De
un tiempo a esta parte, quizás debido a los cambios producidos últimamente por la crisis económica (paro, desahucios, recortes salariales,
impuestos, recorte en las inversiones, etc.), crisis política (pérdida de horizontes claros y descrédito por parte de
nuestros dirigentes vs. desafección y desconfianza por parte de la ciudadanía ),
crisis moral (corrupción, hipocresía, ambición, mentiras, etc.); quizás debido al
¿nuevo? papel de los medios de información y comunicación -léase, idiotizar, adocenar, manipular, más que informar y entretener-, quizás a las nuevas
maneras de ocio que existen actualmente o quizás, insisto, al ir y venir de
las leyes de educación que, al paso que vamos, va a acabar con nuestra paciencia y nuestra confianza en el sistema fin, la realidad de nuestros niños y
adolescentes ha ido cambiado, en estos últimos años, especialmente en estos últimos meses, inexorable y considerablemente. Pero esta metamorfosis paulatina no ha sido exclusiva de la figura del joven
–sus prioridades, sus pensamientos, sus hobbies-
sino también de los grandes conceptos que han acompañado desde siempre al ser
humano: sociedad, familia, educación, trabajo, comunicación, religión... Y, como muy bien dijo un día alguien que sabe
de modificaciones y “cataclismos”, cualquier cambio supone crisis y cualquier crisis exige un cambio, entendidos estos dos términos como readaptación y/o reestructuración. Y
una crisis o un cambio, según cómo sean gestionados y canalizados pueden desembocar en oportunidad y mejora o, contrariamente,
en estancamiento y fracaso.
En
estas coordenadas actuales, en pleno siglo XXI, se encuentra el ADOLESCENTE y de todos es sabido que, por su
naturaleza y sus circunstancias, se ve poderosamente influenciado por tres
elementos claramente diferenciados y en constante evolución: FAMILIA, ESCUELA y
ENTORNO (o lo que se conoce de una manera más difusa y vaga con el nombre de
SOCIEDAD) y no precisamente en este orden de importancia. Paradójicamente,
estos tres ámbitos constituyen, en mayor o menor medida, causa activa de las
reacciones y de los cambios propios de la época adolescente pero también
“sufridores” pasivos de su comportamiento.
En primer lugar, quizás porque es
donde el joven pasa la mayor parte del día durante nueve meses, se encuentra la
escuela, único lugar y entorno en el
cual –parece ser- se deben inculcar y desarrollar los valores que hagan de esta
“personita” un hombre o una mujer de provecho, de futuro y con futuro, así como garante
exclusivo de su formación integral. Pero, ¿qué está ocurriendo allí?
Para responder esta pregunta, habría que empezar
por los cimientos: la ley o las leyes. Ciertamente, no es la única responsable de esta
situación que se está viviendo de un tiempo a esta parte, pero sí se puede
afirmar que ha influido notablemente en el desarrollo de los “acontecimientos”
para llegar a este punto ¿sin retorno? ¿Qué se puede esperar de un sistema
educativo que está deviniendo constante moneda de cambio en los programas electorales de
partidos políticos cuya permanencia en la Moncloa es su máxima aspiración? ¿Cómo es posible
que, teniendo en cuenta que los principales “sufridores” de este sistema han de
forjar el futuro de nuestro país, todavía nadie se haya percatado de la
importancia y del beneficio que supondría la existencia de unas leyes
consensuadas y pensadas siempre en aras del crecimiento y del desarrollo
intelectual, emocional y físico del niño y del adolescente; unas leyes
trabajadas desde el mismo terreno de juego –si se me permite el argot
futbolístico- por hombres y mujeres que conocen de primera mano la realidad de
las aulas, de los pasillos, de los lugares de recreo y, también, de la calle?
