A mi amiga Dolors, maestra de
letras, maestra de vida
Hay
cosas que, por mucho que pase el tiempo, nunca cambian: mes de
agosto, ensalada de verano, pescadito al horno, agua fresca, una copa
de vino blanco bien frío, postre helado y varias horas por delante
con mi amiga para ponernos al día, hablar de lo humano y de lo
divino y echar unas risas (y si es necesario, para qué negarlo,
alguna que otra lágrima).
Queda
poco para nuestro próximo encuentro pero aún me acuerdo de la
última vez que comimos juntas y de las palabras que, entre risas,
anécdotas y planes para setiembre, con una mezcla de resignación y
nostalgia, me dijo mi amiga: “Todavía conservo mi vieja máquina
de escribir, mis apuntes de la universidad y un montón de revistas
literarias de hace un montón de años”. No me sorprendió. El
porqué ya lo sabía. Sin embargo, una pregunta salió de mi boca:
“¿Para qué?” Y mientras ella continuaba con la retahíla de
papeles que mantenía guardados en armarios, cajones y estanterías,
yo seguía planteándome más cuestiones: ¿cuánto hacía que no
utilizaba el ya prehistórico artefacto?, ¿cuánto hacía que no
releía las lecciones magistrales, ya amarillentas y apergaminadas?,
¿cuánto hacía que no consultaba las páginas apolilladas de
aquellas viejas revistas?, ¿cuánto hacía que…?
Papeles y más papeles que ocupan un espacio cada vez más precioso
en nuestras casas. Papeles y más papeles que no son más que el
testimonio de un tiempo que ya pasó, que ya vivimos, disfrutamos o
sufrimos, y que, por mucho que los conservemos, jamás volverá.
¿Y yo?, me pregunté. Yo, por una mera cuestión práctica, hacía
apenas un año, había tirado los apuntes de la facultad y, con
ellos, cinco años de mensajes de mis compañeros, números de
teléfonos, bromas, alguna que otra declaración de amor y varios
poemas escritos en los márgenes de aquellas hojas. Pero todavía
guardo mis cartas de adolescencia y juventud, mis agendas personales
que escribo desde que hacía BUP (y era alumna de esta casa), una
maleta llena de álbumes de fotos y varias cajas de hojalata y cartón
llenas de recuerdos de papel: entradas de cine y de teatro, posavasos
de bares, postales de Navidad, de felicitación, trípticos de
museos, tarjetas de restaurantes, planos de ciudades, billetes de
tren, bonos de autobús, flyers de discoteca, etc... que, con
solo mirarlos, me transportan a aquella época, a aquella aventura, a
aquella historia para vivirla de nuevo durante unos pocos minutos.
Cartas, felicitaciones, notas, avisos, mapas, apuntes guardados bajo
siete llaves… como si con esas letras impresas, atrapadas en el
papel, pretendiéramos apoderarnos del tiempo vivido o, como mínimo,
hacerlo transcurrir más lentamente.
Pero ha pasado el tiempo y ahora, bien por la llegada inexorable de
las nuevas tecnologías (80%), bien en aras de un mundo más
ecológico y sostenible (10%), la escritura sobre papel ha perdido
buena parte de su utilidad práctica -y, con ello, la magia de su
personalidad, de su frágil lentitud, de su arte- y la hemos
sustituido por la inmediatez y la frialdad de unas teclas y demás
artilugios hipermodernos.
Las cartas, con aquella personalísima caligrafía grabada en esas
hojas de curioso papel, han dado paso a los correos electrónicos;
las postales de Navidad y de felicitación que elegíamos con tanto
esmero e ilusión pensando en cada uno de nuestros amigos se han
visto relegados por un único sms –que quizás hemos
recibido de alguien- enviado a un listado de nombres del teléfono
móvil; los mapas, tan difíciles de doblar, han sido desbancados por
el GPS en el coche o el Google Maps. Los apuntes ya no
se cogen a mano y se guardan en carpetas de cartón y goma elástica
sino que se escriben en el notebook y se almacenan en una
nube; las fotos tampoco se ordenan en álbumes y se queda con
los amigos para enseñarlas sino que se cuelgan en algún espacio
virtual para que la gente las pueda ver desde cualquier ordenador en
cualquier momento. Las estanterías plagadas de libros comprados y
leídos a lo largo de toda una vida –con flores secas y demás
recuerdos entre sus hojas- van estancándose con la llegada de libro
electrónico. Las agendas personales siguen existiendo pero en un
aparatito en el que se registran las citas y los recados con tres
palabras mal escritas para luego eliminarlos con una sola tecla.
