sábado, 2 de junio de 2012

LA NIÑA DE COLORES (cuento infantil. O no)

Érase una vez, no muy lejos de aquí, en medio de un azul y profundo mar, un lugar llamado Grisla. Como el resto de las islas, ésta tenía sus playas, sus palmeras, sus montañas y sus valles, su embarcadero y su pequeño y peculiar pueblo que daba nombre a este trozo de tierra. Se trataba de un pueblo pesquero, con sus calles y callejuelas, su plaza, su mercado, su colegio, su parque de juegos, su iglesia, su ayuntamiento... y sus gentes: hombres y mujeres que trabajaban, compraban y cuidaban de sus hijos; abuelos y abuelas que paseaban y se sentaban en la plaza o en el parque donde se entretenían los más pequeños del lugar y niños y niñas que iban al colegio y a la playa, los pescadores, los tenderos, el alcalde...
Pero, a diferencia de otras islas que salpicaban el ancho mar, Grisla se caracterizaba por ser toda ella, enterita, de color gris. Grises eran sus playas y sus montañas; grises eran su cielo, su mar y su sol; grises, las calles y las casas de su pueblo y grises también, sus habitantes. Pero, no solamente el aspecto de la isla adquiría esta tonalidad apagada y triste. También el corazón de sus gentes estaban de este color... Los mayores iban a trabajar con prisas, aburridos y siempre mirando al suelo. Los abuelos se limitaban a vigilar a los nietos o a mirar al resto de los vecinos y los niños apenas jugaban ni reían. Parecía un pueblo fantasma, aburrido, sin alma. Era un pueblo sin pasado ni presente ni futuro. Ni en las calles, en el mercado o en las playas se oía el jolgorio de sus habitantes y los parques no parecían lugares de juego. Por muy pequeño que fuera el pueblo y por mucho que se conocieran, los vecinos apenas se saludaban o hablaban entre ellos y los niños no jugaban juntos. Sólo se miraban unos a otros de manera furtiva y huraña. Cada uno iba a lo suyo, cada uno de los habitantes de la isla estaba encerrado en su propio mundo, nadie compartía nada con nadie y nadie ayudaba a nadie.

Un buen día, llegó a la isla un matrimonio con su hija, Patricia, de enormes y expresivos ojos y el pelo recogido en una simpática coleta con un lazo de colores, para hacerse cargo de la panadería del pueblo cuyo dueño había fallecido. Los tres formaban una bella familia, una estampa preciosa que, sin embargo, tenía algo especial... En el barco, a medida que se acercaban al embarcadero, se dieron cuenta de algo extraño. En medio del inmenso mar azul, les sorprendía el tono grisáceo y apagado que reinaba en toda la isla. Esperaban ver el dorado de sus playas, el verde de sus árboles y sus montañas, el rojo de los tejados, el amarillo del sol y una infinidad de colores en sus flores y en sus gentes. Pero no. Todo era gris, sólo de color gris...

—Mamá, creo que no lo voy a pasar bien en este pueblo —decía Patricia apoyada en la barandilla del balcón de su nueva casa—. Mira qué cara llevan las personas. No sonríen, no se hablan...
—No digas eso —contestaba la madre mientras se asomaba también a la calle para comprobar lo que decía su hija—. Seguro que no es tan gris como parece. Tenemos que darnos tiempo, cariño, para adaptarnos al pueblo y a la manera de ser de sus habitantes.
—Pero, fíjate, mamá —replicaba la niña desoyendo las palabras de su madre—, la ropa es de color gris, las casas y todo lo demás son de color gris, ¡todo es de ese color! ¡Todo parece triste y aburrido!
—Tranquila, hija mía. No te preocupes. Ya verás como no significa nada. Ya verás... —pensaba la madre en voz alta confiando en que todo se tratara de una simple ilusión óptica—. Todo es cuestión de confianza y optimismo.

En medio de tanto color aburrido y apagado, aprovechando el buen tiempo y las vacaciones de la chiquilla, los tres ofrecían todo un espectáculo de color y alegría a las gentes del pueblo. Cuando podían, entre bromas, risas y besos, iban los tres a pasear por el embarcadero o a jugar en la playa y, cuando sus padres tenían que trabajar en la panadería, Patricia iba al parque que había cerca de allí. Con sus pantalones rojos, su camisa de cuadros multicolores y su lazo como el arco iris, Patricia llevaba sus juguetes para compartirlos con los demás niños e intentaba hablar con ellos. Pero los niños, ante tan sorprendente actitud de la recién llegada, echaban a correr. También se asombraban cuando la oían reír mientras se columpiaba alto o se deslizaba por el tobogán. Patricia no entendía nada, ¿por qué no querían jugar con ella?, ¿por qué no jugaban o hablaban, al menos, entre ellos?, ¿por qué no se reían?, ¿por qué era todo tan gris?
—No quiero ir a jugar al parque. Los niños no quieren jugar conmigo y me miran como si fuera un bicho raro —comentaba Patricia a sus padres cada vez que venía del parque.
—¿Por qué dices eso? —sus padres sabían perfectamente lo que quería decir su hija. También ellos lo habían notado en la panadería—. Dales tiempo para que te conozcan un poco. Es cuestión de confianza, optimismo y paciencia y tú tienes todo eso, ¿verdad?
—No papá. Son niños tristes, apagados, aburridos. No se ríen, no juegan, no hablan, no se divierten y yo ya no sé qué hacer... —decía Patricia desanimada—. ¿Cómo pueden vivir en un mundo tan gris? ¿No se dan cuenta de que no son felices? ¿No saben que con una sonrisa se vive mejor? ¿Cómo pueden vivir sin hablar con los demás, sin compartir, sin ayudar? Es lo que siempre me habéis dicho... ¿Qué puedo hacer?
—Es verdad. Te lo hemos enseñado porque creemos en ello —contestaba el padre intentando convencer a su hija de lo correcto de sus ideas—. ¿Sabes lo que puedes hacer? Sé tú misma, Pat. No cambies. Limítate a ser tú misma. Entre tanto gris, sé una niña de colores...

