miércoles, 16 de noviembre de 2011

ALGO SOBRE MI MADRE

Tengo una madre que vale un potosí (o sea, un imperio, un tesoro; vamos, que mi madre es la leche). Desde que tengo uso de razón, la recuerdo diciendo que lo que quería era tener una familia y cuidar de ella; la recuerdo completamente entregada a ese cometido de ser madre, ahí es nada. Siempre ha estado pendiente de nosotras, sus hijas, en todos los aspectos: nuestra salud (la física y la mental…), los estudios, los amigos, los novios, el trabajo… TODO. Y ahora que ya tiene nietas, ejerce otra de sus grandes pasiones, la de ser abuela. Y bien que lo hace.
Mi madre tiene muchas virtudes que, lo reconozco públicamente, en según qué situaciones -especialmente, cuando estoy premenstrual o estoy saturada de trabajo-, me sacan ligeramente de mis casillas.
Mi madre es tan prudente que, cuando tengo que ir a recogerla a su casa –mi casa de toda la vida-, para no hacerme esperar, baja al portal media hora antes. No, mamá, no bajes. Yo te llamo antes de coger el coche y te pico al interfono cuando llegue. Así, me esperas tan tranquila en casa. Pues no. ¿Pa qué? Ella, no. Ella pasa de mí y, claro, siempre –haga frío o calor, llueva o truene- me la encuentro fuera, en una esquina del portal, perfectamente arreglada, tiesa como un palo, con su bolso y su crucigrama. ¿Hace mucho que me esperas? No, hija, si acabo de bajar… ¡¡¡Farso!!! La conozco muy bien y seguro que ya hace varios, bastantes, muchos minutos que está allí, como quien no quiere la cosa. Yo insisto pero ella, erre que erre. Un día de estos, como me atrase lo más mínimo, me la voy a encontrar fosilizada, o, mejor aún, en plan cariátide griega…
Mi madre es tan precavida que es incapaz de dejar sus cosas (léase, sus eternas bolsas con el crucigrama, algún regalito para las niñas, alguna fiambrera con comida de la buena, etc., etc., etc.) en el maletero del coche, es que no quiero que luego se me olviden, y se las pone siempre entre sus piernas, en el asiento del copiloto. ¿Vas bien, mamá?, le preguntas viéndola hecha un cuatro, con sus bolsas entre las piernas retorcidas y colocadas en extrañas posiciones. No, si estoy muy cómoda… responde como acartonada, sin moverse para que el extraño tetris que ha formado por debajo de su cintura no se venga abajo.
Mi madre es tan estimulante con sus nietas que, cuando eran pequeñas y se quedaban en su casa, les hablaba constantemente y les explicaba todo lo que hacía, especialmente la comida (ahora, vamos a pelar las patatas; ahora, cortaremos las pechugas de pollo; ahora, pondremos harina en un plato…Yo creo que tienen interiorizado todo el recetario y que saldrán muy buenas cocineras). También, les ponía música para que aprendieran ritmos y más palabras. ¿Y qué canciones les pones, mamá? Pues, las de toda la vida. Qué bien, canciones populares, nanas, canciones infantiles, villancicos… Las alarmas se encendieron cuando, un buen día, le pedimos a la mayor (no tenía más de tres añitos) que cantara algo y la niña se arrancó por algo parecido a Escándalo de Raphael… Lo que yo decía, canciones de toda la vida.
Pero la virtud que me tiene más fascinada es su locuacidad y su habilidad para enlazar temas diversos (yo creo que viene de familia porque cuando se junta con sus hermanas…). Cada martes voy a comer a su casa (mi casa de toda la vida) y nada más oír el ruido de mis llaves, empieza a hablar. Yo creo que a mi madre la han suplantado por un autómata que está programado para no dejarme abrir el pico porque, si no, no lo entiendo. Sin saludar ni nada, ya oigo desde la puerta de casa algún comentario de algún miembro de la familia; a continuación y sin nexo aparente (yo ya le he dado un beso y me siento a la mesa), me cuenta lo último de su amiga Teresa; un segundo más tarde, como por arte de birlibirloque (yo estoy comiendo sin poder decir nada; juro que lo he intentado pero no me ha dejado), me menciona algo que ha visto en la tele; sin saber cómo ni por qué, pasa automáticamente a hablar de la boda. Atención, archivos en funcionamiento. ¿La boda? (¡yuhu, las primeras palabras que me deja decir!), ¿qué boda? Sí, hombre, la de la duquesa. ¡Joder! Y sin poder continuar con mi escaso diálogo, ella vuelve a cambiar de tema así, sin pausa, sin punto y aparte, sin nada de nada.¡Me río yo de los conectores y los marcadores discursivos! Toda una vida profesional intentando inculcar a mis alumnos la importancia del buen uso de los enlaces textuales para hilvanar las ideas y escribir o decir algo con sentido, bien cohesionado, y va mi madre y, pim pam pim pam, en un periquete te suelta tres, cuatro, cinco frases seguidas que, aunque no tengan ni la más mínima relación, quedan perfectamente unidas. ¡Manda narices!
Todo eso sin contar con algunos momentos especialmente difíciles, aquellos que empiezan por ¿te acuerdas de Rosita? No, mamá. Si, hombre, la del cuarto. No, mamá. Que sí, la que tiene una hija que se fue a Londres a... Que no, mamá. Seguro que sí; Rosita, la que su marido tuvo un accidente que... En este punto, con los nervios a flor de piel, se me plantean dos opciones: seguir defendiendo mi desconocimiento (que es verdad, que no la he visto en mi vida) arriesgándome a seguir con ese diálogo de auténticas besugas (las dos) o respirar hondo, mirar al techo y afirmar entusiasmada, ¡ah, sí! Rosita... Ahora caigo. Aunque, pensándolo bien, no sé qué es mejor porque, al menos, cuando le decía que no conocía a esa tal Rosita, podía abrir la boca...

