Todavía
me acuerdo de cuando era pequeña y mis padres me llevaban a la
playa. Recuerdo que, además de hacer hoyos en la arena, hacerme la
muerta en el agua o saltar las olas, cogía los cantos rodados y
siempre me hacía la misma pregunta: ¿cuántos niños más habrán
jugado con ellos?, ¿desde cuándo están en esta playa?
Con el paso del
tiempo, esa afición por las piedras “veraniegas” se convirtió
en el gusto por las “preciosas”: el jade, la amatista, el rubí...
(sí, me encantan los “joyones” de colores, me los pongo siempre,
todos los que tengo que son pocos, y dicen, solo dicen, que los sé
lucir muy bien) y, más tarde, devino necesidad con las “curativas”:
ojo de tigre, pirita, cuarzo... (sí, lo reconozco, desde que Elena,
una masajista increíble que me inició en esto de los chacras y
demás conexiones extrasensoriales entre mente y cuerpo, naturaleza y
cultura, piedras y piel, en el bolso llevo una bolsita -que cada vez
se hace más grande- con unas cuantas piedrecitas que me dan energía,
me cambian el malhumor por el bueno y me proporcionan buen rollito -o
eso quiero creer-). Lo que no sabía yo era que este gusto por los
trozos de rocas iba a acabar en una búsqueda continua de las piedras
“históricas”.
Después de varios
viajes “temáticos” con un único factor común y recurrente -las
ruinas-, no me queda más remedio que aceptarlo y admitirlo
públicamente: siento un auténtico placer cuando piso esos adoquines
sabiendo que fueron pisados miles de años atrás por gentes que
dieron un vuelco a la historia, bien porque cambiaron la forma de
pensar o porque, con sus palabras, con sus descubrimientos o con sus
simples pero definitivas existencias, ofrecieron al mundo una nueva
manera de ver la vida o de enfrentarse a ella;
experimento una
emoción indescriptible cuando me coloco ante los restos de esas
edificaciones en las que se alojaron mentes privilegiadas, mentes
valientes, mentes adelantadas a sus tiempos;
me estremezco hasta
el punto de llorar -sí, soy una sentimental o una bobalicona, lo que
quieran- cuando alzo la vista y veo ante mí columnas, estatuas,
muros, arcos, tumbas, testigos mudos de las historias que configuran
la Historia y me veo formando parte de ella; me satisface comprobar
que todo aquello que estudié en los libros de Historia (desde aquí,
un besazo a mi profesora Rosa María) realmente existe, que no forma
parte de una gran invención, y que todavía sigue en pie. Me hace
inmensamente feliz y, ¿qué quieren que les diga?, más sabia y más
consciente vivir en primera persona todo aquello que llamamos
“nuestro pasado”, sí, nuestras raíces, nuestros inicios como,
sencillamente, seres humanos que somos, más allá de nuestro color
de piel, nuestras creencias, nuestro lugar de nacimiento o de nuestra
propia cultura.
España. Grecia,
Italia, Sicilia, Egipto, Marruecos, ese lecho mediterráneo en el que
duermen nuestros antepasados, pero también China, Perú, Japón...
Tradiciones milenarias que han conferido a nuestro ADN parte de lo
que somos ahora (para bien y para mal, todo sea dicho).
Cuando viajo, las
busco, las recorro, las intento tocar (y no puedo), las siento. Ante
ellas, me postro, las contemplo, las venero, recuerdo, pienso,
imagino, recreo, intuyo, aprendo y agradezco.
No
imagino mi vida ni la vida de este planeta sin las cariátides de
Atenas, sin la Mezquita de Córdoba, sin el Coliseo de Roma, sin el
teatro de Epidauro, son las Pirámides de Egipto, sin los Budas de
China, sin... (y todo lo que me queda por ver).
Por
eso, por todo este acervo cultural que proporciona este mundo, porque
en él, de una manera o de otra, en mayor o menor medida, encontramos
algo de nosotros, me entristece y me cabrea ver por la televisión
esas escenas de destrucción y aniquilación de nuestra Historia, de
nuestro propio legado, protagonizadas por energúmenos ignorantes que
piensan que, así, van a acabar con ella y van a conseguir su
propósito, el de imponer sus ideas, el de trazar ellos su propia
historia; locos fanáticos que están convencidos de que, eliminando
los vestigios, destruyendo las manifestaciones artísticas, podrán
eliminar también las creencias, la esencia, el espíritu de todo un
pueblo. Monumentos funerarios de Nínive, en Irak; numerosos
mausoleos musulmanes que eran Patrimonio Cultural de la Humanidad de
la Unesco, en Tombuctú; monumentales estatuas de Buda esculpidas en
las rocas del Valle de Bamiyán; la mezquita Babri de Ayodhya y,
recientemente, Palmira...
Sí, han sido
destruidos. Lo que no saben ellos es que los que amamos y valoramos
la Historia seguiremos teniendo presente esas piedras. Lo que no
saben ellos es que, aunque desaparezcan las piedras, siempre nos
quedará su memoria.
PD. El turbante blanco, me lo regaló el guía que me acompañó en mi primer viaje por Marruecos. Desde aquella vez, allá por 1999, me acompaña allá donde voy...