domingo, 13 de mayo de 2012

LA VERDAD QUE...

La verdad que hace tiempo que le estoy dando vueltas al tema. La verdad que hace tiempo que lo voy observando. Y la verdad que estoy hasta los mismísimos. La verdad que todo empezó cuando una señora supuestamente famosa (digo lo de supuesta porque en realidad sólo era la mujer del exmarido de una tonadillera, muy buena peluquera, eso sí, pero se había metido -¿o la habían metido?- en el mundo del papel cuché y de la prensa rosa por vía interpuesta. O sea, y para resumir, se había convertido de la noche a la mañana y por enamorarse de un “ex de” en famosilla de tercera mano); bueno, a lo que iba, que pierdo el hilo, todo empezó cuando esta señora se sentó en un programa de cotilleos para someterse a una entrevista de corazón. No miento si digo que a cada una de las preguntas que le hizo el presentador ella empezó respondiendo con un “la verdad que”. Total, ¿cuántas cuestiones le formularon?, ¿veinte?, ¿treinta? Pues veinte o treinta “la verdad que” soltó la señora en un tiempo récord mientras veía la entrevista (sí, lo reconozco, yo también veo de vez en cuando, sólo de vez en cuando estos programas infumables pero un tanto saludables para dejar el encefalograma plano durante unos minutos. Sólo unos minutos porque, cuando empiezan a gritar los tertulianos de turno y a insultarse entre ellos, ya empiezo a tener dolor de encéfalo). “La verdad que mi marido y yo nos queremos muchísimo”, “la verdad que su exmujer y yo nos llevamos fenomenal”, “la verdad que su hija me adora y yo la adoro a ella”, “la verdad que…” ¡Cuánta riqueza de vocabulario!, ¡qué habilidad para responder!, ¡qué manera tan elegante de enlazar las preguntas con las respuestas!, ¡cómo se repite la señora!, ¿es que no sabe decir otra cosa! Tanto es así que yo misma, una servidora, en pijama y con un cuenco de palomitas entre las piernas, empezaba las intervenciones de la famosilla de tercera mano con un sonoro y carcajeante “la verdad que”. Y no debí de ser la única, porque, durante toda la semana siguiente, salió en todos los programas de “zapping”, se comentó en la prensa escrita y se oyó más de un comentario en los programas de radio y en otros de la televisión. La señora en cuestión consiguió su objetivo: ser famosa por méritos propios, convertirse en material de estudio por los miembros de la RAE (Real Academia de la Lengua Española) –y si no fue así, poco le faltaron-, y, lo más importante, ser la creadora de toda una moda lingüística que, poco coña, ha perdurado hasta nuestros días. La verdad que, pasados unos cuantos años, todavía veo en la tele a más de una persona de esas que se consideran famosas que posa glamurosa –menudo ripio me acaba de salir-, interesante e incluso con ciertos aires de culta en la photocall o a la salida de algún que otro evento y, con la alcachofa en los labios, después de oír la pregunta de turno, empieza su intervención con un ya manido, ridículo, repetitivo e irrisorio “la verdad que” como si esas tres palabras (deberían ser cuatro: “la verdad es que”, pero por razones de economía lingüística o por algún otro motivo que va más allá de mi inteligencia comprensiva, han quedado fosilizadas en tres), como si esas tres palabras pronunciadas con una gran sonrisa, una mirada fija en la cámara y una caída de pestañas fueran un mantra, un ritual para deshacerse de los genios malignos que rodean a la prensa rosa, o, sencillamente, otra manera de seducir al personal. La verdad que no lo acabo de entender. Lo peor de todo es que lo que empezó siendo una moda, horrorosa pero, por suerte, efímera, se fue gravando en la mente de las personas –famosas o no-hasta convertirse en un uso lingüístico en toda regla (en serio, señoras y señores de la RAE, yo, de ustedes, empezaría a planteármelo). Deportistas, periodistas, artistas, políticos, todos, ¡absolutamente todos! empiezan a hablar con un “la verdad que”. El otro día, sin ir más lejos, un cantante de renombre, célebre –que no famoso porque esta palabra ya ha perdido su verdadera carga semántica- por sus canciones y también por su labor solidaria, en una entrevista en la radio, pronunció dieciocho veces (las conté) “la verdad que”; al día siguiente, salió por la televisión en uno de esos programas llamados “magazine”, o sea, de todo un poco, y volvió a responder la preguntas del presentador con trece (las conté) “la verdad que”; y, para más inri, en la prensa escrita, en otra entrevista, leí once veces (también las conté) tan magnífica fórmula “la verdad que”. La verdad que la tenemos, la maldita fórmula fosilizada, tan interiorizada, tan asimilada que parece que nadie se dé cuenta de la cantidad de veces que la repiten. Yo debo de ser un bicho raro porque sí, las cuento. Y, además, creo que tengo insertado en mi cabeza un chip detector de “la verdad que” porque enseguida me percato de ello y no me pasa desapercibido. Lo peor de todo no es eso, no es que pierda el hilo de la entrevista o de la conversación del personaje en cuestión porque presto más atención a los “la verdad que” que va soltando de manera reiterada, como auténticas perlas lingüísticas, sino que el protagonista de la