Movilidad. Eso es lo que piden las empresas cuando contratan a alguien, alguien a quien no le importe pasar días y noches fuera de su casa, lejos de su familia y de sus amigos; alguien a quien le interese visitar los aeropuertos de medio mundo y confraternizar con otras culturas -allende nuestras fronteras físicas y mentales-, otras gastronomías -atrás se quedan la tortilla de patatas y el arrocito de mamá-, otros idiomas –más allá del aiam, yuar, jiis- y otras maneras de ver la vida. Movilidad. Exacto. Es el futuro.
Mi hermana, en su momento, se fue a Irlanda a trabajar (de donde se trajo su flamante marido, algunos amigos y costumbres varias); mi otra hermana está más tiempo en hoteles y aeropuertos que en la empresa de aquí, y un amigo mío se va dentro de poco (¿o ya se ha ido? Ya te vale porque nos prometimos una fiesta brutal de despedida) a Méjico DF también a trabajar. Yo, no. Yo apenas me he movido de mi entorno y lo más cerca que he estado de ese espíritu viajero en el ámbito laboral fue cuando, trabajando para la administración, me destinaron fuera de Barcelona ciudad.
Un buen día de setiembre de un año ya lejano en mi calendario, esperando como una desesperada, me llamaron por teléfono y me dijeron que me presentara urgentemente en la delegación, que ya tenía destino para trabajar. Qué alegría. Por fin, tenía trabajo. Al llegar mi turno, me pidieron los papeles y, acto seguido, a la pregunta ¿a dónde voy?, ¿a Badalona, Hospitalet, Santa Coloma, Mataró como muy lejos?, la señora del mostrador pronunció un nombre que no había escuchado en mi vida. Y, ¿dónde está eso? Salió del mostrador y, con la punta de su bolígrafo, totalmente indiferente, señaló en el mapa de Cataluña que había colgado una palabra escrita con letras minúsculas. Joder, qué lejos estaba ese nombre del de Barcelona, escrito en letras grandes y en negrita. ¿Y qué tren se coge para llegar allí? La señora, impertérrita, no, no hay estación ni apeadero, todavía no llega el tren. Tendrás que coger el coche de línea que sale desde la Plaza Cataluña. Con un nudo en la garganta y los ojos llorosos (lo reconozco, soy muy impresionable a los impactos y a las noticias de semejante relevancia), decía que no con la cabeza, no, a mí no, había oído hablar de esos destinos que estaban en la otra punta del mapa, pero pensaban que se trataba de leyendas urbanas. ¿Yo, en un pueblo a donde ni siquiera llega el tren? Que no, que yo soy urbanita, yo soy de ciudad. Te esperan mañana por la mañana. Aquí tienes la dirección y los papeles que tienes que entregar al director. Suerte.
Después de hacer la bolsa con lo imprescindible y con muchas ganas de renunciar a esa maldita plaza, con mi madre como fiel escudera, como una pantoja más, me planté ante el poste que la empresa de autocares (los únicos que se aventuraban a llegar hasta ese lugar) había puesto en medio de la única calle que tenía ese pueblo (que coincidía, mala señal, con un trozo de la carretera nacional). Sin semáforos (cosa que me impactó bastante), sin cines ni teatros (no es que vaya cada día pero necesito saber que hay por si quiero ir alguna vez, no sé si me entienden), sin bocas de metro, sin barullo, sin gentes yendo de un lado para otro, sin apenas movimiento, sin ruidos… Yo me voy de aquí, mamá. Esto no es para mí. Con comprensión pero con determinación, mi madre se dispuso a buscar un hotel (o, en su defecto, un hostal) para pasar la primera noche. Si te gusta, te quedas, y, si no, durante esta semana buscamos un apartamentito. Total, sólo estarás unas semanas, es una baja por depresión (no me extraña…). Inaudito. No había hotel ni hostal en ese lugar que, a medida que pasaban los minutos –sólo llevábamos un par de horas-, se me iba antojando cada vez más fantasmal, tétrico casi. Al final de la calle, hay una pensión. Pregunten por la señora Eulalia. Todo en catalán, claro; no en vano estábamos en la Cataluña profunda. La señora Eulalia parecía sacada de una película de terror: alta, muy alta, toda de negro y, se lo juro, con un lunar negro en la barbilla de donde salían tres pelos negros, tiesos y largos, muy largos. La pensión iba en consonancia: oscura, antigua y fría. Me enseñó lo que iba a ser mi habitación, la salita y el baño mientras me decía que, de vez en cuando, algún que otro camionero me haría compañía. Miré a mi madre con carita de cordero degollado, no, mamá, no me dejes aquí, seré buena, prometo portarme bien, quiero volver a casa… No sirvió de nada. Con el corazón encogido y algo en la garganta que me impedía mandarlo todo a la mierda y regresar, con mi madre, a mi mundo, le dije adiós con la promesa de que estaría bien.
¡Y una porra! Mientras estaba en el instituto (uno de los mejores en los que he estado, qué instalaciones, qué programas, qué organización), ocupada dando mis clases, no tenía tiempo para pensar y todo iba bien. Pero, fuera de allí, ¡qué duro se me hizo! Todo el mundo me miraba como si fuera una extraña, la recién llegada (con el tiempo me enteré de que me llamaban “la pixapins”); todo el mundo se reía de mi forma de hablar (más de uno me preguntó por qué hablaba con la boca tan abierta… No es lo mismo el catalán cerrado que el catalán de Barcelona); todo el mundo se fijaba en mi forma de vestir (botas de tacón, pantalones de vestir y americanas, a diferencia de las botas de montaña, las camisas de cuadro y los anoraks que, por lo que se ve, estaban de moda allí…).