¿Cómo es posible que nos hagan “comulgar” con (y aplicar) unas leyes utópicas,
con unos recursos materiales y humanos –en definitiva, con unos recursos económicos, porque, no nos vamos a engañar, parece ser que todo se reduce a eso, a una simple cuestión pecuniaria- inasumibles
(por ser escasos para llevar a cabo la práctica docente con un mínimo de
profesionalidad y eficacia) o inalcanzables (por ser desmesurados y, por
consiguiente, irreales); una leyes dictadas desde unos despachos por hombres y
mujeres que dejaron el colegio hace mucho tiempo, sin contar con la opinión, el
criterio y la experiencia de maestros y profesores, psicopedagogos y padres, sin
escuchar -aunque para algunos parezca una osadía- la voz de los alumnos? ¿Cómo
se puede entender que nuestros dirigentes todavía no han caído en la cuenta de que, para que la EDUCACIÓN vuelva a ser
un pilar fundamental en nuestra sociedad y obtenga los resultados que se
esperan, tiene que estar valorada y dignificada y que eso sólo se podrá
conseguir con una política educacional estable, que vaya más allá de los
colores y las ideologías, que tenga como principal objetivo la formación
integral del niño y del adolescente y no el desprestigio y la humillación del
partido de la oposición y aspirante al poder?
Por si esto fuera poco, este baile de leyes (Pongamos desde la EGB, el BUP y el COU, hemos sufrido la LOECE, la LOGSE, la LOCE, la LOE, y ya estamos sufriendo las precuelas de la LOMCE...) poco han favorecido (ni favorecen) la labor docente y la tarea de
cualquier estudiante que se precie como tal. El clásico “enseñar deleitando”,
que tanto se defendía antaño, dio paso al método “la letra con la sangre entra”
y, en los últimos años, se fue tergiversando y viciando hasta convertirse en
“divertir y, si aprenden algo, mejor...” Aquel sistema, aún vigente y avalado por algunos,
defendido y practicado por otros compañeros de profesión y expertos en la materia, sólo ha sembrado
la desgana y la desmotivación entre los alumnos y un rechazo absoluto a la
llamada “cultura del esfuerzo”, lo que supuestamente defiende la nueva ley: disciplina, constancia, paciencia, afán
de superación, método, implicación, estudio, curiosidad, espíritu crítico, humildad
y proyección de futuro. Lástima que la quieran imponer coartando la libertad del propio gremio (vamos mal, muy mal). Con este "bailad, malditos, bailad" y con unas expectativas de futuro que pasan por marcharse al extranjero, cada vez hay menos chicos implicados, interesados y concienciados en eso que llamamos formación, investigación y profesionalización (algunos de ellos, incluso, han sido tachados por sus propios compañeros e, incluso, por
sus maestros y profesores de “raros”, “especiales”, “amargados”, “pelotas” y,
en ciertos casos, han sido convertido en clara diana del tan temido y
desgraciadamente conocido bullying –aunque para algunos sea simplemente un
hecho puntual...-). Haciendo una mera descripción objetiva de la realidad
y quizás resultando un tanto radical y pesimista, lo que predomina actualmente
en las aulas de nuestros colegios e institutos son adolescentes carentes de
interés por nada, de curiosidad, de ganas de saber, de metas, de ilusiones, de
afán de superación por lo que, ante un fracaso –un suspenso- o una negativa,
tienen pocas opciones: tirar la toalla y dedicarse a molestar a los compañeros,
boicotear la clase y amargar la vida de los profesores o tirar la toalla y
practicar el absentismo y convertirse en NINIs, “carne de cañón” poniendo en
jaque, en ambos casos, a todo el equipo docente, a los padres y a inspección y
provocando, en numerosas ocasiones, una situación de desesperación, impotencia
y rabia.
Ante este panorama, los profesores, además de
intentar transmitir unos conocimientos para que nuestros alumnos tengan un
mínimo bagaje cultural, nos vemos obligados a inculcarles –contra viento y
marea, es decir, contra el sistema, contra los propios alumnos, contra la
sociedad, contra los medios de comunicación y, en algunas ocasiones, contra la
opinión de los mismos padres - una serie de valores que parecen haber perdido
toda razón de ser por considerarse obsoletos e improductivos. No es fácil. No
está resultando nada fácil.
