir de mañana...
Blanca se acordó de cuando lo conoció, qué joven era ella, qué inexperta
y qué inocente. Te necesito a mi lado... Lo reconocía, él se lo había
enseñado todo. Él la había moldeado a su gusto, había sido el primero y
ambos sabían perfectamente que sería el único. Estaré muy ocupado… Y era
consciente de que ese pensamiento, a su marido, le volvía loco de
pasión. Cuando esto haya pasado... Y ella aprendió muy rápido y muy
bien. No te preocupes por nada… Sabía que no había nada por qué
preocuparse. Mañana viernes me despido de los de la asesoría… Él siempre
estaba allí. A decir verdad, en los últimos meses, no tanto, pero era
comprensible. Ella también estaba siempre a su lado, dispuesta,
esperándolo. La comida y luego... Lo tenía todo. Te quiero, le susurró
él, como cada viernes. Qué más podía desear.