PD. Por todo esto y más, te admiro y te quiero.

domingo, 13 de noviembre de 2011

CUESTIÓN DE NEURONAS

¿A qué huelen las nubes? ¿Se acuerdan? Qué utópico y retórico aquel anuncio: Ingenuas, cándidas y ¿virginales? muchachas subiendo por una escalera que les llevaba hacia el cielo. Qué inocentes, oníricas, primaverales, bucólicas –y un tanto lésbicas, ¿no?- escenas... ¡para anunciar compresas! Qué prosaico, ¿no? Y lo reconozco. Durante mucho tiempo, esas imágenes decoraron mis sueños pero, sobre todo, esa duda me persiguió y, lo que es más fuerte, me atormentó de mala manera. Buena pregunta, ¿a qué huelen las nubes? Pero, bueno, ¿es que no tenían otra cosa mejor que hacer los publicitarios esos? ¿A qué huelen las nubes? Pues, ¿a qué van a oler? ¡A nada! Menuda chorrada de anuncio. Sí, sí. Menuda chorrada pero ya me ven a mí, en aquella época, levantando la cabeza, mirando aquel océano al revés y deteniéndome en las masas algodonosas que irrumpían en ese azul infinito. ¿A qué huelen las nubes?, ¿a qué coño deben oler las nubes? Más de una/o, segurísimo, se comió el tarro intentando encontrar respuesta a tan singular pregunta; es más, a muchos –como a mí, sin ir más lejos-, esa simple y absurda interrogación les provocó un sinfín de subpreguntas. ¿Realmente, exhalan algún tipo de perfume?, ¿cambian de olor cuando lo hacen de color? porque, señores, no me lo podrán negar, no es lo mismo una nube blanca-blanca que una de color gris marengo tirando a negro. ¿A qué deben oler los nubarrones, aquellos tan negros amenazando diluvio? Yo creo que a cloaca; es el único olor que puedo asociar a esa nube. Y aquéllas que se tiñen de rojos, naranjas y amarillos, ¿a qué deben oler? Otra duda: ¿El olor disminuye cuando la nube en cuestión se va deshaciendo en el cielo? ¿Habrá diferentes tipos de olores en función del tipo de nube? ¿A qué huelen los cúmulos?, ¿y los cirros?, ¿y los estratos?, ¿y los nimbos?
Mirábamos las nubes, como iba diciendo, y convertimos aquella interrogación retórica –un simple aunque ingenioso reclamo publicitario- en una auténtica duda filosófica, una cuestión existencial. No debíamos tener muchos problemas, no, porque, ahora, no estaría yo para preguntarme a qué huelen las malditas nubes...
Ahora, no sé cuántos años después de la aparición de ese anuncio en la televisión, justo en esta época –final de trimestre, tiempo de controles, exámenes y demás pruebas para poner entre las cuerdas a miles de adolescentes- una curiosa pregunta está bombardeando constantemente mi cabeza: ¿a qué huelen las neuronas? No, no se maten intentando encontrar una respuesta convincente; tampoco se trata de ningún acertijo-reclamo, de aquéllos que están tan de moda en el mundillo de la publicidad, para vender enciclopedias o promocionar un colegio, ahora que estamos también en época de crisis de alumnos. Tampoco se trata de un apartado olvidado de la duda cartesiana. Es, simplemente, la pregunta que me formulé el otro día cuando fui a hablar con una profesora que vigilaba a toda una clase de Bachillerato que se estaba examinando de matemáticas. Verán. Primero, antes de entrar, pegué mi nariz en el recuadro de cristal de la puerta para cerciorarme de la presencia de la profesora en cuestión: chicos y chicas en plena adolescencia, perfectamente alineados en cuatro columnas de pupitres; silencio absoluto; todos escribiendo o calculando, con la cabeza gacha sobre las hojas del examen (bueno, para ser sincera, todos no; siempre hay algún “colgado/a” que se dedica a mirar por la ventana, arreglarse las uñas, mirarse las puntas del pelo