domingo, 22 de enero de 2012

SUR

Que vaya por delante que soy del Sur: mi ADN lleva un cachito de Sur, por mis venas corre la esencia del Sur, en mi piel llevo tatuados rincones del Sur y en mi retina, en mi memoria y -aunque suene cursi- en mi corazón, se han grabado a fuego momentos inolvidables en el Sur. Me gustan sus paisajes, sus playas, sus gentes, su manera de ver la vida, sus cervecitas al salir del trabajo, sus bromas, su gracia, ese deje tan peculiar que tienen y esa manera tan curiosa de explicarse y explicar la vida.

Hace unos cuantos años -bastantes, diría yo, aunque, para mí, fue ayer-, estaba yo una mañana en el aeropuerto de Málaga esperando a mi hermana que llegara de Dublín. Empezó a sonar el inconfundible ding-dong de antaño, ese que anunciaba el inicio de un aviso por megafonía: “Atención. Se ruega al dueño del automóvil SEAT 124 con matrícula Málaga...” (hasta aquí, todo correcto: sintaxis perfecta, dicción impecable, propia de un gran profesional; incluso, no parecía que estuviera en un aeropuerto del Sur. Hay que ver... qué manía esa de que los del Sur no saben hablar ni saben decir las cosas adecuadamente. ¡Bah! Topicazo, manía, prejuicio) “… haga uté er favó de exá su coxe a un laíto, que no pué salí la fregoneta”. Sí, ya lo sé, parece un chiste, pero no lo es. Esas fueron las palabras exactas. Que conste que me había propuesto no imitar el deje sureño pero, supongo que lo entienden, me resulta difícil no reproducirlo cuando recuerdo la anécdota. A lo que iba. No sé cómo ni por qué, pero el discurso había cambiado de rumbo completamente. En el aeropuerto, la gente seguía con sus cosas sin hacer caso del aviso pero se pueden imaginar mi cara de estupor al oír el final de aquel aviso. No me lo podía creer. Y allí, frente a la puerta de Llegadas/Arrivals, estaba yo descojonándome sola cuando me vio mi hermana con sus aires irlandeses. ¿Qué te pasa? Con lágrimas en los ojos, me limité a repetir “… haga uté er favó de exá su coxe a un laíto, que no pué salí la fregoneta”.

En otra ocasión, no hace mucho, estando de vacaciones en Ceuta (al sur del Sur), vi en el escaparate de una óptica (la de más solera, reconocimiento y profesionalidad de la ciudad) unas gafas de sol preciosas a un precio muy competitivo (vamos, las segundas rebajas). Entré para probármelas. Eran de pasta verde, con cristales verdes, muy extremadas y, no es por nada, me quedaban que ni pintadas. La dependienta, con su bata blanca de profesional y sus conocimientos también de profesional, me explicó detalladamente las gracias de las gafas con un vocabulario preciso y unas lacónicas expresiones. Vamos, de auténtica profesional de la óptica y de la oftalmología. Me las llevo. La mujer colocó las gafas en una funda rígida, lo metió todo en una bolsa y, cobrándome, me dijo muy amablemente: “Si tiene algún problema con ellas, no dude en traerlas, que, muy amablemente, se lo resolveremos”. Por favor, cuánta amabilidad, cuánta profesionalidad, cuánta seriedad... Al llegar a casa, muy contenta y satisfecha, quise compartir mi compra con la familia pero, al mostrar las gafas, me di cuenta de que la funda no cerraba bien, con ese efecto de cierre hermético y seco, sino que se quedaba ligeramente abierta. Ni me las probé. Volví a meterlo todo en la bolsa y, en cinco minutos, estaba de nuevo ante aquella dependienta, con su bata blanca, rezumando profesionalidad. Le expliqué lo que había pasado. Se acordaba de mí (menos mal) y, con una amplia y profesional sonrisa, empezó a inspeccionar la funda. Hizo el ademán de abrirla y cerrarla varias veces pero, en efecto, no se cerraba del todo con ese golpe seco característico de las fundas rígidas. La colocó bajo una lupa de gran aumento para dilucidar la causa de esa anomalía (lo digo así porque ésas fueron las palabras exactas), llamó a un colega para discutir el caso y, después de unos minutos, volvió al mostrador y, ofreciéndome de nuevo la funda estropeada, muy seria y convencida, me dijo: “Er poniente”. ¿¿¡¡¿¿Perdón??!!?? ¿Qué quiere usted decir? “Puéj eso, er poniente que ahora esta mú fuerte aquí”. Parpadeé varias veces y miré a mi alrededor buscando la cámara oculta. Esa dependienta, profesionalidad donde las hubiera y especialista en materia de óptica, estaba justificando el defecto de la funda con un simple, populachero (ese argumento ya lo había oído en el mercado, en la calle, pero en un establecimiento serio como aquél...) y sospechoso “Er poniente”. ¿Lo está diciendo en serio? Sí, lo estaba diciendo completamente en serio, completamente convencida de que esa, los malditos vientos de poniente, y no otra era la verdadera razón por la cual la funda de las gafas no podía cerrarse completamente y por la cual no me la podía cambiar. “Venga con la funda cuando tengamos levante y ya hablaremos”. Me quedé sin palabras y procuré que no se notara la cara de idiota que se me estaba poniendo. Cogí humildemente la bolsita de marras y salí de la óptica sin saber bien qué había pasado. Lo único que sabía era que si esto me pasaba en una óptica de Barcelona, les montaba un pollo de mil pares... Se lo juro.

