domingo, 25 de septiembre de 2011

GORDA

De buen ver, rellenita, “fuerte”, con barriguita, de buen año, macizorra, bien alimentada, con unos kilitos de más, rolliza… No señores, dejémonos de eufemismos. Gorda, ésa es la palabra exacta, aunque algunas de nosotras huyamos de ella, aunque nos produzca sarpullido solo oírla. Seamos valientes y afrontemos la realidad. Gorda. Gorda. Gorda. Al fin y al cabo, sólo se trata de un adjetivo, como guapa, fea, delgada, alta, baja. Sólo una palabra. Las connotaciones se las ponemos nosotros y, sobre todo, nosotras, auténticas arpías envidiosas, despiadadas y crueles con los miembros de nuestro propio sexo. Aunque, sinceramente, difícil lo tenemos cuando estamos constantemente bombardeadas con imágenes de sílfides comiendo una miserable barrita energética o una desangelada hoja de lechuga, sílfides luciendo biquini, saliendo de una idílica e inalcanzable piscina en medio de un paraíso sin igual, sílfides abrochándose sin problemas aquel pantalón que lucieron en la fiesta de los dieciocho años. Sílfides. Sólo vemos chicas monísimas, superdelgadas, esplendorosas, sin un gramo de más, sin una estría de más, sin una arruga de más que no hacen otra cosa que poner en evidencia nuestra ordinaria y mal aceptada humanidad. Y es esa imagen la que nos marca a nosotras a la hora de enfrentarnos con nuestros michelines y la que condiciona la percepción que tienen de nosotras. Varios ejemplos:
Yo, que siempre he tenido barriga –siempre digo que lo primero que salió del vientre de mi madre fueron esos rollitos de primavera que tanto me cuestan hacer desaparecer- y dos hermanas delgadas y estilosas –somos tan diferentes que, al comentario de lo poco que nos parecemos, siempre digo que soy adoptada- he sufrido en primera persona las consecuencias de esos antiestéticos michelines. Para disimular mis orondas formas, de jovencita, llevaba camisas anchas, jerséis amplios, pantalones holgados y faldas largas y, en verano, bañador entero de color negro –el color de la sofisticación, de la elegancia y, para qué nos vamos a engañar, el más socorrido por las de buen ver, por aquello de que estiliza las curvas-. Incluso, hubo una época en la que llevaba faja para disimular mi notorio perímetro. ¿¿¡¡Se imaginan??!! Las que yo llevaba no tienen nada que ver con las que utilizan las famosas, de tejidos suaves y formas delicadas. Me acuerdo que una vez, saliendo con un antiguo novio, el pobre se quedó de piedra cuando, en un arrebato de lujuria y pecado, se atrevió a tocarme el culo… y, en vez de encontrarse con unas nalgas blanditas y apetecibles, se topó con una superficie plana y acartonada, rígida como una muñeca de plástico –y no precisamente hinchable-. ¡Tierra, trágame! La verdad es que fue muy galante el muchacho porque no hizo ningún comentario a tan desagradable sensación pero la cara de “pero, ¿qué es eso que tienes en el culo?” habló por él…
Con el paso del tiempo y con mucho esfuerzo, ya entrada en la treintena, después de mil intentos para llevar a buen puerto infinitos regímenes o tablas de gimnasia, aunque no las he hecho desaparecer del todo, he conseguido suavizar mis redondeces a base de mucho caminar y, con buenas dosis de humor, de madurez y de autoestima; he aprendido a convivir en paz y armonía con mi maltrecho cuerpo y a sacar provecho de mi anatomía hasta el punto que ya me atrevo a lucir de todo: camisetas estrechas y escotadas, minifalda e, incluso, un biquini de color fresa que me vuelve loca. Lo que ocurre es que la moda, sinceramente, no acompaña a aquellas que tenemos algún kilo de más. Hace un año, cuando los pantalones de talle bajo estaban tan de moda –algunos tienen el talle tan bajo que yo los llamo púbicos porque, como no esté bien depilada, por encima del botón se te puede ver toda la pelambrera rizadita...- y te tenías que gastar un pastón para tener uno que fuera por la cintura, se me ocurrió ir a una de esas tiendas, de nombre italiano y precios asequibles, para adquirir un pantalón. Pruébese éste, es de su talla, me dijo la joven dependienta. ¿La cuarenta? ¿No tienen más tallas?, le espeté casi ofendida. Qué manía con hacer tallajes y patrones ridículos para maduritas en edad de lucir palmito... Dejándola con la palabra en la boca, me dirigí hacia los probadores dispuesta a embutirme en esos deliciosos pantalones. Aguantando la respiración, pude subirme la cremallera y abrocharme el pantalón. Salí del vestidor para mirarme en el espejo: rollitos de primavera por todas partes, michelines por doquier y la carne que rebosaba casi por las costuras que estaban a punto de estallar. ¿A ver?, dijo la chica haciéndose la experta y la interesada, te queda perfecto... Yo me miraba en el espejo e intentaba ver a través de los ojos de la dependienta. Pero nada, yo sólo veía un muñeco michelín en vaqueros. Es tu talla... Y, sin poder evitarlo, le dije casi gritando: Pero, bueno, ¿¡es que estás ciega o qué?!