velada, que a priori me podía resultar interesante, culto hasta el punto de ser un referente en mi imaginario personal, con dos “la verdad que” que suelte, ya pierde todo su encanto, todo su atractivo, todo su interés y queda desterrado a mi personal cementerio de personajillos y demás monstruos –en el más estricto sentido de la palabra- lingüísticos. (Sí, esto también lo reconozco, me encanta fijarme en la manera de hablar de la gente; no hay nada que me produzca más repulsión que un charlatán de feria, un demagogo, uno que hable mucho y no diga nada, y que, encima, la vaya dando patadas al diccionario. Sí, qué le vamos a hacer, no hay nada que me “ponga” más que un buen discurso, bien organizado, bien “hilvanado”, bien construido. Si a eso le añadimos una voz sugerente…) Y la verdad que ustedes me dirán: sí, todo esto está muy bien, pero cada uno tiene su forma de hablar y eso hay que respetarlo. Completamente de acuerdo. No me pregunten por qué, pero, efecto, cada uno de nosotros tiene una particular manera de expresarse. Por la educación recibida, por el entorno en que ha crecido, ahora también por los programas de televisión que ha visto, o por alguna oscura e inescrutable razón, cada uno de nosotros ha interiorizado una serie de coletillas, de fórmulas fijas, de expresiones que ya forman parte de nuestro ADN lingüístico. Yo misma. Si les preguntaran a mis alumnos o a los que integran mi círculo más cercano –y no tan cercano, me atrevería a decir- por mis “comodines” lingüísticos, seguro que le dirían varios. Pero una cosa es tener eso, lo que yo llamo recursos, y otra cosa muy diferente es tener un registro tan limitado que cualquier conversación, cualquier entrevista o cualquier intervención mediática se convierte en una auténtica carrera de obstáculos por parte del oyente o el lector para extraer entre tanto “la verdad que” algo de información, la verdadera esencia de todo discurso. Y todo esto, ¿a qué venía? Pues que, en plena época de exámenes, me encontré con un comentario de texto literario de un alumno que empezaba con “La verdad que”. Me quedé alucinada, completamente paralizada con el boli rojo en la mano. ¿Hasta aquí han llegado? ¿Ya se han metido en las aulas? ¿Cuándo ha sido? Rodeé las tres malditas palabras con varios desaforados e iracundos círculos rojos y una palabra con muchos interrogantes y exclamaciones: ¡¡¡¿¿¿¡¡¡Perdón!!!!???!!! Seguí leyendo el examen pensando que se trataba tan solo de un desliz por parte de la autora del escrito, pero cuál fue mi sorpresa al percatarme de que había empezado todos los párrafos de la misma manera. Llamé a mi alumna para saber por qué había hecho eso: “La gente habla así, todo el mundo lo dice, sale en la tele”. Con esas inocentes palabras, se me apareció la virgen. Lo vi todo claro. “Sale en la tele”. No hay más que decir. Pero yo, cual quijote intentando deshacer entuertos, le respondí: “Mira, cariño (sí, así estamos los profesores, haciendo de solícitos, comprensivos y cariñosos papás para que los niños no se nos desmotiven…), lo primero que tienes que saber es que se dice “la verdad es que”, no “la verdad que”. En segundo lugar, que no todo lo que sale en la tele vale y no todo lo que oyes está dicho correctamente. Tienes que ser más crítica con todo lo que sale en la tele o se publica en internet. Y, en tercer lugar, hay otras maneras más adecuadas y variadas para cohesionar un texto. Busca sinónimos, consulta el listado de conectores que di a principio de curso. ¿Lo entiendes?” Tras la respuesta afirmativa, le di la opción de repetir el ejercicio. Al cabo de unos días, un lunes, la alumna me entregaba satisfecha su comentario de texto corregido. Empezaba con un “Ciertamente” (bien, la niña ha hecho caso a mis indicaciones) y seguía y acababa con varios “ciertamente” a principio de párrafo. Lo leí varias veces y no daba crédito: la niña no ha entendido nada. Desesperada, desmotivada y totalmente impotente ante la situación, puse la tele no para desconectar mi encefalograma sino para ver algo bien hecho, un programa de la 2 o del 33, algo de libros, de historia, de cultura, no sé, algo que no me hiciera perder definitivamente la esperanza en el género humano y su rasgo más exclusivo, el lenguaje. Quien busca halla. ¡Ahá! Un programa literario. Y uno de mis autores favoritos. ¡Qué bien! Sobria puesta en escena, mirada penetrante, atenta a las cuestiones del presentador. Primera pregunta, primera respuesta: “Ciertamente, la novela presenta rasgos del realismo decimonónico…”. Segunda pregunta, segunda respuesta: “Ciertamente, se trata de un narrador testigo que…” Tercera pregunta, tercera respuesta: “Ciertamente,...” Así hasta llegar a la última pregunta y su correspondiente respuesta: “Ciertamente, el lector de hoy en día no es exigente, se conforma con cualquier cosa, habla de cualquier manera y me atrevería a decir que, salvando honrosas excepciones, quedamos muy pocos en eso que llamamos Cultura con mayúscula.” ¡Será cretino! Me sentí completamente desolada: jolines, él era uno de ellos, uno de mis referentes, pero, ciertamente, él solito se ha cavado su propia tumba en mi particular cementerio…