Incluso, algunos restaurantes ya presentan su carta de platos en un
IPad. Y yo, guardando todavía el enorme y original pliegue de
papel del delicioso Oyster Bar de mi viaje a Nueva York…
Así las cosas, sin embargo, no puedo evitar llegar a una conclusión.
Suena paradójico pero, mientras Internet, perfecto, infalible,
eterno, se ha inventado para ser el gran almacén -a veces,
vertedero- del quehacer humano, cada vez estoy más convencida de que
el papel, en su humilde condición de frágil y efímero, se ha
erigido en el guardián de nuestra memoria y, por ende, en el garante
de nuestra existencia.
A pesar de ello, me pregunto yo, hoy en día, ¿cuándo escribimos
sobre papel? Apenas, un post-it enganchado en la puerta de la
nevera para avisar que no me esperes para cenar, que hay que sacar el
pescado del congelador o que falta harina, o un miserable trozo de
papel para hacer la lista de la compra (todavía no he visto en el
supermercado a nadie consultar en la Blackberry cuántos kilos
de naranjas necesita, pero todo llegará).
Sí, no ha duda. Las nuevas tecnologías nos facilitan la vida, que
no significa que nos haga la vida más fácil (alguien dijo que la
vida, para que sea vida, tiene que costar vivirla). Sí, no hay duda.
Con las nuevas tecnologías, hemos salido ganando: gastamos menos
papel, lo que no implica necesariamente que tengamos más conciencia
ecológica; las cartas y los avisos llegan más rápido a su destino,
aunque no por ello estén mejor escritos; gestionamos mejor los
documentos lo cual, está comprobado, no significa más eficiencia.
Sí, no hay duda. Las nuevas tecnologías son positivas. Pero, ¿qué
quieren que les diga? Una parte de mí me dice que estamos perdiendo
no sólo en vocabulario, sintaxis, ortografía (esto sería tema para
otra larga y profunda reflexión) sino también en proximidad,
calidez y dedicación.
Los que han nacido con un ordenador portátil bajo el brazo y
preferían el sonido del móvil al del sonajero me dirán que no, que
estoy exagerando, pero es que no han vivido “lo otro” y no pueden
comparar.
Yo, que todavía escribo postales a mis amigos cuando me voy de
vacaciones, sigo creyendo (¿ilusa de mí?) que, al realizar ese
ritual -localizar una tienda donde vendan paisajes del lugar, elegir
una a una las postales, buscar las palabras adecuadas pensando en
cada uno de mis amigos, sus gustos, su manera de ser, consultar en mi
pequeña, vieja y viajada agenda las direcciones, dedicar una tarde
para escribir y visitar la oficina de correos-, tengo conciencia de
mi tiempo, de que soy dueña de ese tiempo delicioso, porque lo
saboreo, lo disfruto, lo vivo; porque, en definitiva, también forma
parte del viaje.
Yo, que todavía me enfrento a la hoja de papel -real, no virtual- en
blanco, armada con mi pluma y mil ideas, me resisto a vivir al cien
por cien sometida a esa fiebre que se ha instalado definitivamente en
nuestra piel, quizás porque sigo pensando que, cada vez que felicito
a alguien con un mensaje en el teléfono móvil o envío una carta
por correo electrónico, dejo atrás la magia de unas letras
manuscritas sobre papel, pensadas, pausadas; quizás porque, cada vez
que tecleo rauda y eficiente unas letras, siento que, con esa misma
rapidez, se me escapa el tiempo entre los dedos.
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