Aquí estoy: de nuevo,
haciendo la maleta. Me voy de puente de Todos los Santos o de
Difuntos o de Halloween (que ya lo he escuchado, el puente de
“jalougüin”, manda narices con la influencia extranjera).
Pues eso. Lo dicho. Que me voy, que no me voy a disfrazar, que voy a encontrarme con la tradición de estos días. Vamos, que me han pillado preparando mi fin de semana
largo, seleccionando la ropa que me voy a poner seguro y la ropa "por-si"... por si llueve (aunque he consultado mil veces la web del tiempo
y sí, va a llover, seguro. Entonces, ¿por qué demonios no pongo
esa ropa con la que me voy a poner sí o sí y quito otra? Yo no. Yo
necesito llevarme medio armario para estar tranquila en el viaje: por si llueve, por si hace sol, por si hace demasiado frío, por si nieva... Si,
total, sólo van a ser cuatro días. Si se me olvida algo, ya lo
compraré por ahí. Tampoco me voy a la otra punta del mundo ni a un
lugar remoto ni desértico ni dejado de la mano de Dios. Si sólo me
voy al norte y está claro que ahí donde voy a ir habrá alguna
tienda que otra, ¿no? Vamos, solo por si acaso. Pues, no, no pienso olvidarme nada. Me llevaré la misma maleta que cuando salgo para
quince días o más. Porque la ropa va a ser de otoño o de invierno y ocupa el doble que la ropa de verano. Porque me voy a llevar tres
pares de botas; es que no me gusta repetir.
Y, además, ¿y si
llueve? ¡Ah, bueno! Es verdad, que hemos quedado que va a llover
seguro. Que no se me olvide el chubasquero y las botas de agua. Y, encima, hay que añadir el neceser. Me llevo el mismo neceser
para tres días que para quince. Veamos: tónico facial,
algodoncillos para la cara, crema antibolsas y antiojeras, crema
hidratante, antiarrugas y coloreante (tres propiedades en una sola
crema. A eso yo le llamo progreso e innovación; lo demás son
tonterías); sérum para la noche. ¿Qué más? Crema corporal
hidratante y reafirmante; otra crema para las manos y otra, para los
pies; desodorante y perfume. Y menos mal que este mes ya he tenido la
regla que si no... Más cosas: un pequeño botiquín: pastillas
cremagrasas y aspirinas. Las primeras porque los puentes son para
descubrir y disfrutar la gastronomía del lugar. Lo siento pero yo le veo así: ademá de la arquitectura, la naturaleza y la tradión religiosa y/o pagana, yo voy a comer. Ya lo he dicho. Las aspirinas son para las
posibles y probables resacas que tenga debido a los caldos y
espíritus también propios del liugar. Porque también voy a beber. Y es que llevo cuatro días
haciendo dieta estricta con un solo fin: postres exclusivos de esta
época del año, licores y bebidas espírituosas, vinos tintos, castañas,
panallets, chuletones varios, setas, pan de pueblo, embutidos de la
zona. ¿Sigo? Se me está haciendo la boca agua... Es que, para mí, estos
días son los mejores de la época invernal: llegan los primeros
fríos y, después de este largo verano que hemos vivido, me apetece
mucho enfundarme los jerseys gordos de lana y los pantalones de pana, calzarme las botas con
suaves calcetines, me encanta encasquetarme el gorro y ponerme los
echarpes de cachemira. Necesito un edredón y un pijama de franela. Y
atavida con mi kit barbie montaña o barbie capital de provincias
(que para mí es lo mismo), me muero por perderme en uno de esos
bosques del norte donde los colores adquieren vida y toman forma: la
de las hojas, la de los troncos, la de los caminos, la de los
tejados. Quiero ver, de nuevo, cómo el verde va dando paso, lentamente, sin prisa pero sin pausa, a los rojos, los amarillos, los teja, los naranjas, los marrones, estos son los colores
del otoño (joder, que me estoy pareciendo al corteinglés).
Pero es
que es cierto. El gris de la ciudad, apagado, serio, impersonal, a unos cuantos quilómetros de distnci, se
vuelve rojizo brillante, vivo, muy vivo. No hay nada como dejarse
envolver por esos paisajes eternos y salvajes en los que cada paso es
un decubrimiento, una nueva tonalidad, un nuevo aroma. Yo soy
urbanita, lo reconozco, nunca lo he ocultado, me encantan las grandes
avenidas, las tiendas, el ruido, las prisas, el tráfico, pero, de
vez en cuando, solo de vez en cuando, necesito romper con todo,
necesito alejarme de la urbe y adentrarme en esas selvas norteñas y
dejarme llevar por el silencio, la luz y el sosiego;
necesito
escuchar el crujir de las hojas secas bajo mis pies o el sonido del viento frío sobre mi cabeza; necesito ver madera y musgo, oler a húmedo y a tierra y a bosque; necesito tocar la naturaleza; necesito recorrer calles ancestrales cubiertas de ancestrales piedras, entrar
en alguna pequeña iglesia y oler a cera y a incienso, visitar algún cementerio de pueblo y recordar a mis muertos o sentarme en
la plaza y observar. Solo eso. Pero, venga, sí, lo confieso, lo que
más me gusta es, después de una caminata por esos andurriales (no
más de dos horas no vayan a pensar mal, ¿eh?) es entrar en el casino o
en el bar del pueblo, sentarme a una mesa de madera junto a los
lugareños que beben su chatito de vino mientras intentan arreglar
el mundo, y preguntar al viejo camarero si tienen algo para comer. Y
justo, en este momento, empiezo a escuchar las trompetas celestiales:
“Pues precisamente nos han llegado unos chuletones de buey para
chuparse los dedos”. Empiezo a relamerme los labios. “Si lo
desean, lo podemos acompañar de unos níscalos que prepara mi mujer,
que son los mejores de la comarca”. Dios, cómo estoy disfrutando
con esas sagradas palabras. “Para beber, tenemos un vino con cuerpo
de una bodega de aquí cerca”. Ay, que estoy llegando al éxtasis.
“Y de postre, por supuesto, las natillas caseras que hace mi hija
para rendir homenaje a los muertos. ¡A los muertos! Pues menos mal... Están deliciosas, sobre todo si
las acompañan con el vino dulce que preparamos aquí mismo”. Miro al
hombre embelesada. Estoy en el cielo. Miro a mi chico (sí, el que ha aguantado mi
maleta "por-si", el que ha aceptado mi enorme neceser, el que ha escuchado con resignación mis cantos a los colores de la
naturaleza otoñal, el que me ha hecho mil fotos en medio de tanto verde y rojo. Si es que no me lo merezco). Sonrío diciendo que
sí a todo. ¿A qué estamos esperando?
Lo dicho. Vuelvo al norte. No hay nada más que contar. Bueno, sí. Que se lo cuento a la vuelta.
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