o jugar con la calculadora para pasar esas dos eternas horas que dura la prueba). Chicos y chicas concentrados, inmersos en una vorágine de letras, símbolos, fórmulas, cifras y operaciones; treinta adolescentes con la maquinaria intelectual a pleno rendimiento (¿seguro?), rezumando sabiduría por todos los poros de su piel (¿me lo creo?), borrachos de conocimiento (es un decir...), deseando dar lo mejor de sí (¡si hombre!). No se oía nada. Abrí la puerta. Un movimiento de cuarenta y cinco grados de todas las cabezas pensantes delataron mi presencia. Me sentí el blanco de todas las miradas y, como un estupendo bofetón en toda la cara –al estilo Gilda-, una oleada extraña y fuertemente olorosa puso en alerta mi delicada y exquisita pituitaria. Calefacción a tope. Ventanas cerradas. Tiras de sujetador al aire, tirantes de todos los grosores, camisetas sin manga tanto en chicos como en chicas, pantalones caídos, camisetas finas pero estrechas como una segunda piel: cómo se nota que ya es primavera en el corteinglés –eso o que el calor del radiador se ha ido apoderando poco a poco del aula-. A medida que iba avanzando entre los pupitres y, como en una carrera de obstáculos, iba esquivando mochilas, bolsos, libros y carpetas que había desparramados por el suelo, en dirección a la mesa de la profesora, me percaté de un penetrante y violento tufillo. Me costó identificarlo. Enseguida, como un acto reflejo, acerqué mi nariz a mi sobaco mientras levantaba el “alerón”. No, no era yo. Menos mal. Llegué a la tarima y, después de saludar a la profesora, me quedé mirando el panorama: frentes y manos sospechosamente húmedas; de las axilas y demás partes del cuerpo no puedo hablar. ¡Uf! Perdón. Sí. Un chico levantó la mano para preguntar algo y un ligero redondel mojado apareió, por arte de magia, en la parte interior del brazo. Sin comentarios... Nerviosismo e incertidumbre a flor de piel, prisas por acabar. ¿A qué olía?, me preguntaba. Una mezcla de ese olor tan hormonal y personal de cada uno de los que estábamos allí más un cierto aroma a rancio concentrado más unos ciertos efluvios de polvo chamuscado en los radiadores más otros de sala cerrada. Pero, ¿a qué demonios olía esa clase? A todo eso, había que añadir no pequeñas dosis del olor característico de las cabelleras acartonadas con lacas, geles y gominas varias, una amalgama de flores silvestres, cítricos, maderas exóticas y almizcles procedentes de eaus, por no hablar de ese anodino e inclasificable aire que desprenden los desodorantes sin alcohol. Pero la cosa no acababa aquí. No pude evitar ver unos pies descalzos que jugueteaban con sus zapatos correspondients, una camiseta que ya había visto el día anterior; tampoco pude dejar de pensar en la sesión de gimnasia que habían tenido los chavales justo antes del examen, en alguna prenda femenina prestada sin haber dado unas vueltas en la lavadora por no mencionar otros detalles que, por respeto, voy a obviar aunque me consta que todos estamos pensando en los mismos. Seguía mirando a los chicos intentando disimular mis reacciones ante el hedor que había invadido el aula. Miré a mi colega. Siempre pasa lo mismo y no sé por qué. Los allí presentes no eran conscientes o no podían percibir el calibre de tan “estupenda” fragancia. Sólo se da cuenta el que entra, el que viene de fuera. Volví a mirar a la profesora y me señaló la nariz con un falso y ostentoso disimulo mientras un gran interrogante se dibujaba en mi entrecejo. Sonreímos. Y, sin cortarse ni un pelo, dijo en voz alta: ¿No lo sabes? ¡¡¡¡Es el olor de las neuronas!!!!