Lo que son las cosas. No hace mucho, durante un encuentro con mis colegas, aspirantes a escritores, y mi profesora, embaucados por los exquisitos manjares y la elegante y serena belleza de la anfitriona, y embriagados por la simpatía, los vinos y los deliciosos gintonics -todavía por llegar- del anfitrión, surgió un tema de debate muy interesante y tabú en ese tipo de reuniones.
Estábamos hablando de lo que habíamos leído durante el verano, de las lecturas imprescindibles que nos esperaban este otoño, de los premios literarios, de nuestros proyectos de novela, de los autores que iban a marcar tendencia este invierno, cuando nuestra profesora volvió del lavabo entusiasmada con su particular descubrimiento: “Estaba colgado en el radiador. Es genial”. Se trataba de un pequeño ejemplar, Lecturas para el baño o algo así, de lectura -valga la redundancia- rápida y fácil, con anécdotas, chistes, frases célebres, curiosidades. Lo dicho, ideal para ir al lavabo.
Y en ese momento, todos reunidos alrededor de esa magnífica mesa, todos cultos, intelectuales, con carreras universitarias, buenos lectores, aspirantes a ser mejores escritores, en ese preciso momento se abrió la Caja de Pandora. Ahí, como impelidos por una fuerza sobrehumana -muy humana, diría yo-, al principio, con cierto pudor, pero, al cabo de unos minutos, sin vergüenza alguna, empezamos a soltarnos para descubrir, para confesar nuestras más íntimas costumbres en materia escatológica: pues yo me llevo el diario; yo, una revista; yo dejo sobre la cisterna todos los dominicales; yo tengo un libro que voy leyendo cada vez que voy. Hasta ahí, todo muy normal. Sin embargo, quizás por los efluvios del alcohol, quizás por el morboso deseo de vomitar nuestras miserias, amparadas por el anonimato de los amigos, los amigos de los amigos, algún conocido, los familiares…, empezaron a fluir mil y una excentricidades: Mi madre siempre se lleva un café y unos crucigramas; un amigo mío tienen la psp siempre a punto; mi sobrino le pide a su madre el móvil para jugar con él; mi hermana, cuando estudiaba, se llevaba el tablero de dibujo; mi cuñado, el portátil y aprovecha para responder los mails, es su oficina particular; mi suegra…
Mientras iban hablando y riendo, yo me acordaba de mis peripecias con mi mejor laxante en el camping, en los viajes del colegio (siendo alumna y siendo profesora, no sé qué es peor), en la estrechez del velero donde hice algún crucero por el Mediterráneo. Al principio, lo hacía a escondidas; ocultaba el ejemplar entre los pliegues de la ropa, en el neceser, en la toalla… Por suerte, después de un par de días de convivencia, ya fuera con conocidos o con desconocidos, optaba por hacer las cosas con naturalidad, como quien no quiere la cosa. Es más. En más de una ocasión, viendo mi cara de satisfacción al salir del baño con la Marie Claire bajo el brazo, más de una me pidió la revista para tener un buen encuentro con el señor Roca.
Y tú, ¿qué haces cuando vas la lavabo?, le preguntamos a un colega que había permanecido en silencio durante esa lluvia de singulares acciones. Mira que sois raros, raros, raros. Joder, yo cuando voy al lavabo, simplemente, cago.
Todavía me parece escuchar las carcajadas…
Creo que todos estábamos de acuerdo en una cosa. La verdad es que es un placer y un alivio ir a casa de alguien y descubrir en el baño pequeñas joyas literarias. Y es una auténtica putada ir a un lavabo y no tener nada que leer. Y cuando sucede eso, cuando no hay nada que leer, ¿qué hacemos?, fue la siguiente cuestión. Yo cojo un bote de champú o de gel y leo las etiquetas; yo siempre leo los componentes de la pasta de dientes; yo cuento baldosas; yo busco el botiquín y cojo algunos prospectos; pues yo cuento cuántos objetos hay de color azul turquesa, cuántos de color verde esmeralda, cuántos salmón y así hasta que acabo todos los colores, siempre gana el azul o el verde...
Ante la dramática posibilidad de no tener nada que leer, todos los presentes nos quedamos en silencio, pensativos. ¡Ya lo tengo!, exclamó una de las aspirantes a escritora. Podríamos hacer The cool magazine. Todos aplaudimos la ocurrencia aunque no sabíamos bien qué relación tenía con lo que estábamos hablando. Es una idea genial, resolvió la profesora, una idea moderna, rompedora, atractiva, chic, innovadora. Muy cool, sí señora. No, si yo me refería a The cul magazine, con u. Una revista para el culo. De nuevo, todavía me parece escuchar las carcajadas. Sí, hombre, una revista para leer única y exclusivamente en el baño, no sé, una revista de actualidad, con muchas secciones diferentes, para toda la familia: artículos para mujeres, para jóvenes, reportajes para hombres, una parte de tebeo para niños, entretenimientos. Sí, una revista que se vendería con el papel higiénico, se le ocurrió a uno. Podría llevar muestras gratuitas, dijo otro; muestras de toallitas refrescantes, de jabones íntimos, alguna crema para las hemorroides. Estaría bien, ¿no? Y, ¿llevaría fotos guarras?, preguntó el que sólo va al baño para defecar. No sé, en el lavabo yo también hago otras cosas...
Y así, como suele pasar en las mejores familias, entre risas, los primeros gintonics de pepino que llegaban a la mesa y ocurrencias cada más descabelladas y atrevidas, explotamos esa propuesta sabiendo que se quedaría en eso, en una locura escatológica (si alguien lee esto y pretende apropiarse de la idea, que sepa que nosotros tenemos el copyright).
Mientras, yo me acordaba de Laura. Cuando era pequeña, en una comida familiar, le dije que, si quería ir al lavabo, tenía que excusarse con elegancia con frases como “¿me disculpáis un momento?” o algo parecido. Efectivamente, en medio de la comida, le entraron ganas e hizo lo que yo le había enseñado. Todos los comensales alabaron la buena educación de la niña. Al tardar más de la cuenta, pensé que se había entretenido haciendo lo que la mayoría de los adultos hacemos, leer o contar baldosas. Al sentarse de nuevo a mi lado, le pregunté en voz baja si se había quedado leyendo, que no pasaba nada, que todo el mundo lo hacía. Ella, candidez e inocencia donde las haya, profirió en voz alta: ¿Leer? No. Es que no me salía el zurullo…
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