Y
flaco favor hace la televisión con esos programas –series, reality-shows,
concursos, “teleencierros”, talk-shows, etc.- que se han erigido en
estandartes de los nuevos valores (yo los llamaría contravalores):
dinero fácil, éxito rápido, ocio remunerado, recompensas inmediatas, mínimo
esfuerzo, culto al cuerpo, desprecio a la mente y todo un supuesto mundo de
glamour y fama –malentendida fama-, al alcance de cualquiera, que atrae a los
más jóvenes y los convierte en seres sin criterio, autómatas cuya máxima
aspiración en la vida –emulando a sus ídolos- es hacer dinero sin estudiar ni
trabajar. A modo de ejemplo, para ilustrar lo dicho anteriormente, si nos
fijamos en la “parrilla” televisiva de un día cualquiera, nos damos cuenta de
la casi total ausencia de programas atractivos y entretenidos para ojos, oídos
y mentes de niños y adolescentes que los animen a leer, a esforzarse, a
estudiar, a sacrificarse, que ayuden a desarrollar capacidades y aptitudes como
la labor en equipo y el trabajo bien hecho y que potencien cualidades como la
empatía, la solidaridad, la eficacia sin que haya por medio un cheque, una
portada de revista, una entrevista o unos minutos en lo que parece ser el pasaporte
al “estrellato”, los programas “basura”. Por no hablar de los programas informativos, en su mayoría, tendenciosos, partidistas, nada objetivos, meramente especulativos, que responden, ¡cómo no! a una ideología clara y cuya única pretensión es manipular las mentes y los pensamientos de las televidentes. Pensamiento único para hacer de nosotros lo que quieran. No pienso, luego existo (¡Si Descartes levantara la cabeza...!) Pero no es la televisión el único
medio de entretenimiento y de información de los jóvenes que, si bien no es
nociva en sí misma, se puede afirmar que sí se está utilizando de manera inapropiada. Los
videojuegos, en estos últimos años, se han erigido en “los reyes” del ocio y la
diversión –junto con el botellón y las drogas, sólo hay que ver las
estadísticas y los datos proporcionados por el Ministerio de Sanidad- y también
están provocando en nuestros niños y adolescentes una seria y grave de-formación
porque, a pesar de desarrollar habilidades y destrezas psicomotrices, están
postergando al “jugador” al ostracismo más absoluto y provocando trastornos
adictivos impidiéndole relacionarse con sus iguales con toda normalidad. Y, ¿qué
se puede decir de Internet? No cabe
duda de que es una buena y potente fuente de información, comunicación y
entretenimiento –siempre y cuando se utilice como es debido (y, para ello, son
necesarios la reflexión, el espíritu crítico y, obviamente, una serie de
conocimientos previos, veraces y serios) y sus contenidos sean tratados con
rigurosidad y corrección- pero, si no se gestiona adecuadamente (atendiendo a
la edad y las necesidades del “navegante”), puede ocasionar problemas en los
más jóvenes además de proporcionar un alud de información que, en vez de
aumentar su bagaje cultural, lo único que hace es sumir al consumidor en la desinformación
y el desconcierto. (además de todo eso, un dato más: supongo que
conocerán la página de elrincondelvago o parecidas que fomentan el plagio. Desde ellas, se puede “bajar”, imprimir y
presentar al profesor cualquier trabajo de Primaria, ESO y Bachillerato con
sólo cuatro movimientos de “ratón”. ¿Dónde quedaron las tardes de biblioteca,
las noches leyendo, redactando y corrigiendo? Sólo le veo una ventaja a esta
nueva herramienta: nos obliga, a los profesores y padres, a estar al día en
esto de las TIC para que no nos den “gato por liebre”). El WhatsApp, el Facebook,
el Twitter y demás redes sociales tampoco favorecen la “cultura del
esfuerzo”. Efectivamente, son útiles y beneficiosos si se gestionan y/o se
controlan adecuadamente pero no podemos olvidar que estos medios de
información, comunicación y diversión constituyen los paradigmas de la
inmediatez y la facilidad –por no decir de la mala escritura- (justo todo lo
contrario a lo que precisa un buen estudiante o un buen profesional)- y favorecen la creación de una realidad virtual que va cogiendo fuerza y credibilidad por momentos.
