domingo, 29 de enero de 2012

EL CLÁSICO

Llegué a las ocho y media de la tarde para coger sitio. La mesa ya estaba reservada pero me dijeron que íbamos a ser unos veinte aquella noche. Saludé a Ángela, la china que lleva todo el cotarro. Pedí un agua con rodajitas de limón. Cogí el periódico. Me senté en un rinconcito y me dispuse a pasar el tiempo tranquilamente (es un decir porque sólo leí noticias catastróficas) hasta que llegara la hora.
A partir de las nueve, nueve y cuarto, empezaron a llegar los demás: Andrés -que venía con un amigo recién llegado de Senegal-, Manel, Isidro, Nico, Lili y su familia, Joan, Elia, Kiko, y un largo etcétera cuyos nombres todavía no recuerdo con exactitud. Poco a poco, se fueron colocando alrededor de la mesa como piezas del tetris, encajando a la perfección, sin dejar ni un solo espacio, de tal modo que ¡joder, vamos a tener que ponernos una sonda porque, tal y como estamos ya, va a ser imposible ir al lavabo!
A las nueve y media, el lugar estaba abarrotado y Ángela ya iba de bólido de la cocina a la barra, de la barra a las mesas, de las mesas a la cocina: dos cervezas, un bocadillo de panceta, un plato combinado de chuleta de cerdo, tres cañas, una de bravas, almendritas saladas, dos de morro caliente, cuatro tubos, tres bocadillos de tortilla, cinco quintos y algún que otro cuenco de arroz chino. Todos colocados, todos servidos. Y, por fin, llegó la hora, las diez de la noche, la hora C de aquel miércoles de enero. Y yo estaba allí, rodeada de botellines de cerveza y platos rebosantes de colesterol, envuelta de atávica testosterona (es decir, de gritos, cánticos iniciáticos, golpes en la mesa, bufandas ondeando en lo alto y demás demostraciones masculinas) a punto de presenciar el gran evento de la hora C, la hora del clásico: Otro partido del Barça contra el Real Madrid.
Sí, señores, yo, que me acuesto cada día como las gallinas, a las diez y media de la noche; yo, que no sacrifico mi sueño por nada del mundo (es que me levanto cada día a las seis de la mañana); yo, que siempre he despotricado de esos encuentros salvajes y desproporcionados, que no hay nada como un buen cine de autor o una obra de teatro, de esas que te hacen pensar...; yo, que me estoy quejando constantemente de los sueltos astronómicos que cobran ciertos jugadores de fútbol; yo estaba allí, como ida ante la pantalla plana gigante, contagiada de todo el entusiasmo que se vivía en esos pocos metros cuadrados, aplaudiendo a rabiar a Messi, a Xavi, a Pinto, a Alves, a Iniesta, a Busquets; abucheando a Pepe, a Cristiano, a Casillas, a Ramos, y cantando a todo pulmón el himno del Barça (que no sé) en cuanto apareció la figura del entrenador mientras estrechaba cortésmente la mano del polémico portugués. ¡Ángela, una sin alcohol! Empieza el partido.
Me había propuesto no abusar en la cena pero, mientras veinte hombrecillos en pantalón corto sudaban la gota gorda corriendo tras una pelota, yo sólo presenciaba un ir y venir de platillos humeantes que rezumaban grasa. Mi estómago empezó a hacer de las suyas, mis jugos gástricos iniciaron su ritual y mi boca ya estaba salivando ante tanto “manjar”. De fondo, un “hilo musical” lleno de ¡uyyyy! cada vez que el portero local despejaba un balón enemigo; de ánimos cada vez que uno de los nuestros se apropiaba del esférico; pero, sobre todo, de improperios: ¡tarugo!, ¡inútil!, ¡asesino! cuando alguien en concreto se acercaba a uno bicolor. Pero yo, modosita y recatada ante tanto “salvaje”, a lo mío, debatiéndome entre un plato de ensalada o algo más “suculento”. No, acuérdate de la dieta. No te conviene tanta porquería, y menos por la noche. Mejor, un pescadito a la plancha, un poco de ensalada y agua. Sí, eso.