Pero ahí no queda la cosa. Me acuerdo que estaba de vacaciones con mi familia en un pueblecito de Murcia. Casi cada día íbamos a la piscina municipal para pasar la mañana y, una de ellas, decido coger a mi sobrina con pocos meses para darle un bañito. Me meto en la piscina y empiezo a jugar con ella. Eso que viene una niña de unos diez años, entradita en carnes como se dice vulgarmente, y empieza a preguntarme cosas sobre el bebé, que cómo se llama, cuántos meses tiene, que si es mi hija. No, yo no tengo hijos. Y va la niña, mirando fijamente mi barriga que yo no creía tan prominente, ¿de cuántos meses estás? A lo que respondí con una cara de mala leche que le asustó: No, guapa, yo no estoy embarazada, yo sólo estoy gorda.
Esto puede parecer una simple tontería, una anécdota para contar en una cena de amigos, con un par de copas entre pecho y espalda pero empieza a ser preocupante cuando sucede más de una vez: en el autobús, cuando un señor –último conato de elegancia y educación- te cede el asiento alegando tu supuesto estado de buena esperanza –mi hermana se partía entera y no sabía dónde meterse con la ocurrencia del caballero- o con las amigas de mis sobrinas pequeñas, cuando me acarician mi barriga y me preguntan –santa y jodida inocencia- si voy a tener un bebé. Claro que, para salir de la incómoda y violenta situación, ya están mis sobrinas que, sin problema alguno, exclaman: No, tonta, lo que pasa es que mi tita tiene una barriga muy gorda...

Nota: Harta ya de que me confundieran por algo que, de momento, no estaba dispuesta a ser (léase, una mujer embarazada) y de que mi gordura fuera motivo de comentarios improcedentes, decidí dejarme aconsejar por expertos en la materia. Visité dos. El primero, un endocrino de la seguridad social, después de medirme y pesarme con extraños aparatos, se quedó unos segundos en silencio mirándome de arriba abajo -yo estaba en bragas de cuello alto y sujetador tipo coraza medieval, con eso lo digo todo- y, al cabo de un rato, me espetó: Señorita, usted jamás estará delgada. Me quedé hecha polvo. Sin embargo, no sé si fruto de la compasión o del morbo, continuó diciendo guiñándome un ojo y pellizcándome el muslo: Pero también le digo que está usted compensada, equilibrada, sus carnes taán prietas... Vamos, que está usted de muy buen ver...
En otra visita, una de esas franquicias que tanto anuncian en las revistas y que te prometen adelgazar equis quilos en equis tiempo dejando de comer equis sabrosos productos, después de responder a unas cuantas preguntas, que si bebo mucho alcohol -lo justo y necesario, sobre todo los fines de semana-, que si picoteo a menudo -sólo cuando me entra el gusanillo-, que si me gusta poner mucha sal en los platos -me encanta todo lo salado-, que si soy disciplinada con las comidas -para nada, soy una dejada-, que si fumo -esto es lo único que hago correctamente; no, no fumo nada-, después de medirme -Dios, ¡¿tan poco mido?!- y pesarme con una curiosa báscula donde se ve lo que te sobra de grasa y lo que te sobra de agua –Dios, ¡¿tanto peso?! Hay que hacer algo YA-, la dietista me dijo que yo tenía un serio problema de retención de líquidos y que, en cuanto lo solucionara, desaparecería gran parte de mi voluminosidad.
¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? Retención de líquidos. No es que yo coma por dos, no es que yo me hinche de patatas fritas, no es me encante mojar pan en las salsas. Para nada. Lo mío era otra cosa. Ahora lo entendía todo. ¿Gorda yo? Perdona, bonita, yo no estoy gorda, yo SÓLO retengo líquidos...

1 comentario:

  1. Me ha encantado, podría añadir muchas anécdotas mías pero no estarían tan bien escritas.
    Mercedes

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