Hoy, 1 de enero de 2015, después de recoger el último confeti y la última peluca de colores de la fiesta de anoche, después de guardar la vajilla y la cubertería de gala y de colocar las sobras de la cena en fiambreras, me he puesto a eller los periódicos y las revistas de la última semana. Cada año es lo mismo: listas y listas para fotografiar lo que fue, lo que pasó en el año que está a punto de finalizar. Los libros más vendidos, las películas más vistas, los destinos más visitados, los artistas más premiados e, incluso, las palabras más dichas. Una de las revistas -tildada de femenina- sacó un número especial sobre el poder femenino y las 500 españolas más influyentes. Sí, me gustó ver y leer
tanto “empoderamiento”, tanta belleza, tanto talento y tanta
sabiduría. Pero, lo siento, después de más de una semana dándole
vueltas al asunto, se impone una reflexión:
Vuelvo
la cabeza en el trabajo, en la compra, en la familia, entre los
amigos y no veo por ningún lado mujeres posando con deliciosos
vestidos, perfectamente maquilladas y peinadas, en suntuosos salones,
como si la vida les hubiera venido regalada. Y sé que no es así, sé
que detrás de tanta sonrisa impecable y en lo alto de esos tacones,
hay horas y horas de esfuerzo, miles de momentos de debilidad y unos
cuantos de fértil resiliencia; quizás haya habido también días y meses de
desierto para poder llegar hasta el objetivo del fotógrafo en cuestión. Yo, a mi
alrededor, veo mujeres, sí, muchas mujeres, pero todas sabemos que
jamás posarán para una portada ni les harán una entrevista para un
reportaje a doble página. Y, qué quieren que les diga, para mí,
que vivo a ras de suelo, quizás esas mujeres, con su trabajo o con
su manera de hacerlo, sean las más influyentes para la gran mayoría.
Sin restar mérito a las grandes científicas, las grandes
profesionales de las leyes, las grandes actrices, las grandes
políticas, las grandes periodistas y un largo etcétera de grandes,
miro a mi alrededor y hago mi particular lista de las 500 mujeres
más influyentes:
Empiezo
por mi madre, una abuela que, como la mayoría de las abuelas, ha
vuelto a trabajar a jornada completa cuidando a los nietos para que
sus hijas puedan ir a trabajar o haciéndose cargo de algunos gastos de
la casa o cocinando para todos.
Mis
hermanas, que, como la mayoría de mujeres -casadas o no- con hijos,
son auténticas ingenieras de lo doméstico, en eso que llaman
conciliación. Sin apenas tiempo para ellas (porque se lo entregan al
jefe, a los hijos, a la casa, al marido, a los padres...), se han
convertido en malabaristas en esta gran carpa que es la vida real.
Sigo con mi
doctora de cabecera que, con paciencia y a pesar de los recortes,
sigue tratándome con profesionalidad, delicadeza y tiempo
suficiente hasta el punto de convertirse en confesora, consejera,
psicóloga, confidente o, incluso, amiga.
La
tendera que, como todas las tenderas -pescatera, carnicra, frutera, etc-, se levanta a las tantas para
ir a comprar el género que, con buen tino, me aconseja cada día.
La
profesora de instituto (como yo) que se deja la piel en el aula para
inculcar un mínimo de curiosidad a sus alumnos adolescentes a la vez
que se pelea por una coma bien puesta o da consejos de cómo tratar
al sexo opuesto.
La
vendedora de la ONCE a la que cada semana me acerco para comprarle el
número y para que me contagie un poco de su optimismo y de su
particular manera de “ver” la vida.
La
señora de la limpieza, con tres hijos y su marido en paro. El único
sustento de la familia.
La
profesora de zumba que cada martes me alegra (todas somos mujeres)
con sus movimientos y me recomienda el sudor como buen antídoto contra la baja autoestima.
La
conductora del autobús que cojo cada mañana para ir a trabajar y
los “piropos” que tiene que aguantar de algunos usuarios.
La
madre de mi chico, que siempre me cuenta que, sin saber apenas leer y
escribir, sobrevivió a la miseria y a la ignorancia.
La que
lucha, desde una insignificante asociación de barrio o desde una
desconocida ONG, por la igualdad y por los derechos de las mujeres y
también, por qué no, de los hombres.
Una
alumna lesbiana, que todavía no se atreve a decírselo a sus amigas
y a sus padres.
Una
vecina que sufría maltrato y que, un buen día, desapareció. No hace mucho, al
cabo de unos meses, volví a verla en el supermercado: guapa, alegre,
sola. No todas pueden decir lo mismo.
La
abogada que lleva el divorcio de una amiga y que tiene que aguantar
las “tonterías” del marido ofendido: la justicia, la paciencia,
el saber hacer y la implacabilidad tienen su rostro.
Mis
sobrinas, mis pequeñas mujercitas, que van forjando su carácter a
golpe de experiencias (buenas y malas) y mucho amor.
Un
montón de amigas que están intentando hacerse un hueco en el mundo
de la música, del teatro, de la moda, de la interpretación, de... y
que sí, que algunas veces tirarían la toalla, pero enseguida se
ponen la pestaña y, de nuevo, manos a la obra. Como les digo yo a
mis alumnos y a ellas: tenemos derecho a la pataleta, tenemos derecho
a dar de vez en cuando un puñetazo en la mesa y cagarnos en todo
(perdonen la expresión), tenemos derecho a tropezar y a dudar, pero,
acto seguido, tenemos la obligación (moral o no) de levantarnos,
sacudir el polvo de nuestras ropas, alzar orgullosas la cabeza y
seguir caminando.
¿Sigo?
Seguro que, si me lo propusiera, llegaría a las quinientas porque
miro a mi alrededor y esas son las mujeres que yo veo: ojerosas,
cansadas, siempre de aquí para allá, con sus cuitas y sus
esperanzas, con la risa puesta o con la lágrima a punto de caer, intentando
ser madres, hijas, amigas, amantes, esposas, profesionales... Y me
tropiezo con un espejo y allí me veo yo, arrastrando mis complejos,
mis risas, mis culpas, mis dudas, mis buenos momentos y mis
aspiraciones a escritora. Pero soy yo y no me cambiaría por nadie porque, permítanme este subidón de autoestima, yo soy la persona más influyente para mí, yo soy la mujer más importante para mí: yo soy la mujer que más se admira, la que más se ayuda, la que más se gusta, la que más se quiere (ya lo decía mi madre, si no te quieres, ¿quién te va a querer?; si no quieres ayudarte, ¿quién va a poder hacerlo?; si no te gustas, ¿cómo va a gustar a los demás?)
Y no, nadie va a invitarnos a uno de esos divertidos afterwork o a una
exquisita fiesta o a un torneo deportivo o a un foro profesional o a
una presentación de algún producto importante. No, nadie va a
pedirnos que posemos ante unos focos y una cámara fotográfica
después de haber pasado por backstage. No, nadie va a ponernos un
micrófono y va a preguntarnos cómo es nuestra vida y qué hemos
hecho para llegar hasta donde hemos llegado. No, nadie va a reparar
en nuestros pequeños logros y en nuestros fracasos, aquellos que nos
hicieron crecer.
Miro a
mi alrededor y esas son las mujeres -quizás desconocidas, quizás
irrelevantes, quizás insignificantes- que me acompañan cada día,
que van dejando un poco de su sabiduría a su paso y las que, sin
ellas saberlo, ejercen una pequeña o una gran influencia sobre mí.
Son las “500” más influyentes para mí. Son
mis 500.
FELIZ 2015