Acabo
de pasar el fin de semana en un lugar idílico de la Costa Brava y,
mientras volvía en coche a mi casa, tranquila, relajada, escuchando
mi musiquita en mi Ipod conectado, cómoda y calentita, me acordaba
de esos viajes horrorosos e interminables que hacíamos mi familia y
yo de vuelta a casa los domingos por la tarde después de pasar el
fin de semana en el apartamento del Maresme. Daba igual que hiciera
frío o calor, que tuviéramos deberes o no, que quisiéramos ir o
no. Sí o sí -no había posibilidad de negociación ni de chantaje
emocional-, cada viernes cogíamos el coche cargados con los capazos
de mimbre de la comida, la carteras -en mi época, no existían las
mochilas con ruedas ni las modernas bandoleras- repletas de libros y
de libretas, estuches, compases, diccionarios para hacer los deberes
y algunas maletas de ropa, especialmente en invierno porque, ¿no se
lo había dicho antes?, en ese pueblo del Maresme hacía un frío del
carajo. Y, después de pasar el fin de semana haciendo deberes, yendo
a la plaza de los columpios y dando un paseo por la calle peatonal,
los domingos por la tarde, de nuevo, cogíamos las carteras -que, a
la vuelta, pesaban más porque, come le dije una vez a mi madre, muy
convencida yo, en las libretas había más letras, más frases, más
números, más problemas resueltos y todo eso debía de pesar, ¿no?
Bendita ingenuidad, bendita inocencia o bendita gilipollez, elijan lo
que quieran-, los capazos de mimbre de la comida y las maletas con la
ropa sucia y nos metíamos en el Seat Supermirafiori, ¿se acuerdan?
e iniciábamos el camino de vuelta a casa. Un suplicio, vamos.
El
primer trago que teníamos que pasar era el puro que se encendía mi
padre nada más poner en marcha el coche. Papá, abre la ventanilla,
por favor, que nos estamos ahogando. Papá, apaga el puro que echa un
pestazo que no veas. No molestéis a vuestro padre, que está
conduciendo. Pero, mamá... Ni mamá ni leches, zanjaba mi padre la
controversia del maldito puro. Total, una hora aproximadamente
tragando humo y peste. Y sí, ya sé lo que están pensando, en
aquella época, nosotras, mi madre y mis hermanas, ya podíamos
aparecer como fumadoras pasivas. No me extraña que ahora odie el
tabaco...
El
segundo aro por el que teníamos que pasar durante el viaje era el
"Carrusel deportivo". ¡Menudo coñazo, por favor! (Esto lo
digo ahora; yo, en aquellos tiempos, no decía esas palabrotas porque
de la bronca que me metía mi padre, quedaba servida para el resto de
mis días). Odiaba soberanamente escuchar las retransmisiones
deportivas de un partido de fútbol y las conexiones que hacían
cuando en los otros encuentros de liga alguien marcaba un gol. Había
un montón de hombres gritando a pulmón abierto los pases de los
jugadores y que se quedaban sin voz cuando alguien metía un
¡¡¡¡Goooooooooooool en el Villamarín!!!!! De tantos domingos
escuchando la misma tontería, llegué a aprender el nombre de los
estadios de fútbol de España: el Villamarín, la Romareda, el
Sánchez Pizjuán, el Camp Nou, el Bernabeu. Entre el puro habano y
el sonsonete aquel, el viaje de vuelta a casa los domingos se me
antojaba una auténtica tortura. Papá, ¿puedes cambiar de emisora,
por favor? Esto es muy aburrido. Y mi madre: no molestéis a vuestro
padre, que está conduciendo. Sin embargo, en esas retransmisiones,
había un momento hilarante para mí, un momento que me parecía, ya
en esa época, de tan machista, ridículo: "Soberano es cosa de
hombres". No me digan que ya lo han olvidado. ¿Y qué pasaba
con la cantidad de niñas, mujeres, madres que se veían obligadas a
escuchar ese rollaco? ¿Acaso no había nada que no fuera cosa de
ellas?
El
tercer obstáculo que debíamos pasar eran las insufribles caravanas,
pero no porque tardáramos más en volver a casa sino porque, en
aquellas circunstancias, el coche se calaba y no había dios que lo
volviera a poner en marcha. ¿Se lo imaginan? Los coches ya circulando
y el nuestro, que nada, que no quiere hacerlo. Mil intentos girando la
llave de contacto, unos ruidos sospechosos, la radio apagada, ¡qué
alivio! y mi padre, callad que necesito oír el motor. ¿Qué quería
decir con eso? Pero el motor no decía nada. Un intento, otro
intento, los coches circulando a nuestro lado pitando a mi padre y a
nuestro infortunio hasta que llegaba el momento fatídico, vale,
niñas, salid y empujad. ¡Que vergüenza pasaba! Mi madre, mis
hermana y yo empujando por el maletero, hiciera frío o calor,
mientras mi padre, tan ricamente sentado en su asiento de
todopoderoso conductor, ahogando el motor con sus intentos de poner
el coche en marcha. Eso si, en medio del recorrido, no se decidía a
inspeccionar el motor o a arreglar algún faro que no funcionaba del
todo bien. Entonces, ni corto ni perezoso, en un golpe de volante (de
nuevo, los avergonzantes pitidos de los otros conductores, ¡loco!,
¡pero, se puede saber qué coño estás haciendo, y con
criaturas...!, ¡deberían retirarte el carné! (menos mal que, en
aquella época, no existía eso de los puntos porque si no...)
Todavía me acuerdo de la escenita: mi madre, alumbrando el motor con
un mechero (en esas ocasiones daba gracias de que fumara...) y mi
padre, a ver, niñas, ¿tenéis un trozo de papel de plata, un
envoltorio de chicle?, por aquí debo de tener un palillo, unos
cuantos segundos después, sin saber cómo ni por qué, todo volvía
a funcionar. Es un arreglo provisional; en cuanto lleguemos a casa,
lo llevo al taller. Mi padre lo arreglaba todo de manera provisional
y con unos mecanismos un tanto sospechosos. A mi me recordaba a
McGiver, ¿se acuerdan? aquel tipo que te hacía una bomba con un
alambre, un palo de polo, un trozo de cable y un chicle mascado. Pues
mi padre, igual. Sólo les diré que, algunos años después, cuando
salía con un chico gallego, mi padre le dejó el Supermirafiori para
que me llevara de paseo y en medio del camino, ya de noche, se
apagaron de golpe las luces y el automóvil dejó de funcionar.
Parecía cosa de encuentros en la tercera fase. Con el miedo en el
cuerpo, el chico hizo correctamente todas las maniobras para parar en
el arcén, y cuando abrió el capó para ver qué ocurría, se
encontró con toda una feria choquetín hecha de papel de plata y
palillos varios. ¡¡¡¡Qué vergüenza cuando lo vio el de la grúa
y preguntó quién había diseñado esa manualidad...!!!! Y así
trascurrían nuestros viajes de vuelta a casa: entre carruseles
deportivos, peste a puro habano, rezando para que nos nos quedáramos
parados en mitad de la caravana, contando las matrículas para
encontrar alguna que sumara diez y jugando a "De la Habana ha
venido un barco cargado con la letra..." Nos machábamos los
sesos buscando palabras con esa letra. Y no vean todas las que
pensábamos. No, si, pensándolo bien, al final tendré que agradecer
a esos horrorosos, insufribles, interminables viajes por haber
enriquecido mi vocabulario. ¡¡Acabáramos!!
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