sábado, 4 de febrero de 2012

POPÓ

Permítanme que vuelva al tema. Hace poco, alguien me preguntó si no me daba “corte” hablar sobre temas tan íntimos como el de ir al lavabo (visitar al señor Roca, ir al excusado, cambiar el agua al canario, hacer aguas menores, decir palabras mayores, ir a mear, ir a cagar, defecar, darse un respiro, evacuar, hacer de vientre, sentarse en el trono, tomarse un ratito de lectura, vaciar, liberarse…). ¡Pero si es algo natural y muy humano!, le contesté yo. Está claro que no voy a hacer nada en medio de la Plaza Cataluña (entre otras cosas, porque me detendrían) y que no voy a explicar nada que atente contra mi integridad moral y física y, menos, contra de la de mis anónimos (y no tan anónimos), sufridos y admirados lectores (y si lo he hecho, mil disculpas). Pero también tengo muy claro que si hay algo que nos iguala, algo que nos mide por el mismo rasero a todos los seres humanos que hay sobre la faz de la tierra (ríanse ustedes de la ley...), es nuestra necesidad vital de ir al lavabo o, lo que es lo mismo, de hacer pipí y/o popó.
Y es que, cuando la urgencia aprieta, el resto del mundo pierde importancia o, lo que es lo mismo, pierdes de vista al resto de mundo. Lo único que te interesa, lo único que te preocupa y te ocupa es que nadie se dé cuenta de lo mal que lo estás pasando (retortijones, ruidos instestinales, pedetes, etc.); a continuación, todas tus energías y tus esfuerzos se centran en aguantar como puedas el mal trago (aprietas el culo, cruzas las piernas, respiras hondo...) y en encontrar ese lugar y ese momento preciosos para salir del atolladero. El resto, insisto, da igual con quién estés, de qué estás hablando o qué está pasando a tu alrededor, pasa a un segundo plano.
Hace muchos años, en un viaje por Marruecos, me di cuenta de todo eso que les acabo de mencionar. Fuimos a pasar Fin de Año al desierto, cerca de la frontera con Argelia. Haimas, velas, música tribal, alfombras, cuscús, cava y, en lugar de las uvas, aceitunas. Fue perfecto, precioso y muy, muy original. Aquella última noche del año, con la pretensión de hacer todavía más diferente y exclusiva la experiencia, decidí levantarme temprano para ver amanecer en el desierto. Apenas dormí pensando que no me despertaría a tiempo. No hizo falta despertador. A eso de las cuatro de la madrugada, sentí la voz de la naturaleza, de mi naturaleza (ustedes ya me entienden). En silencio y sin perder ni un momento, que no se me escapara nada, me puse las botas (nos habíamos acostado vestidos), el anorak y cogí de la mochila el rollo de papel higiénico. Y allá que me fui rapidita en busca de una palmera, un arbusto o una simple mata para hacer mis necesidades. Sólo encontré un pequeño cactus (claro, estábamos en pleno desierto; qué, si no). Estaba sola, completamente sola, ante la inmensidad del desierto y sus dunas y la grandiosidad de un cielo bordado de estrellas. Espectacular. Al lado el pequeño cactus y con mucho cuidado de no pincharme, me bajé los pantalones (¡qué frío!)y me puse en cuclillas, así, sin mi marieclaire para leer, sin baldosas para contar, sin botes de champú, y sin un ápice de vergüenza. Total, me había alejado ligeramente del campamento y estaba completamente sola. ¿Sola? En plena faena escatológica, empecé a sentirme como observada. ¿Saben esa sensación de que alguien les está observando pero no saben quién? Pues eso. Miré a mi alrededor. Nada. Nadie. Solo dunas de arena y cielo estrellado. Durante los minutos que siguieron, esa sensación fue en aumento y, a punto de dar por concluida la cuestión y a punto de amanecer, volví la cabeza, levanté los ojos y allí estaba: la silueta de un beduino, todo de azul, chilaba azul, turbante azul, de pie en lo alto de una duna, con una lanza en la mano, oteando el horizonte y fijándose en mi culo, mi culo que tiritaba de frío y de miedo porque no quería pincharse con el cactus de marras. Al principió, me violenté, por favor, un hombre estaba mirando mi culo con total descaro. Pero, de perdidos al río. Estaba en su territorio. ¿Qué podía hacer? Pues, como si estuviera en i propio cuarto de baño, hice todo