Y, cuando viera una o un , ¿cómo los habría llamado?
Qué delicioso y utópico enigma. ¿Qué
ocurrió realmente en la cabeza de aquel mago para que se produjera
esa singular y fértil simbiosis gracias a la cual quedaban unidos
para siempre el hombre y el resto de todo lo que existía a su
alrededor, esa eterna ligazón entre la humanidad y el mundo, la
realidad?
Más.
¿Qué debió maquinar aquel ser clarividente y privilegiado u otro,
no sé, para que esa realidad, árbol, luna, sol, nube, se plasmaran
en una piedra, en un pergamino o en una hoja de papel con formas
extrañas, redondeadas, rectas, alargadas o chatas (las letras) y que
esas formas caprichosas se pronunciaran de una manera particular
hasta que pudiéramos decir “árbol”?
¿Quién
fue, eh, el que empezó a poner orden en el universo adjudicando un
nombre, una palabra, a cada uno de los elementos que existían en él?
Tremendo
misterio.
Pero
la cosa no se quedó aquí. Alguien puede pensar que es fácil poner
palabra a lo que vemos o captamos a través de los sentidos, pero,
¿qué pasa con aquello que no se ve pero se siente, a aquello que se
experimenta debajo de la piel? ¿Quién tuvo la ocurrencia de llamar
amor al amor, nostalgia a la nostalgia, rabia a la rabia o
incertidumbre a la incertidumbre? ¿Quién? ¿Qué rocambolesco
método utilizó para nombrar a los sentimientos o a los
pensamientos? ¿Quién fue el osado que propugnó que todo aquello
que pasaba por la mente, por el alma, podía sacarlo a través de
aquello que llamamos palabra? ¿Quién llamó palabra a la palabra?
Y
en esa diatriba me encuentro cuando alguien me dice que hemos
celebrado ya 3oo años de la Real Academia de la Lengua Española.
Qué espléndida coincidencia para seguir hablando de las palabras y,
por extensión, de la lengua. Porque si alguien las inventó (y creo
que esta intriga nos acompañará hasta el final de los días),
alguien también tiene que velar por tan tamaño descubrimiento. Y
esa es la razón de ser de la RAE: cuidar las palabras, mantenerlas
vivas, sacarles el brillo que se merecen, protegerlas de devastadoras
modas y modos, procurar que sigan ahí, con toda su magia y con todo
su esplendor.
Pero
no nos engañemos, la RAE somos todos; somos nosotros mismos, los que
hablamos, los que escribimos, los que nos comunicamos, los que
debemos velar por ellas, los que debemos valorarlas (¿cómo?
Admitiendo que son ellas y sólo ellas (y por extensión, las frases,
los textos) las que nos permiten trazar ese camino bidireccional
entre lo que pasa dentro de uno y lo que ocurre fuera de uno; es esa
vía en doble sentido, ese cordón umbilical que nos une al mundo de
una manera especial, concreta, misteriosa, y lo que une el mundo a
nosotros. Es perfecto. Pero, además, somos nosotros los que debemos
respetarlas (¿cómo? Para empezar, escribiéndolas y pronunciándolas
correctamente. Las palabras son así, con sus acentos, sus haches y
sus uves, sus diéresis y sus y griegas. No tienen ningún secreto.
Cuando dejamos de escribirlas de esa manera en que fueron creadas,
dejan de ser esas palabras, ya no designan esa realidad a la que
queremos referirnos. Es así de sencillo); somos nosotros los que
debemos cuidarlas (¿cómo? Utilizándolas de manera adecuada según
convengan, sin pervertirlas, sin manipularlas, sin manosearlas, sin
menoscabarlas). En definitiva, somos nosotros, los que hablamos y
escribimos, es decir, todo, absolutamente todos nosotros, los que
debemos preservarlas (¿cómo? Teniéndolas en cuenta, a todas;
buscándoles el momento idóneo para utilizarlas en nuestra vida),
como si de auténticas joyas se tratara.
Precisamente,
cuando estoy hablando de utlizar todo nuestro léxico, que es mucho y
variado, me acuerdo de unas palabras que pronunció un día Saramago:
“Vivimos con menos de 300 palabras”. Qué tristeza. Qué desazón
reducir el vasto universo a sólo 300 palabras. Qué pobreza. Pero,
desgraciadamente, tiene razón. Y con menos palabras viven algunos,
diría yo. Y no nos damos cuenta de lo que ello significa: 300
palabras son muy pocas para expresar todo lo que tenemos dentro:
nuestros anhelos, nuestras pesadillas, nuestros miedos, nuestras
esperanzas. 300 palabras no es nada para ver todo lo que nuestros
ojos ven, lo que nuestras manos pueden tocar, lo que nuestros oídos
pueden escuchar. 300 palabras. ¿Qué son 300 palabras? Nada,
absolutamente nada ante la cantidad de términos y vocablos que se
han ido forjando a lo largo de la historia como fiel testimonio de
eso, de nuestra Historia: palabras precisas, exactas, bellas. Sí, ya
sé que alguien dirá que para qué se necesitan más si ya nos
entendemos, si ya nos comunicamos. ¿Para qué más palabras?
Simplemente, para decir exactamente aquello que queremos decir, ni
más ni menos; para expresar con precisión aquellos que queremos,
aquello que pensamos, aquello que sentimos, aquello que deseamos.
Simplemente, para no volver a las cavernas y acabar siendo animales
que se comunican con sonidos guturales o gestos instintivos.
Simplemente, debemos utilizar las palabras para no dejar de ser
humanos.
¡Ah!
Y para que aquel loco genio que nombró por primera vez el mundo crea
(aunque algunos de nuestros alumnos estén convencidos de que les
está amargando la vida…) que su magia valió la pena...
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