Durante las primeras semanas, me dormía llorando. Cómo echaba de menos mi habitación, mi casa, mi familia, mis amigos, mis calles llenas de coches, de gentes, de tiendas, de ruido, de contaminación… En el pueblo, a partir de las ocho de la tarde, ya no había nadie; las persianas, echadas; los portales, cerrados; la carretera, vacía. Sólo permanecía abierto un bar al lado de la pensión. Fue allí donde, con la llegada del frío, me acostumbré a cenar un buen vaso de colacao con galletas y fue allí donde conocí a algún camionero que, como yo, tenía que pasar la noche en esa oscura pensión tan deprimente. ¡Qué patético resultaba todo!
Con la llegada del invierno, la cosa se hizo más dura. Con el primer copo de nieve que cayó, me compré unas botazas de color rojo. No me las saqué en todo el invierno. Tanto es así que hasta los alumnos, ya con cierto cariño, me llamaban “la pixapins con botas”. Con frío, mucho frío, sin televisor y con noche cerrada a las cinco de la tarde, a la salida del trabajo iba a la biblioteca. Después de cerrar, iba al bar a tomar el colacao con galletas (mientras algún que otro caminonero de paso se tomaba su pelotazo de turno) y, luego, me metía en la habitación hasta el día siguiente. Total, que aquel año leí un montón de libros, bebí mucho colacao y dormí lo que no he dormido en toda mi vida (a falta de teléfono móvil, ordenador portátil u otros entretenimientos, mis noches eran de unas doce horas).
El viernes era mi día favorito. Lloviera, nevara, hubiera un gran vendaval o cayera una gran tormenta, la menda volvía a casa. Ese día, colgaba la ropa de montaña y aparcaba las botas rojas en el armario y me vestía como una urbanita más, cosa que provocaba toda suerte de comentarios entre los alumnos y mis compañeros. Al mediodía, acabada la jornada laboral y con la bolsa preparada, cogía el autocar de línea que me devolvía a mi mundo, a la Plaza Cataluña. Durante las primeras semanas, me esperaba mi madre y, al bajar del autocar, me abrazaba a ella gimoteando, eso es un infierno, mamá. No puedo más. Renuncio. Eso no es para mí. Y juntas nos íbamos por el Paseo de Gracia o las Ramblas, para que yo me “amorrara” a los tubos de escape de los coches, esnifara mi dosis de contaminación, sintiera el asfalto humeante bajo mis pies o me dejara abducir por las luces de neón de los comercios. Aquello sí que era lo mío. Joder, cómo lo echaba de menos.
Y así una semana tras otra.
El tiempo pasaba lentamente y las tres semanas se convirtieron, al principio, en tres meses (qué habré hecho yo para semejante tortura) y, luego, en tres meses más (bueno, en realidad, la vida de pueblo no está mal: hay más tranquilidad, se come más sano y los hábitos también se sanean) y, más tarde, en otros tres meses (no, si, al final, me va a dar pena marcharme...)
Con la llegada del buen tiempo, la cosa se hizo más liviana. Con los días más largos, después de las clases, iba a dar largos paseos entre los campos y sustituí el colacao con galletas por una cocacola y unas almendritas saladas. Mis compañeros ya me consideraban una más hasta el punto de que uno de ellos me invitó a pasar un fin de semana con su familia y allí, en su finca, aprendí a montar a caballo; otro empezó a regalarme cada viernes unos bulbos de plantas para que me las llevara a la ciudad (tuve que pedirle que me enseñara a transplantarlos y, en unas semanas, la terraza de casa ya estaba adornada de pequeñas hojas de Dios sabía qué); otro me enseñó su granja de cerdos (ya me ven a mí rodeada de puercos y con los pies hundidos en el barro. Toda una experiencia que recomiendo encarecidamente para reencontrarse con la naturaleza salvaje); otro me explicó que, cada mañana, antes de empezar las clases, ordeñaba sus vacas y llevaba la leche al bar donde yo desayunaba (ya decía yo que no sabía igual a la que tomaba en casa, la del tetrabrik). Incluso me invitó a ir a su casa a las cuatro y media de la mañana para ordeñar a Rosario, su vaca favorita. Sin comentarios. A esas alturas del curso, yo ya estaba adaptada al mundo rural pero aquello me parecía demasiado para mi alma urbanita. Otro me invitó a las fiestas patronales de mayo (lo de las fiestas del pueblo no es una leyenda urbana...). Otro me mostró cómo se recogían las hortalizas de los campos de cultivo. Lo cierto es que, con la primavera, todo fue distinto. Hasta los camioneros sonreían más. Había uno que me confesó que le gustaba mucho y que estaba dispuesto a cambiar el letrero de su cabina (aquel que todos pueden leer desde la calle, tipo “Rosi, Juanito y Rosita” o “Jesús me acompaña” o “Mi familia es lo primero”) por uno que dijera “La urbanita más encantadora” o “Lo mejor de la ciudad”. Por supuesto, me negué en rotundo y, durante unos días, dejé de ir al bar para que se olvidara de mí. Sin embargo, cada vez que pasaba por el instituto, tocaba su inconfundible bocina… (con las consiguientes reacciones por parte de los allí presentes).
Durante las últimas semanas de curso, totalmente reconciliada con el entorno y las circunstancias, volvía a Barcelona tranquila, contenta y con los mofletes colorados como una heidi (como me decía mi amiga Lola).
Así, hasta que llegó el “ansiado” final de mi aventura rural. Un libro firmado por mis compañeros, una fiesta sorpresa organizada por mis alumnos y mil invitaciones para quedarme dieron por concluido el curso, nueve meses en los que aprendí mucho sobre la vida en los pueblos, sobre la naturaleza y sobre mí misma.
Eso es lo que tiene la movilidad.
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