Y, ante toda esta avalancha de
estímulos, ¿quién o quiénes deben actuar cómo gestores de estas “modernas
herramientas” y, en última instancia, quién o quiénes deberían ser los
auténticos y verdaderos artífices y garantes de la educación de estos niños y
adolescentes? Sencillamente, los padres. Esos padres trabajadores,
agobiados, esclavos del reloj y las facturas, sin tiempo suficiente para
dedicarles a sus hijos (ni paciencia, en muchas ocasiones). Padres que, acuciados por los fantasmas (desgraciadamente, cada vez más cercanos y reales) del paro y de los recortes salariales, fieles
seguidores de la sociedad del bienestar o sociedad de consumo -¿existe
diferencia?-, pretenden hacer de aquello extraordinario que tuvieron de jóvenes
algo cotidiano, “normal” en la vida de sus hijos. Padres que intentan
compaginar trabajo, familia, aficiones y amistades sin mucho éxito. Padres que
luchan para proporcionar lo mejor, lo más fácil y lo más placentero a sus hijos
sin concederles la oportunidad de equivocarse o fracasar. Padres que, en su
afán de acallar sus conciencias y, de manera equivocada, inculcar a los hijos
las ganas de trabajar y aprender para, en última instancia, aprobar, equiparan
un “suficiente” o un título académico con una moto o cualquier otro regalo.
Padres que no quieren tener problemas con sus “retoños” y, por ello, no se
atreven a decir NO o a
infligir un castigo y, cuando lo hacen, se ven incapaces de mantenerlo,
entre otras razones porque decir NO al hijo supone decirse NO a uno mismo –es
lo que llamamos coherencia, algo que no siempre es fácil de mantener- y
castigar al hijo implica castigarse uno mismo –y no siempre estamos dispuesto a
sacrificarnos hasta tal punto-. Padres que, por no tener tiempo (ni, a veces,
ganas) de dialogar y pactar con sus hijos, imponen su ley o los callan con
cualquier bagatela sin permitirles que la obtengan con su propio esfuerzo y,
así, aprecien su valor. Padres que, bajo el sincero y lógico deseo “yo lo único
que quiero es que mi hijo sea feliz”, los liberan de obligaciones y deberes, de
responsabilidades y esfuerzos desautorizando las decisiones de los profesores,
desprestigiando, incluso, su labor como co-educadores y haciendo de sus hijos
(nuestros alumnos) pequeños e indómitos monstruos. Padres que utilizan el
centro escolar como un auténtico parking de
sus hijos, que ceden al colegio la responsabilidad, el deber pero también el
derecho de educar a sus hijos, pero que, paradójicamente, recriminan cualquier decisión del profesor y contaminan de
negatividad e inutilidad el placer de la lectura, la satisfacción del trabajo
bien hecho y el gozo de saber por saber aunque ello suponga tiempo, esfuerzo,
constancia y su recompensa llegue a largo plazo (si es que llega).
