Noticias de Al-Alam
envolviendo todo el cuerpo, calcetines
de lana cubriendo los pies, deportivas gastadas con un puma falso
mordiendo la arena, vaqueros debajo del pantalón de chándal, dos
jerseys, sudadera -también de imitación-, y anorak: Todo el mundo
le ha dicho que lo necesitará, que esta noche no le va a sobrar
nada. Ni documentación, ni fotos, ni su pulsera de oro: Le han
comentado que no lleve nada que lo identifique. Con la incertidumbre
mordiéndole la boca del estómago, un frío salado calando sus
entrañas y el miedo a punto de deslizarse, húmedo y caliente, entre
sus piernas, Hisham cuenta catorce breves y refulgentes circulitos
rojos brillando en la noche incipiente en torno a un pequeño y
frágil bote con un viejo motor y un nombre que le arranca un gesto
entre esperanzador e irónico:قادم.
No sabe qué hacer. El silencio -¿nadie va a decir nada o va a
seguir escuchando sólo el rumor de las olas?- acrecienta su
incomodidad pero la oscuridad, temerosa aliada de la aventura, le
ayuda a disimularla. La espera se le está haciendo eterna.
Acercándose desde la loma, una luz cada vez más potente y cegadora
irrumpe en la playa envuelta en alaridos que ordenan premura y
activan todos los resortes de los, hasta ese momento, enmudecidos y
paralizados muchachos. Hisham da una última calada y hunde con
ímpetu la colilla en la arena antes de embarcar su sueño. Intenta
encontrar su sitio en la barca y, subiéndose hasta el cuello la
cremallera del anorak, se cerciora de que la bolsa que tiene oculta
bajo la ropa todavía sigue ahí: una cuchilla de afeitar, una
muestra de colonia para hombre y unos zapatos de cordones (también
le han asegurado que, al otro lado, nunca paran a un chico con
apariencia aseada). Sonríe amargamente al comprobar que el trozo de
bastela sigue intacto.
—¿Me
ayudas? —le pregunta Wafá cuando lo ve aparecer por detrás del
horno público—. He hecho la bastela como a ti te gusta. Esta tarde
va a venir todo el mundo…
—Dámela
—Hisham coge la bandeja y pasa con cuidado la pasta rellena a la
pala de madera para introducirla en el horno.
—Creo
que es bastante grande. Así, te podrás llevar un poco para… —Ve
a su hijo tranquilo pero un nudo en la garganta le impide acabar lo
que intenta decir, lo que su mente y su corazón, desde que él se lo
comunicara, se empeñan en negar.
—Imposible,
ummí. Sabes que tu bastela es la mejor de todo el pueblo —Hisham
se asoma a la boca del horno para comprobar cómo va la cocción.
Wafá nunca ha soportado que la viera triste pero, esta vez, no
quiere ni puede hacer nada para ocultar su pena—. Qué bien huele
ya. ¿Qué le has puesto?
—Lo
de siempre: cordero, aceitunas, dátiles, cebolla, huevo duro,
pimiento y especias. Tu favorita… —A pesar de intentar seguir la
conversación, se tortura pensando que ya no hay marcha atrás y
allí, en ese rincón del pueblo, cerca de la madrasa y de la
mezquita, entre los caminos de tierra y pequeños montones de basura,
Wafá, consciente de que quizás pase mucho tiempo antes de que se
repitan, apura esos momentos para estar a solas con su hijo.
—Gracias,
ummí —Wafá se deja abrazar por su hijo
notando cómo hunde su juvenil rostro en su melena y aspira por
última vez su perfume de almizcla, henna y jazmín—: Me lo llevo
conmigo.
—Hijo…
—Lo aprieta fuerte contra su pecho cubierto de brocado y
pasamanería dilatando el adiós mientras un ‘quédate’ y mil
deseos de bienaventuranza luchan por salir de su boca.
—La
bastela ya está —Hisham se separa de ella; no llora, sólo sonríe,
y, envuelta en ese silencioso aroma, Wafá siente cómo se hijo ya se
está yendo.
