Sí, ya lo sé, otra
columna sobre el fin de año, otra reflexión acerca de las últimas
horas de estos 365 que pronto se acaban y otra lista de proyectos
para llevar a cabo en los próximos 365 días que pronto empezarán.
Pero es que resulta inevitable dejarse llevar por el mágico influjo
que ejercen estos últimos momentos del año que ya tocan a su fin;
resulta imposible no echar la vista atrás y volver a la misma
ceremonia de ritos y retos que supuso el fin de año del año pasado
y plantearse la fatídica pregunta: de todo lo que me propuse
mientras brindaba por el nuevo año, ¿qué he cumplido? Pues no, yo
no voy a hacer balance ni introspección ni nada que se le parezca.
¡No soy tan masoca! No pienso recrearme en mi vagancia o en mi
pereza o en mi pasotismo ante esos buenos propósitos que, de manera
despiadada e inexorable, me planteé cuando llegó el 1 de enero de
2012 (y, para qué engañarnos, el de 2011, el de 2010, el de 2009,
el de 2008 y así ad infinitum. Tampoco voy a flagelarme pensando en
el también maldito 1 de setiembre, cuando, después de unas
vacaciones llenas de veladas hasta el amanecer, cervezas y tintos de
verano hasta la saciedad, ocio hasta el aburrimiento, empezó el
curso escolar o laboral y me vi literalmente ahogada por los
horarios, las obligaciones y la férrea disciplina, y aquellos firmes
proyectos -apuntarme e ir al gimnasio, estar más con la familia,
cuidar más mi casa, escribir más, leer más, llamar más a mis
amigos, apuntarme a inglés, no comer tanto, etc., etc., etc.- se
fueron diluyendo por el desagüe de mi voluntad (mejor dicho, de mi
falta de voluntad).
A pesar de todo, y
sabiendo y aceptando que el hombre es el único animal que tropieza
no sólo dos veces con la misma piedra, estoy segura de que este fin
de año volveremos a caer en los mismos rituales y volveremos a
formular los mismos propósitos de cada años. A saber:
El día 31 empieza con un brunch en el Universal del Mercado de la Boquería: huevos fritos con foie y una copa de cava (para mí, la mejor manera de empezar el último día del año, un brindis mi chico y yo por todo lo que nos ha pasado y todo lo que nos pasará juntos... Ser lo recomiendo); a ese momento único y especial le sigue la
compra de las últimas viandas necesarias para el gran ritual
atávico, la cena de fin de año, que, por cierto, organizo yo en mi
casa (pero por qué no estaré calladita...). Desde hace unos años,
lo mismo, pa qué cambiar: de entrantes, buen jamón de bellota,
pulpo a feira, canapés de salmón y sucedáneo de caviar, croquetas
de boletus y foie, gambas rojas a la plancha y algo de verde. El
plato estrella será este año caldereta de bogavante. Piña natural
y sorbete de limón, de postre y la consabida bandeja de turrones,
polvorones, mazapanes, neulas, frutos secos y bombones. Vinos, cavas
y las uvas, que no falten. Durante la mañana, entre las compras y el
trajín en la casa, estoy tranquila, pero, después de comer y a
medida que avanza la tarde, me voy poniendo cada vez más nerviosa.
¿Y quién lo paga? Pues quién va ser, el cocinero que ya está
entre ollas y pucheros cortando los bichejos esos y haciendo el
suquet de pescado. Mientras, yo estoy organizando el salón: muevo el
sofá de lado, aparto la mesita, cambio la lámpara de sitio, barro y
abro la mesa. Me gusta decorarla en tonos morados y dorados con
velas grandes y cintas, con purpurina sobre el mantel y los platos,
las servilletas, a juego, colocadas en las copas como si fueran
candelabros a punto de encenderse, y más velas, y algún que otro
detallito para cada uno de los invitados, y más velas (¿les he
dicho que me encantan las velas?). Me alejo de la mesa unos pasos,
enciendo la lámpara del techo. Está todo perfecto. Con tanta
decoración, no cabe ni un plato pero la mesa está preciosa, parece
una de esas mesas que aparecen en los reportajes navideños del Hola.
