A ver si lo tengo todo: estuche nuevo, serio pero informal; bolígrafos diversos, tipp-ex, lápiz, goma, sacapuntas y un subrayador fluorescente; una agenda con mi horario nuevo, una carpeta y una libreta. Todo nuevo. ¿Qué más? La ropa. Muy importante, sí señor. Dicen que la primera impresión es lo que cuenta, sobre todo cuando se trata del primer día de clase y, todavía más, cuando es tu primer día en el instituto nuevo. Yo, que vengo de un colegio de pago, de monjas, no tengo ni idea de cómo pueden ser los profesores y los alumnos de un instituto pero me queda poco para averiguarlo.
Ante las puertas del nuevo instituto, me tengo que cerrar la boca con la mano y parpadear disimuladamente para que nadie note mi sorpresa: recinto completamente enrejado, dos coches de policía en ambas esquinas del edificio, un gorila disfrazado de guardia de seguridad en la puerta. Pero, ¿dónde estoy, en mi insti nuevo o en Guántanamo? Atravieso con aparente normalidad la entrada y me dirijo con supuesto paso firme hacia la secretaría entre murmullos, miradas y dedos acusadores. Me presento y enseguida sale el director a mi encuentro. Me va a llevar a mi aula. Chicos, un poquito de silencio. Luis, baja los pies de la mesa, por favor. Bien, os presento a vuestra nueva profesora y tutora este curso que empieza. Y, antes de que dijera mi nombre y continuara con la presentación, se oye un rotundo y claro ¡¡con razón olía yo a “xoxo” nuevo!! –cierren la boca porque yo todavía la tengo abierta del estupor que me provocó ese comentario-. Busco, nerviosa, la mirada agresiva y castigadora del director pero, como si hubiera oído llover, el hombre continúa impertérrito con el protocolo. Bueno, que te vaya bien. Son todo tuyos. Buena suerte. ¿Así?, ¿sin más?, ¿ya está?, ¿eso es todo?, ¿ni un consejo?, ¿ni siquiera una bronca para el autor de tan flamante bienvenida?
Veinticinco alumnos, todo chicos, grandes como armarios, con monos azules y uñas negras, estudiantes de cuarto curso de automoción, con altos niveles de testosterona y con profesora nueva. ¿A éstos les iba yo a enseñar el complemento directo, los autores más importantes del Renacimiento o cómo hacer un buen comentario de texto? Lo tengo claro, pero no perdamos la esperanza. Paso lista para ir asociando caras con nombres y a cada apellido, en vez del típico y tópico “yo” o “presente” o “aquí” o simplemente una mano levantada, oigo por respuesta una palabra soez, un taco o una grosería haciendo un bonito pareado, eso sí. ¿Qué hago?, ¿me cabreo como una mona convirtiéndome en el blanco perfecto de sus bromas y demás comentarios machistas y soeces y paso un curso amargada y atemorizada o, contrariamente, paso de ellos e, incluso, les río la gracia? Opto por lo segundo y la grosería se convierte automáticamente en sorpresa.
Uno a cero.
Empiezo a explicar el programa de la asignatura, la dinámica de los exámenes, las lecturas obligatorias, la manera de evaluar, las fiestas, las vacaciones y, entre comentarios de desaprobación y desánimo -cosa normal en todos los centros docentes el primer día, bueno, todos los días, no nos vamos a engañar-, un alumno, que parece el líder del grupo, no deja de mirarme con ojos retadores, haciendo movimientos obscenos con el boli que tiene entre los labios. Me lo quedo mirando fijamente mientras sigo explicando y paseándome entre los pasillos de los pupitres. Es un truco infalible, no falla. Lo aplicaba, siempre que era necesario, entre mis alumnas del colegio de monjas cuando hacía alguna sustitución mientras estudiaba y siempre daba resultado. Mis ojos la fulminaban y la charlatana de turno se callaba arrepentida y avergonzada de su osadía: hablar en clase. ¡Cómo han cambiado los tiempos! A lo que iba: Silencio estudiado con premeditación, alevosía y nocturnidad; mirada calculadora, desafiante, rostro serio y profesional. El chico permanece callado, mirándome. Ya lo tengo dominado, qué buena soy. Recostado en la silla, con las piernas abiertas, sigue jugueteando lascivamente con el boli y empieza a tocarse el paquete mientras deja ir un qué pasa, tía, ¿quieres rollo o qué?
Uno a uno.