lo que tenía que hacer, me limpié, me subí las bragas y los pantalones, enterré mis miserias, me lavé las manos con la arena y, como tenía previsto, subí a la duna para presenciar la salida del sol. Al llegar, toda respetuosa, incliné la cabeza ante el beduino y, él, que continuaba allí, impertérrito e imperturbable, hizo lo mismo y los dos, uno al lado del otro (él, con su turbante azul y su lanza, y yo, recién cag...) fuimos testigos de uno de los espectáculos más increíbles que he visto en mi vida; los dos compartiendo el silencio, los primeros rayos de sol de un uno de enero y, para qué engañarse, un secreto. Me imagino la escena posterior: llegaría al poblado ¡hey, gente!, ¿a que no sabéis que me ha pasado? Resulta que estaba yo haciendo la ronda y me encontré con un culo a ras de suelo a punto de pincharse con el cactus ese que está al lado de la duna de vigilancia… La chica subió a la duna conmigo... Qué maja.
Otro año, navegando en velero por las calmadas aguas del Mediterráneo, el patrón, antas de zarpar, nos dio unas cuantas instrucciones entre las cuales se encontraba la de no hacer caca en el barco cuando estuviéramos atracados en el puerto o cerca de alguna playa. O sea, que sólo podíamos defecar cuando estuviéramos en alta mar. Durante la mayor parte de la travesía, todos los que íbamos en el Onas pudimos acatar las órdenes del patrón, pero una mañana, después de una cena copiosa anclados cerca del puerto de Mahón, las intenciones se fueron al garete. A una de las del grupo (juro que, esta vez, no fui yo) le entró un apretón y, aprovechando que el patrón había ido a tierra firme, se metió en el minúsculo lavabo para “liberarse”. El resto estábamos en cubierta tomando el sol y todo parecía ir bien, hasta que oímos la voz del patrón: ¡Joder! ¡¿Quién está cagando?! Nos levantamos al instante y dirigimos nuestras miradas hacia los gritos. No pudimos aguantar la risa al ver el panorama: allí abajo estaba el capitán, en su barca hinchable llena de bolsas de supermercado (el pobre se había levantado temprano para comprar víveres), rodeado de mierda flotando en el mar. No hace falta decir cómo se quedó la pobre chica al salir del lavabo y, en cubierta y totalmente satisfecha, comprobar a dónde habían ido a parar sus “cositas”.
Otro verano, en otro país árabe, en una excursión, al preguntar por el toilete, el guía me señaló un palmeral mientras, con una sonrisa picarona, me decía "cualquiera de ellas te servirá".
Y este verano, en China, en los lavabos públicos de la Ciudad Prohibida, con la vejiga a punto de explotar y una cola de mil pares, me encontré con un retrete vacío porque no tenía puerta. La china que estaba detrás de mí, con cara de angustia, me preguntó algo y, al ver que yo no respondía (más que nada porque no entendía ni papa), pasó delante de mí y se metió en el retrete sin puerta. Ni corta ni perezosa, ante la atenta, disimulada y sorprendida mirada de todas las que estábamos allí -la mayoría, chinas-, se bajó los pantalones, se puso en cuclillas -los lavabos públicos allí son agujeros en el suelo- y su cuerpo empezó a emitir todo tipo de sonidos que la mujer acompañaba con una sonrisa de enorme alivio… ¡No hay nada como viajar y ver mundo!
Pero las mejores experiencias que he tenido al respecto las he vivido con mis sobrinas, cuando eran pequeñitas, justo en el momento cumbre, cuando más tranquilidad y soledad necesito. Una, juguetona, que llama constantemente a la puerta mientras yo estoy con mi lectura y no para hasta que abro y le dejo entrar; otra, que se empeña en que la coja en brazos o en jugar a las momias con el papel higiénico; la pequeñaja, que se queda mirándome con esos ojazos que cortan el hipo (y el rollo, claro) o que quiere saber qué tengo entre las piernas. Más de una vez, entre risas infantiles y mis gritos llamando a sus madres respectivas para que las niñas salieran del baño, he declarado imposible la misión.
En fin… Ya lo dice mi amiga: para no tener problemas, antes de salir de casa, todos comidos y “pipidos” (o, en su defecto, “popados”. ¿O se dice "popodos"?)

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