Me siento orgullosa. Son las siete y media de la tarde. Los invitados
llegarán a partir de las nueve y yo todavía no me he arreglado ni
he hecho los canapés. Entro en la cocina. Por el amor de Dios, ¿qué
ha pasado aquí? Una pata de pulpo asomando por una olla; en otra, el
suquet ya está haciendo chupchup y está llenando la cocina de
vapor; oteo en el horizonte una pared manchada de tomate (¿pero por
qué el sofrito siempre deja huella?) y un montón de platos por
fregar (¿pero por qué no va fregando los utensilios a medida que
los va utilizando? No sé, quizás así la cocina no acabe hecha un
asco, ¿no?, un asco que siempre acabo limpiando yo, no por nada).
Cariño, ¿te ayudo?, le pregunto asomando la cabeza, si quieres, tú,
cocina, y yo voy fregando, ¿vale? No, de esto me encargo yo. Me echo
a temblar y le insinúo, bueno, no, le digo intentando disimular ya
mi mala leche y mis nervios, que ponga papel de periódico en el
suelo para que no acabe como un cuadro de Miquel Barceló, lleno de
manchas de tomate y pinceladas de aceite, de suquet, un trozo de
cebolla pisado o unas gotas de cerveza (la que ya está bebiendo
siguiendo la máxima de que un cocinero siempre debe estar hidratado
en la cocina; a saber de dónde la ha sacado). Dúchate y arréglate,
que cuando yo acabe aquí, te pones tú con el resto y yo me ducho.
Buena idea, a ver si me
relajo con el agua caliente. Me ducho, me unto de cremas y empieza mi
ritual: me tengo que poner alrededor de la cadera y tapando el
ombligo una cinta de color rojo con un lacito verde y otro azul. Mi
madre nos la hizo hace muchos años para que nos diera suerte, salud
y amor. Lo malo es que, con el paso de los años, mis curvas han
aumentado y mi diámetro también. Apenas puedo atarme la cinta y,
por supuesto, y no tapa mi ombligo. Me la pongo como puedo, vamos,
con un imperdible y se sube hasta la cintura. No me pongo bragas
rojas pero sí algún pañuelo del mismo color. Me maquillo con
polvos de oro y me enjoyo a más no poder. Dicen que el oro atrae la
riqueza y el dinero. Por mí, que no quede. Un vestidito negro,
sencillito, medias y taconazos. No lo he leído en ningún sitio
pero, a mí, los taconazos me dan seguridad y confianza, ideal para
el tránsito de un año a otro. Abro las ventanas. La ropa, recogida
y la cama, con sábanas limpias y bien hecha. Dicen que, así, se van
los malos espíritus y los buenos se quedan. Paso por el salón y me
detengo frente a la mesa, perfectamente ornamentada. Hacemos muy
buena pareja: ella, de morado y dorado; yo, de negro y dorado (bueno,
y el detalle de color rojo). Me apoyo de manera indolente, cojo una
copa de cava y brindo frente a la puerta de la terraza, sonriendo,
como si fuera la mismísima Isabel Preysler. Pero, ¿se puede saber
qué estás haciendo?, me dice una voz desde la puerta de la cocina,
anda, vamos, que ya son las ocho y media. Joder, ya me ha fastidiado
mi posado para la prensa. Sólo quedan los canapés. Lo he recogido
todo para que estés más cómoda. Abro la puerta de la cocina y
¡¡¡horreaur!!!! Vale, sí, lo reconozco, dicen que la intención
es lo que cuenta. Ha hecho un conato de limpieza pero mi poderosa y
maquiavélica visión ya ha detectado una mancha en el mármol y
restos de suquet en la olla supuestamente lavada. Sólo ha pasado una
bayeta por la vitrocerámica. Creo que todavía no sabe cuál es el
producto especial para este tipo de cocina. Mañana, sin falta, se lo
digo. Los papeles de periódico todavía están en el suelo, lo que
significa que no lo ha fregado. ¡¡¡¡Arggggg!!!! Respiro
profundamente y, mientras paseo con mis taconazos por la alfombra de
rotativos, detecto un delicioso aroma a caldereta de bogavante y a
pulpo gallego. El jodido cocina como los ángeles. En el fondo, lo
adoro pero hay veces que... Bandeja de canapés, lista. Bandeja de
turrones, preparada. Las velas, encendidas. Todo está en su sitio.