¡Ángela, una cerveza, una de bravas y una de morro cliente!
¡Qué placer gastronómico! ¡Qué bien sabe el pecado! ¡Qué gusto transgredir la norma!
Con la gula satisfecha, ese saborcito en los labios y el alcohol en las neuronas (qué exagerada soy, ¿no?), el partido empezó a cambiar de rumbo (¿o fui yo la que lo vio de otra manera?)
Al primer gol, ya noté ese cambio: me levanté, me abracé al de al lado (sólo lo conocía de vista y había cruzado con él cuatro palabras contadas), claro que la ocasión lo merecía. Pero, a partir de ahí, fui otra. ¡Vamos!, ¡arriba!, ¡chuta, cabrón!, ¿¡que no lo ves!? ¡hijo de tu madre! Ni yo misma me reconocí aunque, comparado con lo que decían los otros, lo mío era un juego de niños. ¡Angela, otra cerveza! El segundo gol local, un chutazo impresionante, despertó la fiera que hay en mí: gritos, silbidos, palmadas en la espalda, abrazos con todos los del bar, besos, risas... Aquello parecía una auténtica catarsis. ¡Qué liberación gritar sin que nadie diga lo contrario! ¡Qué sensación la de decir tacos sin que nadie te lo repruebe! ¡Qué bueno silbar, suspirar, animar, aplaudir, cantar todos juntos! ¡Qué borregos parecíamos!
Media parte. Como si de un ritual religioso se tratara, con el gesto del árbitro, todos los allí presentes nos levantamos de golpe: unos para ir al lavabo (con la consecuente cola) y otros para fumar fuera.
A las once y cinco de la noche (hacía una media hora que yo ya debía estar en brazos de Morfeo), también como autómatas, todos volvimos a nuestros asientos y, de nuevo, otra ronda: más cervezas, más bocadillos de tortilla, más patatas bravas, más morro caliente, más panceta, ale, venga colesterol, venga grasa, y yo, como buena niña que soy, me limité a pedir un quinto. El último, lo juro.
Gol anulado del contrario. Jugarretas varias. ¡Cabrón! ¡Hijo de …! Gol del contrario. No pasa nada. Todavía nos tienen que marcar más. En un abrir y cerrar de ojos, otro gol del contrario. Ahora sí que está la cosa chunga. Hay que vender al portero. Nervios. Tensión. Diez minutos para que acabe el partido. Y, justo, en ese preciso momento, el “hilo musical” dejó de escucharse. Tan sólo, algún ¡Ángela, un descafeinado! o ¡Ángela, un coñac! o ¡Ángela, un gintonic, que esto no hay quien lo aguante!
Me levanté un momento para estirar las piernas y, por un momento, me fijé en los parroquianos que estaban allí, subyugados ante la pantalla plana gigante. Todo el mundo estaba en silencio, aguantando la respiración, suplicando en murmullos para que acabara ya el encuentro. Por un momento, pensé que todo el mundo, sí, literal, todo el mundo -Argentina, Paraguay y Uruguay a las 17:00 (-5h); en Chile, Bolivia y el Este de Estados Unidos (New York, Miami, Boston, New Jersey) a las 16:00 (-6h); en Venezuela a las 15:30 (-6:30); en Colombia, Perú, México y el Centro de Estados Unidos (Texas, Kansas, Oklahoma ) a las 15:00 horas (7); en Honduras, Nuevo México (US), El Salvador, Utah y Denver a las 14:00 horas (-8); y en Los Angeles, San Francisco, a las 13:00 horas (+9). Esta información la he sacado de Internet-, lo que iba diciendo, todo el mundo estaría igual que nosotros, con el corazón en un puño (por ambas partes), con los nervios a flor de piel, en torno a una mesa llena de cervezas y platillos con las sobras de colesterol.
Porque, pensándolo bien, ¿alguien se puede imaginar un encuentro así (no sólo me refiero al partido de fútbol en sí) con un plato de verdura hervida?

PD. A Joan, Manel, Elia, Andrés, Kiko, Nico, Isidro, Lili y ese largo etcétera de 9barris que vosotros ya sabéis, gracias por dejarme ser "vuestra novia".

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