domingo, 14 de octubre de 2012

¡UNA DE BRAVAS! (o el secreto de "La Pubilla del Taulat")

Pues sí, lo han adivinado. Otra vez vuelvo a hablar de comida. Qué le voy a hacer si es mi perdición, mi vicio, mi placer no oculto. Lo reconozco. Me pierden mi boca y mi estómago porque, para mí, no hay nada mejor que unas buenas viandas para saber que la vida vale la pena; que, a pesar de todos los problemas y los sinsabores, todavía tenemos ganas de reunirnos ante unos platillos llenos de sabores y otras sensaciones, echar unas cervezas y unas risas. No es que tengamos ganas, es que necesitamos hacer un alto en el camino, bajarnos del tren del estrés, de las preocupaciones y de las prisas, y dedicarnos tiempo y placeres para aquello que llaman “desconectar”. En definitiva, darnos un homenaje, que bien lo merecemos.
Y es en este contexto en que “La Pubilla del Taulat” encuentra su razón de ser: un oasis en medio del desierto, un lugar de solaz y de recreo, un rincón de música y de risas, de tranquilidad y apetitoso ajetreo. Vamos, el auténtico aperitivo dominical.



Caracolas salpicadas de aceite y vinagre, gambas saladas, chocos, montaditos de tomate seco y anchoa, croquetas de boletus, lacón, boquerones en vinagre, y la estrella de la casa, la niña bonita, las patatas bravas: esto es lo que se ofrece en esta bodeguita de 1886. Puedo prometer y prometo que he probado un montón de bravas en mi vida (mis curvas lo avalan); puedo prometer y prometo que allá donde voy siempre pido patatas bravas (como si no hubiera otra cosa, sí, es de juzgado de guardia) y puedo decir con toda seguridad (no les miento) que las de la Pubilla son unas de las mejores, sino las mejores, que han pasado por mis pupilas gustativas y por las yemas de mis dedos (venga, sí, lo digo, me encanta rebañar el plato con el dedo y chuparlo con fruición para saborear hasta la última gota de salsa). Y es que Miguel es el maestro de las bravas (aparte de ser un bravo maestro, claro está). Patatas recién hechas (nada de recalentadas o refritas, no) y una salsa que quita el sentido (nada de mayonesa y ketchup, no; nada de alioli y tabasco, no. Su salsa es de auténtico “gourmet”). Cada vez que vamos mi pareja y yo, solos o con amigos (porquel, cada vez que viene alguien, lo llevamos allí. Apuesta segura, créanme), y las pedimos, especulamos con los ingredientes -¿de qué estará hecha esta jodida salsa que está tan buena?, ¿de huevo y trufa?, ¿de huevo, aceite y almendras?-, y cada vez que le digo a Miguel que me dé la receta, me responde con su sonrisa picarona y con un “a ti te la voy a decir, ¡ja!”. Lo confieso: me tiene loca con su secreto.
Recuerdo la primera vez que aterrizamos en esa esquina llena de sabor y de tradición, hace ya más de diez años: Una de bravas y dos cervezas, dije yo a aquel chico que se había acercado con cara seria (con el paso de los años, descubrí a un Toni irónico, lleno de chispa, y un experto en tirar las cañas). A esas cañas y a ese platillo de patatas con aquella salsa tan especial y diferente le siguieron varias cervezas más y más tapas hasta que dijimos basta. Vamos, que salimos doblados de allí. Y en seguida me sentí una más en el barrio porque, a ese domingo de prensa y aperitivo, le siguieron un montón de domingos y un montón de sábados y un montón de días de fiesta de guardar. Recuerdo una noche de bravas, cervezas y Mónica Naranjo a todo volumen; recuerdo a un Miguel desatado bailando detrás de la barra; recuerdo un aperitivo “especial” en la calle mi chico y yo; recuerdo a un Toni “bordando chascarrillos” entre risas; recuerdo la tradicional botella verde de sifón para hacer el vermú de toda la vida; recuerdo a la matriarca sentada en una esquina del minúsculo local, observando, disfrutando con el ajetreo del momento; recuerdo las mesas de blanco mármol y los antiguos dispensadores de cerveza y las botellas viejas llenas de polvo y de historias; recuerdo los nervios de Miguel y de Toni cuando los pedidos y las gentes se amontonan en esos pocos metros cuadrados...
Pero lo que más me gusta, lo reconozco, es cuando nos dejamos caer alguna tarde entre semana y la Pubilla está vacía y Miguel y Toni están tranquilos y se acercan y nos enseñan, orgullosos y satisfechos, las noticias que han salido del bar en la prensa o empezamos a hablar de viajes, de libros, de música, o nos contamos chistes y vivencias. En esas tardes tranquilas, con la copa de cerveza en la mano, también aprovecho para pasearme por la bodega que Jesús, el hermano de Miguel, tiene al lado de la Pubilla y llevarme algún vino diferente o varias botellas de ginebra...
Pensándolo bien, quizás el secreto, el verdadero secreto de “La Pubilla del Taulat” no esté en la salsa de las patatas bravas sino en el encanto de los que hacen de este lugar perdido entre la vorágine de Barcelona un auténtico remanso de paz para darnos una tregua y un homenaje...





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