Va a ser una gran noche. Como todas las del 31 de diciembre.
Las nueve y ya suena el
timbre. Los invitados van llegando: mi madre envuelta en lamé dorado
y lentejuelas del mismo color; parece una burbuja de Freixanet. Mi
hermana con su marido y los carritos de sus dos hijos pequeños. Ya
me ha avisado que el bebé está malito y que tiene vómitos. Me pide
disculpas por si mancha algo... No pasa nada. La madre del cocinero
con su novio. La hermana del cocinero. La hija del cocinero y su
amiga. Ya son bastantes. Les ha encantado la mesa pero se chupan los
dedos con la cena que hemos preparado. Todo está saliendo a las mil
maravillas: mi suegra, que todavía me llama chochete; mi madre,
dándole al vino y cantando canciones de Raphael; mi sobrino pequeño,
que ya ha vomitado y ha dejado su impronta en la pared de la
habitación; la joven que ya no sabe disimular con su amiga; mi
cuñada, hablando de sus sesiones con el psicólogo; mi cuñado,
explicando con su castellano irlandés sus descubrimientos en
neurología; mi hermana, poniéndose morada de gambas; mi cocinero
favorito, que ya ha roto una copa -como siempre-., dándole al pulpo
y al vino y yo, intentando que todas las velas sigan encendidas y
llevando y trayendo platos. Queda un cuarto de hora para las doce de
la noche. Mi madre, con su "chispa", nos da las últimas
instrucciones para despedir el año viejo y recibir el nuevo año: un
plato de lentejas para comer después de las uvas, un billete
envolviendo la patilla de las gafas, un anillo de oro en la copa de
cava, una vela roja encendida (¿¿¿otra???), algo rojo cerca de la
piel. Todos con la bolsa de cotillón en las manos y mirando
fijamente a la tele. La bola del reloj empieza a caer lentamente.
Esto ya se acaba. Me refiero al 2012. Atención. Prohibido hacer el
tonto, no vayamos a confundir las campanadas de los cuartos. ¿Cuál
será el primer anuncio del año? ¡¡¡¡Ssshhhh!!! Callarse, que no
se oyen las campanadas. Tú, no comas todavía, que trae mala suerte.
¿Tenéis pensados los deseos para este 2013? Que te calles, que no
oigo. ¡UNA! Y el primer grano de uva ya en la boca. ¡DOS! ¿Qué
nos deparará este nuevo año? ¡TRES! ¡Ahhhh! Se me olvidó pelar
la uva y quitar los granos. ¡CUATRO! Este año tampoco me ha ido tan
mal. ¡CINCO! La uva se empieza a acumular en la boca. ¡SEIS! Miro a
mi hermana y me echo a reír. ¡SIETE! Virgencita, que me quede como
estoy. ¡OCHO! Trabajo y salud para todos. ¡NUEVE! Ya no me caben
más. ¡DIEZ! Y amor y humor y esperanza. ¡ONCE! No puedo tragar.
Creo que voy a vomitar. ¡DOCE! ¡Pa dentro! ¡¡¡¡FELIZ AÑO
2013!!!!! Abrazos, besos, más abrazos, más besos y una cucharada de
lentejas de lata. Ahora sí que voy a vomitar...
PD. Voy al lavabo a
lavarme un poco la boca. La tengo pringosa de mosto y de lentejas.
Mientras me pinto de nuevo los labios, veo reflejado en el espejo
algo que no debería estar allí, sobre el radiador. Lo cojo. Son
unos gayumbos. ¡¡¡Por favor!!! ¿Los habrá visto alguien? ¡Qué
bochorno! Los guardo rápidamente en un cajón. Vuelvo a mirarme en
el espejo. Sonrío. Me guiño un ojo. Y me lanzo un beso. Como la
Preysler.
No hay comentarios:
Publicar un comentario