viernes, 16 de diciembre de 2011

CAÍDAS o VAHÍDOS


¿Se han planteado alguna vez por qué una de las cosas que provoca nuestra sonrisa, nuestra risa o nuestra carcajada son las caídas o los tropiezos ajenos? Es que somos maliciosos, no me digan que no. No hay nada que nos haga más gracia que ver a alguien caminado delante de nosotros y ser testigos privilegiados de cómo, de repente, ese alguien anónimo pisa una bolsa, se tropieza con una baldosa mal puesta o, simplemente, da un mal paso, hace un amago de caída; como puede, se reincorpora y, con toda la dignidad del mundo, sigue caminando como si no hubiera pasado nada. Y si ese alguien es conocido, ya tenemos broma para toda la semana.
¿No les ha pasado nunca? Vamos, confiésenlo. A mí, sí.
Me acuerdo del primer y único día que fui al colegio con mis primeros tacones. Tenía yo unos 16 años y un viernes al mediodía decidí ponérmelos para ir al colegio por la tarde. En aquella época, como en todos los colegios de monjas (de niñas, vaya) que tenían cerca un colegio de hermanos o curas (de niños, vaya), las inmediaciones de mi cole se convertían a las cinco de la tarde de los viernes en el lugar propicio para otear el “ganado masculino” que se acercaba a echar el lazo a alguna de las niñas. Aquel viernes con tacones, yo me quedé un rato cuchicheando con mis amigas y a los diez minutos, me despedí para irme a mi casa. Pasada una calle, me di cuenta de que, detrás de mí, como cada viernes, tenía a un grupo de chicos y me esmeré para caminar erguida y elegante sobre mis taconcitos a pesar del dolor de mis pies y de las rozaduras que intuía ya en el talón y en algún que otro dedo. Acostumbrada a ir con bambas, nunca había reparado en los adoquines, los socavones y demás peligros que ofrecía el pavimento urbano y, siendo lógicos, tampoco debía suponer ningún problema aquel viernes, por mucho tacón que llevara. Yo seguía a lo mío, concentrada en mis tacones, contoneándome ante aquel grupo de imberbes. Atención. Imperfección en el pavimento ciudadano a la vista. No pasa nada. Hay que seguir caminando. Así, con naturalidad, pisando fuerte, dominando la situación. A cincuenta metros, un pequeño agujerito de nada en la acera se me antojaba como la gran prueba de fuego para demostrar mis habilidades “taconiles” ante el grupo de chicos que iban detrás de mí charlando y bromeando (seguramente, sin haber reparado en mi presencia). No pasa nada. Solo hay que caminar, sortear los adoquines mal puestos y seguir. No pasa nada. Iba tan inmersa en esos pensamientos que, cuando llegué a la “zona de peligro”, ¡¡¡zasca!!! ¡Qué vergüenza! ¡Joder, no lo había planeado así! Lo malo no fue el tropezón. Lo malo fue ver a ese grupo de chicos partiéndose la caja ante mis propias narices. Y ni un ¿estás bien?, ¿te has hecho daño? Nada. Siguieron caminado riendo a mandíbula batiente. Serán… Después de un eterno minuto en shock tambaleándome sobre mis malditos tacones clavados entre los adoquines, me incorporé como pude, con un dolor en los tobillos que me moría, y seguí caminando, mirando disimuladamente a ambos lados para comprobar si alguien más se había divertido con mi escenita.
Y es que es inevitable. Supongo. Paseando con mi madre, mientras charlábamos tan tranquilas, de golpe y porrazo (nunca mejor dicho), me la encontré en el suelo. No sabía cómo había sucedido. La cuestión es que, en unos segundos, pasó de estar a mi altura a estar sentada en el suelo, con el culo dolorido y una expresión de desconcierto y bochorno que hizo que yo estallara en carcajadas. Mi madre, tirada en la calle y yo, sin parar de reír. Mi madre, sin poder decir nada (no sé si de la vergüenza o del impacto de la caída) y yo, apoyada en la pared, llorando de la risa. Varias personas, muy amables, se acercaron a mi madre y la ayudaron a levantarse. Yo ni siquiera había pensado en ella. ¿Está bien, señora? ¿Se ha hecho mucho daño? No sé qué me ha pasado. Me he sentido mareada, no sé, decía en plan dama de las camelias. Nada, he tenido un vahído…, seguía diciendo mi madre mientras se sacudía con elegancia la ropa. Gracias, gracias. No es nada. Ya estoy bien. Mamá, ¿un mareo? Mis risas dieron paso a la preocupación. ¿Quieres que vayamos al médico? ¡Qué mareo ni qué leches! ¡Que he pisado una jodida bolsa de plástico…! Anda, vámonos de aquí (no hace falta decir que nos alejamos del lugar aguantando la risa) Por cierto, gracias por morirte de risa a mi costa, ¿eh?
Yo también he aprendido a llevar las caídas con dignidad y prestancia. Cada vez que me pasa (va por rachas), suelto un ¡coño, que me caigo!, miro a mi alrededor y, si veo a alguien reprimiendo la risa, le digo no se agobie, ríase que para eso estamos las patosas.
Ayer mismo, después de hacer unas compras, iba caminado por una plaza donde había varios niños jugando a la pelota. Vi cómo un balón se acercaba lentamente hacia mí mientras una voz infantil gritaba ¡La pelota! ¡Cuidado! La pelota se estaba acercando peligrosamente hacia mí. Pero está todo controlado. Veo la pelota, sólo tengo que esquivarla y ya está. ¡La pelota! ¡Cuidado! Vuelvo a escuchar los gritos alarmante de los niños. Mi pensamiento se rebela: ¿Quién se han creído que son? ¡Ya he visto la pelota! ¡Ni que fuera una anciana, joder! Pues no sé qué coño hice que justo al querer esquivarla la pisé y me pegué una leche de las que hacen historia. Ya me ven a mí sentada en el suelo con la pelota entre mis piernas y las bolsas desparramadas, rodeada de críos con rostros preocupados y preguntándome señora, ¿está bien?, ¿se ha hecho daño, señora? ¿¿¿¡¡¡¡Señora????!!!! ¡¡Lo que me faltaba!! Me acordé de la madre de aquellos niños y de la mía propia. No podía decir que había tenido un vahído. Simplemente, me limité a decir que no había sido nada mientras notaba las rodillas y los tobillos estallar de dolor. Me levanté como pude y me fui. Sólo había sido un pequeño contratiempo y, gracias a Dios, nadie se había reído. Lástima que, al alejarme, oí cómo uno de los niños le decía o otro: como se entere mi padre, me la voy a cargar. Siempre me dice que hay que tener cuidado con las señoras mayores…