Mucho absentismo en mis clases. Estaba claro que les importaban un rábano los complementos del verbo, las conjugaciones y quién había escrito qué, en qué época y en qué lugar. Me las tenía que ingeniar para captar su atención y no me importa reconocer que, para conseguirlo, utilizaba recursos poco frecuentes. Analizábamos canciones de moda, que les gustaran a ellos, por supuesto. Ya me ven a mí, en casa, “diseccionando” las letras de Extremoduro, La Polla Record y grupos así, un tanto marginales y alternativos. Ya me hubiera gustado poner mis grupos y cantantes favoritos, ya, Sergio Dalma, Spandau, Miguel Bosé pero creo que eso habría supuesto mi defenestración total. Veíamos películas para estudiar la lengua oral, los argots y registros coloquiales y les explicaba los cotilleos de los diferentes escritores y las épocas que estaban contemplados en el programa. En una de esas clases magistrales, preparadas a conciencia y con todo el rigor y la profesionalidad del mundo, estaba yo explicando que Cervantes se había quedado manco y que, con esa única mano, escribió la obra más grande e importante de todo el panorama literario español y universal. ¡¿¡Y cómo se la machacaba!?! –sin comentarios-. Y, mientras impartía como podía mi clase y aguantaba las interrupciones de toda índole de mis queridos alumnos, había uno que no dejaba de mirar por la ventana. Parecía tímido, serio, diferente a los demás que no paraban de decir tonterías. Yo tampoco le decía nada –¿qué quieren que les diga? No era muy pedagógico que digamos pero, al menos, no molestaba-. Hasta que, un día, en mitad de la explicación, se levanta, abre la ventana y empieza a vociferar: ¡Eh, la de las tetas grandes, en la cocina es donde deberías estar, o en la cama. Acuérdate, zorra, las tres efes, fregar, freír y follar! Por supuesto, al resto de los compañeros les faltó tiempo para asomarse a la ventana y lanzar lindezas más elegantes y exquisitas. Les juro que jamás había sentido tanta vergüenza y tanta impotencia. No sabía dónde meterme y, lo que era peor, no sabía cómo detener o cambiar esa actitud.
Uno a dos.
Hora de tutoría. Que si el de taller explica muy rápido, que si a la de cata (catalán) no se la entiende... Bronca, como siempre. La de inglés había salido de clase llorando y amenazando con pedir la baja por depresión. Pero, ¿qué le habéis hecho? Delegado, habla. Comentarios en voz baja, miradas cómplices, nada, una tontería. Estaba claro que una tontería no podía ser, nadie sale llorando de la clase (o sea, derrotado y humillado, principal objetivo de algunos deliciosos alumnos) sin una buena razón. Al final, el líder de la tribu, ya nos íbamos conociendo, mira, seño, resulta de que la de inglé lleva hoy unos zapatos como los de la minni esa, la mujer de mikimaus, se lo he dicho mientras explicaba el genitifsacson de los güevos y me se ha puesto como una furia. Hasta me ha dixo que me iba a denunciá. ¡¡¡Por mis cojones!!! Apología de la libertad de gustos y modos de vestir, defensa de la buena educación, intento de reconciliación, todo inútil, los ánimos estaban caldeados y, encima, estaban mirando mis zapatos. Me estaban poniendo a prueba a mí también. Rápido. Una ofensiva precisa de un buen ataque, o algo así. Ni corta ni perezosa, me subo, primero a la silla y, luego, a la mesa del profesor, es decir, a mi propia mesa, me levanto ligeramente las perneras y digo en tono desafiante y festivo, y qué, ¿qué os parecen mis zapatos?, chulos, ¿no? Pues, hale, miradlos bien que continuamos la clase. Y, como quien no quiere la cosa, bajo tranquilamente de mi mesa y sigo mi clase con normalidad, bajo la complaciente y aprobatoria mirada de mis alumnos.
Dos a dos.
A partir de ese día, el curso transcurrió con una cierta normalidad. Cada día, ellos aprendían algo nuevo, no insistí en lo de los complementos verbales ni en la historia de la literatura –que Garcilaso, Lorca & company me perdonen- y sí cómo redactar un permiso en el trabajo, cómo dirigirse a su jefe sin ser grosero ni pedante, cómo recoger un recado por teléfono y dejar constancia de ello por escrito, cómo tratar bien a la novia, cómo ayudar en casa, cómo presentarse a una entrevista de trabajo, cómo reconocer las drogas de diseño y saber los efectos reales de cada una de ellas, cómo poner un condón correctamente... Lo sentía por Cervantes y sus colegas, pero había cosas más importantes para aprender. Y lo que era mejor, yo también tenía que aprender muchas cosas de ellos y con ellos.
Al acabar el curso, se despidieron afectuosamente, de la única manera que sabían, chao, profe, es usted guay. Y, ya sabe, si la intentan violar, llámenos que lo daremos una buena paliza al cabronazo...
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