Y hace poco, en un viajecito por la provincia de Cádiz, mi pareja y yo paramos en un bar de tapas para comer antes de coger el avión en Jerez. Teníamos tres horas por delante, lo que nos dejaba un buen margen para comer con tranquilidad, llegar al aeropuerto y facturar sin prisas ni agobios. El bar estaba abarrotado y pudimos encontrar en un rinconcito una mesa para dos. El camarero llegó enseguida para tomar nota. Por favor, dos de secreto ibérico, una fritura de pescado para dos, una ensalada de la casa y dos cervezas. Y, como si de Eco se tratara, escuchamos a grito pelao: ¡¡¡¡Dó zecreto, una de pejcaíto, ensalaílla i dó servesa”. Las cervezas y la tapa de ibérico llegaron enseguida pero, no sé por qué extraña razón, la ensalada de la casa (¿qué complicación podían tener unas hojas de lechuga, unos trozos de tomate, unas rodajas de cebolleta, un par de espárragos, un tronco de atún y unas aceitunas?) y la fritura de pescado (eso ya lo podíamos entender más) tardaban en llegar. Pasaban los minutos, el bar hasta la bandera y los camareros corriendo por el local llevando platos y copas de cerveza. Yo, apurando la bebida y con el brazo en alto para llamar al camarero. A la media hora larga, llegó la fritura de pescado. ¿Y la ensalada? Ej que la cosina está a tope... Vale, vale. Pero, es que tenemos un poquito de prisa. Le agradeceríamos que... Y, dejándome con la palabra en la boca (no hay cosa que más rabia me dé), el camarero se puso a vociferar ¡¡¡¡a vé esa ensalaílla pá la cuatro!!!! como si, de esta manera, dejara claro que él ya hacía su trabajo. Harta de esperar, cabreada como una mona -ofendida casi, por tanta falta de profesionalidad- y con la hoja de reclamaciones en mi mente, llamé al camarero y, con cara de pocos amigos, le pedí la cuenta advirtiéndole que todavía no había traído el plato de pescado y que el servicio había sido pésimo. Se lo confieso: yo esperaba, como mínimo, una rebaja en la factura, una disculpa y un chupito de la casa. Y, ¿saben con qué me salió? ¡¡Con un chiste!! Me contó un chiste el mú jodío, un chiste de camareros andaluces y tardanzas y retrasos. Hay que tener morro. Pero, como era tan gracioso (no sé si por ser del sur o porque era el chiste que siempre contaba cuando la clientela se quejaba por sus retrasos en el pedido), no pude evitar reírme. Lo peor de todo no fue eso. Lo peor fue que yo, olvidándome del enorme cabreo que llevaba encima, acabé contándole también otro chiste de catalanes...
Ya, en el aeropuerto, con la maleta facturada y a punto de embarcar, le seguía dando vueltas a aquello que sólo había sido una divertida anécdota. Pensaba que, en Barcelona, por eso mismo, ya habría pedido la hoja de reclamaciones...
Y es que no sé qué me pasa cuando voy al Sur. Como decía aquel anuncio: yo, para encontrar mi norte, necesito un poco de sur (o algo así)

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