Y así hizo Patricia. Decidió seguir yendo al parque con sus juguetes, su ropa de colores y su pelo recogido en un lazo como el arco iris. Siguió intentando jugar y hablar con los demás niños y siguió riendo mientras se columpiaba alto o se deslizaba por el tobogán. Tampoco sus padres desistieron en el intento de hablar con los vecinos y ofrecerles, además de una barra de pan, la mejor de sus sonrisas.
Cuentan las gentes que, poco a poco, esa tonalidad que reinaba en toda la isla fue desapareciendo para dar paso a toda una gama de tímidos colores. Así, los habitantes de Grisla pudieron advertir el suave verde de las montañas y los valles, el azul casi transparente del cielo y el mar, el amarillo pálido de unos vergonzosos rayos de sol y una infinidad de colores increíbles que inundaron hasta el último rincón de la isla. Ante tal mágico y sorprendente cambio, los habitantes del pueblo empezaron a hablar entre ellos intentando encontrar el origen o la razón de tan magnífico y espléndido acontecimiento. Los niños jugaban a adivinar nuevos colores y se reían al descubrir o inventar tonos diferentes
Con el tiempo, Grisla se fue convirtiendo en un lugar lleno de alegría, optimismo, futuro y... colores, muchos colores. Los vecinos, cada vez, se comunicaban más entre ellos, reían, hablaban, se ayudaban y compartían todo lo que tenían y Patricia cada día era más feliz. Pero no estaba del todo satisfecha. Sí. Efectivamente. Las gentes habían cambiado. Los colores habían pintado la isla pero los colores eran todavía muy pálidos y claros. Patricia pensaba que faltaba algo pero no sabía qué. Hasta que ocurrió el milagro...
Un buen día, cuando las risas y la alegría ya se habían convertido en algo normal y cotidiano, empezó a llover en la isla. Las gotas eran de un azul transparente que apenas se percibía. Patricia decidió ir a jugar en los charcos con sus amiguitos y salió a la calle con su chubasquero, sus botas de agua y su paraguas, cómo no, de colores. Sin que nadie pudiera explicárselo, las gotas de agua que caían sobre el paraguas de Patricia salían rebotadas en forma de cascadas de purpurina que, al posarse en cualquier superficie, hacían que ésta adquiriera un tono más brillante e intenso. Poco a poco, mientras la simpática niña chapoteaba en los charcos, junto con los demás niños, todo el pueblo se fue convirtiendo en una auténtica postal de resplandecientes y llamativos colores que brillaban todavía más con los centelleantes rayos de un generoso sol acompañado de un majestuoso arco iris que decidieron salir después de aquella mágica tormenta de verano. Nadie se lo podía creer. Todos comentaban lo sucedido. No podían encontrar una explicación razonable a tan admirable milagro. Cada uno daba una razón. Sólo se ponían de acuerdo al decir que aquella transformación del pueblo coincidía con la llegada de aquella niña de expresivos ojos y corazón de oro, la niña de colores...

Cuenta la leyenda que, después de unos pocos días, cuando la gente todavía se reunía en la calle o en la plaza para comentar el milagro sucedido en la isla, el alcalde decidió convocar a todos los vecinos para anunciar algo importante. De todos era conocido el extraordinario cambio que se había producido en Grisla. Había dejado de ser una isla gris, apagada, triste, aburrida, sin alma, para ser un lugar mágico, lleno de colores, alegre, optimista, generoso y agradable. Era evidente que aquel trozo de tierra en medio de la inmensidad del mar no podía continuar llamándose de aquella manera. El nombre de Grisla ya no reflejaba el nuevo estado de la isla y de sus habitantes. Era urgente cambiarle el nombre. Y, en medio de murmullos y comentarios entre unos y otros, surgió la dulce voz de Patricia:
—Es verdad. Todo ha cambiado. Ya no es una isla gris ni triste. Ya no se puede llamar Grisla. Ahora, ya somos felices, ya hay optimismo, la gente habla, sonríe y juega. Ahora, las cosas ya tienen color, ya tenemos sol y arco iris. —Y, después de permanecer un rato callada, provocando la expectación de los allí presente, continuó diciendo—: Ya que el arco iris ha cubierto nuestra isla, arco iris, isla de arco iris, isla de iris... ¡Ya lo tengo! Irisla, se va a llamar Irisla.
—Así, todo el mundo sabrá que nuestra isla es una isla de colores. Una isla bendecida por el arco iris –aprobó el alcalde, mirando a Patricia con simpatía y complicidad, entre los aplausos y vítores de los vecinos-. Irisla. A partir de ahora, nuestra isla será conocida en todo el mundo por sus colores y su alegría. A partir de ahora nuestra isla se llamará Irisla.