Pues sí, lo han adivinado. Otra vez
vuelvo a hablar de comida. Qué le voy a hacer si es mi perdición,
mi vicio, mi placer no oculto. Lo reconozco. Me pierden mi boca y mi
estómago porque, para mí, no hay nada mejor que unas buenas viandas
para saber que la vida vale la pena; que, a pesar de todos los
problemas y los sinsabores, todavía tenemos ganas de reunirnos ante
unos platillos llenos de sabores y otras sensaciones, echar unas
cervezas y unas risas. No es que tengamos ganas, es que necesitamos
hacer un alto en el camino, bajarnos del tren del estrés, de las
preocupaciones y de las prisas, y dedicarnos tiempo y placeres para
aquello que llaman “desconectar”. En definitiva, darnos un
homenaje, que bien lo merecemos.
Y es en este contexto en que “La
Pubilla del Taulat” encuentra su razón de ser: un oasis en medio
del desierto, un lugar de solaz y de recreo, un rincón de música y
de risas, de tranquilidad y apetitoso ajetreo. Vamos, el auténtico
aperitivo dominical.
Caracolas salpicadas de aceite y
vinagre, gambas saladas, chocos, montaditos de tomate seco y anchoa,
croquetas de boletus, lacón, boquerones en vinagre, y la estrella de
la casa, la niña bonita, las patatas bravas: esto es lo que se
ofrece en esta bodeguita de 1886. Puedo prometer y prometo que he
probado un montón de bravas en mi vida (mis curvas lo avalan); puedo
prometer y prometo que allá donde voy siempre pido patatas bravas (como si no hubiera otra cosa, sí, es de juzgado de guardia) y
puedo decir con toda seguridad (no les miento) que las de la Pubilla
son unas de las mejores, sino las mejores, que han pasado por mis
pupilas gustativas y por las yemas de mis dedos (venga, sí, lo digo, me encanta rebañar el plato con el dedo y chuparlo con fruición para saborear hasta la última gota de salsa). Y es que Miguel es el maestro de las bravas (aparte de ser un bravo maestro, claro está).
Patatas recién hechas (nada de recalentadas o refritas, no) y una
salsa que quita el sentido (nada de mayonesa y ketchup, no; nada de
alioli y tabasco, no. Su salsa es de auténtico “gourmet”). Cada
vez que vamos mi pareja y yo, solos o con amigos (porquel, cada vez que viene alguien, lo llevamos allí. Apuesta segura, créanme), y las pedimos,
especulamos con los ingredientes -¿de qué estará hecha esta jodida
salsa que está tan buena?, ¿de huevo y trufa?, ¿de huevo, aceite y
almendras?-, y cada vez que le digo a Miguel que me dé la receta, me
responde con su sonrisa picarona y con un “a ti te la voy a decir,
¡ja!”. Lo confieso: me tiene loca con su secreto.
Recuerdo la primera vez que aterrizamos
en esa esquina llena de sabor y de tradición, hace ya más de diez
años: Una de bravas y dos cervezas, dije yo a aquel chico que se
había acercado con cara seria (con el paso de los años, descubrí a
un Toni irónico, lleno de chispa, y un experto en tirar las cañas). A esas cañas y a ese platillo
de patatas con aquella salsa tan especial y diferente le siguieron
varias cervezas más y más tapas hasta que dijimos basta. Vamos, que
salimos doblados de allí. Y en seguida me sentí una más en el barrio porque, a ese domingo de prensa y aperitivo, le siguieron un montón de
domingos y un montón de sábados y un montón de días de fiesta de
guardar. Recuerdo una noche de bravas, cervezas y Mónica Naranjo a
todo volumen; recuerdo a un Miguel desatado bailando detrás de la
barra; recuerdo un aperitivo “especial” en la calle mi chico y
yo; recuerdo a un Toni “bordando chascarrillos” entre risas;
recuerdo la tradicional botella verde de sifón para hacer el vermú
de toda la vida; recuerdo a la matriarca sentada en una esquina del
minúsculo local, observando, disfrutando con el ajetreo del momento;
recuerdo las mesas de blanco mármol y los antiguos dispensadores de
cerveza y las botellas viejas llenas de polvo y de historias;
recuerdo los nervios de Miguel y de Toni cuando los pedidos y las
gentes se amontonan en esos pocos metros cuadrados...
Pero lo que más me gusta, lo
reconozco, es cuando nos dejamos caer alguna tarde entre semana y la
Pubilla está vacía y Miguel y Toni están tranquilos y se acercan y nos enseñan, orgullosos y satisfechos, las noticias que han salido del bar en la
prensa o empezamos a hablar de viajes, de libros, de música, o nos
contamos chistes y vivencias. En esas tardes tranquilas, con la copa
de cerveza en la mano, también aprovecho para pasearme por la bodega
que Jesús, el hermano de Miguel, tiene al lado de la Pubilla y
llevarme algún vino diferente o varias botellas de ginebra...
Pensándolo bien, quizás el secreto,
el verdadero secreto de “La Pubilla del Taulat” no esté en la
salsa de las patatas bravas sino en el encanto de los que hacen de
este lugar perdido entre la vorágine de Barcelona un auténtico
remanso de paz para darnos una tregua y un homenaje...
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