Y este es
el resultado: niños y adolescentes consentidos, insolentes, excesivamente
mimados, vagos, provocadores, egoístas, irrespetuosos, incívicos, caprichosos,
intolerantes, carentes de límites, con bajo umbral de frustración, prepotentes y muy conscientes de su
situación privilegiada: son, y se saben, los nuevos dioses a pesar de mostrarse
ante los mayores como víctimas de la sociedad y se aprovechan de ello aunque,
en el fondo, anhelen una figura autoritaria, un referente sin fisuras. Pero,
aunque nos pese, el problema no se acaba en la ESO y el Bachillerato. Debido a la influencia de
los cambios en el sistema educativo obligatorio y postobligatorio y,
consecuentemente, a los cambios que se están produciendo últimamente en su
concepción y organización, la
Universidad tampoco parece que esté viviendo su mejor
momento. Los niveles de exigencia y los resultados también han sufrido un
descenso considerable y los que consiguen acabar los estudios superiores
tampoco pueden garantizar una solvencia conceptual y teórica y una competencia
profesional, a pesar de esperar una gran y ascendente carrera laboral y –a modo
de ejemplo- pedir, en su primera entrevista de trabajo, como si fuera la cosa
más usual del mundo, un gran sueldo, un horario estupendo, vacaciones de 2
meses –como en el colegio y en la universidad- y unas prerrogativas (léase
móvil de empresa, coche de empresa, tarjeta de crédito, vales de restaurante)
que sólo se consiguen una vez contrastada y demostrada la valía. ¿Cómo se le
puede pedir a un joven de veintitantos años que asuma el hecho de que una buena
carrera profesional siempre empieza desde abajo, que debe ser humilde con sus
pretensiones, que debe ser respetuoso con los jefes, los compañeros y las
normas establecidas, que debe demostrar día a día sus capacidades y
habilidades, superando -con tesón y su mejor sonrisa- obstáculos y zancadillas
y que sólo con esfuerzo, trabajo, constancia, afán de superación, empatía y
sacrificio puede forjar una buena y sólida carrera profesional? ¿Cómo se puede
pretender todo eso de un joven que no lo ha aprendido e interiorizado a lo
largo de su vida como estudiante, bien porque no se lo han enseñado, bien
porque no lo ha creído necesario aplicar para la consecución de sus deseos y
necesidades, en ambos casos debido a la desidia de padres y docentes? Yendo más
allá, ¿cómo podemos confiar en el futuro de nuestro país, en nuestro propio
futuro, si depende de ellos, si ellos deben hacer posible ese futuro?
Y, ante
este panorama tan desolador y decepcionante, cabría plantearse una cuestión:
¿está todo perdido? La respuesta es NO, un tajante y rotundo NO. No todo está
perdido. Afortunadamente, todavía existen personas comprometidas con eso que llamamos EDUCACIÓN: políticos concienciados de que unas leyes bien pensadas,
consensuadas y estables constituyen la única vía para que el sistema educativo
y su comunidad tengan el lugar que se merecen en nuestra sociedad; profesores
formados, bien formados, coherentes, abiertos y convencidos de que una buena formación
humana, intelectual y emocional de los niños y adolescentes sólo se consigue
con disciplina y paciencia y que es la garantía del futuro del país; padres
responsables, valientes, implicados y conscientes de lo que supone educar a
un hijo: seriedad, coherencia y mucho amor y, por último, alumnos motivados,
curiosos, críticos y sabedores de que el aprendizaje –de conocimientos, de
hábitos y actitudes- y el desarrollo de capacidades y aptitudes es el único
camino. Este grupo de personas constituyen la esperanza para el presente y el
futuro.
¿Juventud
en cambio? ¿Juventud en crisis? Puede que sí pero nuestra obligación
-como políticos, maestros y profesores, psicólogos, padres y empresarios- es
despojar este término de sus connotaciones negativas para convertirlo en un reto
y una oportunidad de mejora y progreso. Para ello, sería
necesario y urgente dejar de divagar, de imponer, de especular, de teorizar sobre el
problema que estamos sufriendo todos. Deberíamos dejar de buscar culpables en
este ente abstracto que llamamos sociedad, deberíamos dejar de ir pasando la
pelota como si de un partido de tenis se tratara (parece que en eso consiste la política, ¿no? En vez de sacrifico y compromiso, en vez de trabajar conjuntamente por el BIEN COMÚN, un simple partido de tenis, individuo contra individuo, partido contra partido, a ver quién gana el último set). No es cuestión de señalar con
el dedo a alguien o a algo y sí de responsabilizarnos para abordar la cuestión
desde todos los ámbitos –político, administrativo, familiar, escolar, laboral,
psicológico- poniendo nombre propio a sus protagonistas. Como bien dijo un día
alguien que sabe de cambios y crisis: Deberíamos dejar de pre-ocuparnos
tanto y ocuparnos más.