sábado, 21 de noviembre de 2015

EL PLACER Y LA MEMORIA DE LAS PIEDRAS




Todavía me acuerdo de cuando era pequeña y mis padres me llevaban a la playa. Recuerdo que, además de hacer hoyos en la arena, hacerme la muerta en el agua o saltar las olas, cogía los cantos rodados y siempre me hacía la misma pregunta: ¿cuántos niños más habrán jugado con ellos?, ¿desde cuándo están en esta playa?
Con el paso del tiempo, esa afición por las piedras “veraniegas” se convirtió en el gusto por las “preciosas”: el jade, la amatista, el rubí... (sí, me encantan los “joyones” de colores, me los pongo siempre, todos los que tengo que son pocos, y dicen, solo dicen, que los sé lucir muy bien) y, más tarde, devino necesidad con las “curativas”: ojo de tigre, pirita, cuarzo... (sí, lo reconozco, desde que Elena, una masajista increíble que me inició en esto de los chacras y demás conexiones extrasensoriales entre mente y cuerpo, naturaleza y cultura, piedras y piel, en el bolso llevo una bolsita -que cada vez se hace más grande- con unas cuantas piedrecitas que me dan energía, me cambian el malhumor por el bueno y me proporcionan buen rollito -o eso quiero creer-). Lo que no sabía yo era que este gusto por los trozos de rocas iba a acabar en una búsqueda continua de las piedras “históricas”. 
Después de varios viajes “temáticos” con un único factor común y recurrente -las ruinas-, no me queda más remedio que aceptarlo y admitirlo públicamente: siento un auténtico placer cuando piso esos adoquines sabiendo que fueron pisados miles de años atrás por gentes que dieron un vuelco a la historia, bien porque cambiaron la forma de pensar o porque, con sus palabras, con sus descubrimientos o con sus simples pero definitivas existencias, ofrecieron al mundo una nueva manera de ver la vida o de enfrentarse a ella;


experimento una emoción indescriptible cuando me coloco ante los restos de esas edificaciones en las que se alojaron mentes privilegiadas, mentes valientes, mentes adelantadas a sus tiempos; 


me estremezco hasta el punto de llorar -sí, soy una sentimental o una bobalicona, lo que quieran- cuando alzo la vista y veo ante mí columnas, estatuas, muros, arcos, tumbas, testigos mudos de las historias que configuran la Historia y me veo formando parte de ella; me satisface comprobar que todo aquello que estudié en los libros de Historia (desde aquí, un besazo a mi profesora Rosa María) realmente existe, que no forma parte de una gran invención, y que todavía sigue en pie. Me hace inmensamente feliz y, ¿qué quieren que les diga?, más sabia y más consciente vivir en primera persona todo aquello que llamamos “nuestro pasado”, sí, nuestras raíces, nuestros inicios como, sencillamente, seres humanos que somos, más allá de nuestro color de piel, nuestras creencias, nuestro lugar de nacimiento o de nuestra propia cultura. 



España. Grecia, Italia, Sicilia, Egipto, Marruecos, ese lecho mediterráneo en el que duermen nuestros antepasados, pero también China, Perú, Japón... Tradiciones milenarias que han conferido a nuestro ADN parte de lo que somos ahora (para bien y para mal, todo sea dicho).

Cuando viajo, las busco, las recorro, las intento tocar (y no puedo), las siento. Ante ellas, me postro, las contemplo, las venero, recuerdo, pienso, imagino, recreo, intuyo, aprendo y agradezco.


No imagino mi vida ni la vida de este planeta sin las cariátides de Atenas, sin la Mezquita de Córdoba, sin el Coliseo de Roma, sin el teatro de Epidauro, son las Pirámides de Egipto, sin los Budas de China, sin... (y todo lo que me queda por ver).  
Por eso, por todo este acervo cultural que proporciona este mundo, porque en él, de una manera o de otra, en mayor o menor medida, encontramos algo de nosotros, me entristece y me cabrea ver por la televisión esas escenas de destrucción y aniquilación de nuestra Historia, de nuestro propio legado, protagonizadas por energúmenos ignorantes que piensan que, así, van a acabar con ella y van a conseguir su propósito, el de imponer sus ideas, el de trazar ellos su propia historia; locos fanáticos que están convencidos de que, eliminando los vestigios, destruyendo las manifestaciones artísticas, podrán eliminar también las creencias, la esencia, el espíritu de todo un pueblo. Monumentos funerarios de Nínive, en Irak; numerosos mausoleos musulmanes que eran Patrimonio Cultural de la Humanidad de la Unesco, en Tombuctú; monumentales estatuas de Buda esculpidas en las rocas del Valle de Bamiyán; la mezquita Babri de Ayodhya y, recientemente, Palmira... 
Sí, han sido destruidos. Lo que no saben ellos es que los que amamos y valoramos la Historia seguiremos teniendo presente esas piedras. Lo que no saben ellos es que, aunque desaparezcan las piedras, siempre nos quedará su memoria.

PD. El turbante blanco, me lo regaló el guía que me acompañó en mi primer viaje por Marruecos. Desde aquella vez, allá por 1999, me acompaña allá donde voy...

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