Ya
no se ve la playa. Noche cerrada. Quince
cuerpos hacinados en el destartalado bote se mueven al vaivén de las
olas. Hisham intenta mantenerse firme pero ya no sabe cómo poner sus
piernas sin molestar a los demás, no sabe cómo combatir el frío y
la humedad que ya se han instalado en sus huesos, no sabe cómo no
dejarse vencer por el sueño y el cansancio. Sólo el jefe permanece
despierto y alerta. Nadie habla. Únicamente se oyen el ruido del
motor y el sonido del mar. ¿Qué hora debe ser? Hisham no se atreve
a preguntar pero siente que lleva toda la vida navegando. Ya desea
ver costa y descansar en tierra firme pero ni siquiera sabe si va a
llegar a algún sitio. No sabe nada. Él, que creía saberlo todo
–qué iba a hacer, a dónde iba a ir, con quién tenía que
tratar-, ahora, en medio de tanta oscura inmensidad, se da cuenta de
que no, de que no sabe nada y de que está muerto de miedo, de
impotencia y de rabia: Marchar de un país para no sufrir las
injusticias, las humillaciones y los chantajes de los omnipresentes
guardianes de esa supuesta democracia; abandonar un pueblo para no
saberse ridículo y estafado por tantas falsas promesas; romper una
familia para no sentirse inútil por no encontrar un trabajo digno;
renunciar a una vida para no reconocer que esa vida no ha servido
para nada; desear huir y temer llegar… Y parece que nunca llega ese
momento. Hisham bosteza y sus tripas piden a gritos un trozo de
bastela. Palpa la bolsa oculta lamiéndose los labios resecos y
salados pero no quiere compartir con nadie lo único que le queda de
su madre. Mira de reojo a sus compañeros de travesía. Sólo sabe
que no son del pueblo. Rodeado de gente, se siente más solo que
nunca. La oscuridad y la incertidumbre hacen el resto.Alza la mirada
y no ve estrellas. Ni siquiera la luna hace acto de presencia en esta
travesía tan amarga.
—¿Tú
crees que allí también se verá? —Sentados en los escalones de un
cafetín y con los ojos puestos en el cielo, tres muchachos se
imaginan el otro lado del estrecho. La noche es clara y una luna
resplandeciente les acompaña en este último encuentro. A sus pies,
bolsas negras con regalos que Hisham ha recibido con contenida
emoción y tres vasos de cristal decorado con filigranas verdes y
doradas llenos de humeante y azucarado té aderezado de desfallecidas
hojas de menta fresca.
—Pues
claro, no digas tonterías. Allí se verá la luna y todo lo demás,
igual que sale en la tele —contesta Hisham expectante.
—Mi
primo, cuando vino este verano, nos contó que todo es como en las
series: las calles, los restaurantes, las tiendas, los coches, las
fiestas, las chicas… Joder, qué suerte tienes, tío —Hisham bebe
un sorbo y se mantiene en silencio. Se siente afortunado, sí, pero
en el fondo del vaso no puede evitar ver un poso de abandono y
tristeza.
—Tú
abrígate, ¿eh? En el estrecho siempre hace frío y cuando es
poniente… —el muchacho les detalla qué tiene previsto ponerse
para llegar sano y salvo y los dos amigos se echan a reír—: Vas a
parecer el muñeco ese de Michelin.
—Mi
primo también nos explicó que allí la apariencia cuenta mucho, que
si te ven bien afeitadito y con ropa normal, no te paran por la
calle.
—Sí,
ya lo tengo pensado. El cabrón de Abdullah nos ordenó que, para no
tener problemas, bueno, para que él no tuviera problemas, prohibido
llevar documentación ni nada que pudiera implicarlo y, sobre todo,
hablar con nadie —Hisham va desgranando los entresijos de la
aventura mientras va respondiendo a los saludos, los abrazos o los
besos de los hombres que entran y salen del cafetín. El pueblo es
muy pequeño, todos lo conocen y saben de su sueño. Hisham también
sabe que, quizás, no los volverá ver.
María
llega acelerada a la base y lo primero que
ve es una hilera dorada de cuerpos sin vida extendidos en el suelo.
Los cuenta lentamente. Quince. Se acerca a la mesa de la comida y se
sirve un café y una magdalena. La llamada la ha despertado y no ha
tenido tiempo para desayunar. Siente que, si antes no come algo, no
va a poder hacer bien su trabajo. Le pregunta a un compañero qué ha
pasado pero sólo oye frases desordenadas e inconexas: oscuridad, los
muchachos intentando salir a flote, olas enormes, algunos no sabían
nadar, un bote a la deriva, mucho viento, no alcanzaron los
salvavidas, gritos, nuestro barco zozobraba, ha sido horroroso… Con
el estómago lleno y el ánimo convulso y vacío, María se acerca a
los cuerpos para inspeccionarlos. De cuclillas, retira la manta
térmica de uno de ellos. “Por Dios, si sólo es un crío”,
piensa mientras descifra unos rasgos juveniles en el rostro hinchado.
Traga saliva y aprieta los labios. Busca en los bolsillos algún
papel u objeto que le permita identificar el cadáver. Nada. Abre el
anorak y se da cuenta de un bulto en el pecho. Lo cachea y saca una
bolsa negra chorreando de debajo de la sudadera. Se sienta en el
suelo y extrae de ella una cuchilla de afeitar, una muestra de
colonia con nombre en francés, unos zapatos de cordones y un
paquetito envuelto en papel de aluminio…
—Joder,
droga. Todos son iguales...
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