sábado, 24 de diciembre de 2011

MI REGALO DE NAVIDAD

Hace siete años que llevo una doble vida. Hazme la maleta que me voy. De esta manera, el señor X pone fin a una vida en común de doce años con la señora Y. Doce años de dedicación, de atenciones y sacrificios para hacerle la vida más agradable y placentera. Doce años posponiendo planes, supeditando sueños, robando tiempos al tiempo. Y ella, con un gran interrogante sobre la cabeza, le hace la maleta sin saber bien qué está pasando. Y él, con una gran exclamación entre las piernas, se larga con la maleta hecha sin dar más explicaciones. Y así, patética, cruel e inexplicablemente, la señora Y empieza a sentirse cada vez más ratoncito, pequeño, desvalido, vulnerable, con un sentimiento de culpabilidad que no le permite calibrar objetivamente ante quién y qué situación se encuentra y con una cortina de lágrimas que sólo le deja ver una sombra femenina llena de incertidumbres, reproches, miedos y acusaciones hacia el otro y, sobre todo, hacia ella misma. Y empieza el declive y, con él, la bajada paulatina y sin remisión de la autoestima.
Queda con su mujer amiga, soltera y estupenda, para ver si algún consejo de los suyos –siempre resulta más fácil verlo todo desde la barrera- le ayuda a salir adelante ante esta situación tan esperpéntica e hiriente. Y, efectivamente, su amiga -sabia como la que más, bruja como nadie- le cuenta que el ser humano es como una mesa. El "yo" de cada uno es el sobre de la mesa, aparentemente sólido, firme, autosuficiente y bien pulido. Y cada uno elige el número de patas sobre las cuales se quiere apoyar. Hay gente que sólo se apoya en una sola pata, la de la pareja, y dice ser feliz, y dice estar satisfecha, pendiente de que esa pata no se resquebraje, no cojee, y la cuida, la pule, le da brillo sin pensar, sin valorar nada más –¿a qué le sonaba eso? Estaba haciendo su retrato robot, la muy puñetera-. Otra gente se apoya en la única pata del trabajo y le dedica horas y horas, fines de semana, vacaciones incluso, sin tener en cuenta que se puede apoyar en otras patas si quisiera y lo permitiera –ése era el caso de su marido o eso creía. El muy cabrón tenía una putita, digo una patita más-. Y otra que considera suficiente cuidar una única pata, la de los amigos, y rechaza cualquier atisbo que pueda proceder de otras. Y, claro, la pareja decide largarse para encontrarse a sí misma, la empresa cierra y ya no precisa de los servicios de un tan fiel servidor o los amigos sientan la cabeza y a duras penas pueden quedar para recordar viejos tiempos. Y, naturalmente, ante la ausencia o rotura de la única pata, el sobre de la mesa, el yo de cada uno, se desmorona, se cae y se hace añicos –así estaba ella, hecha añicos-. Y sólo con tiempo, paciencia, fortaleza personal y ganas, muchas ganas, se pueden recoger los trocitos de lo que fue una hermosa mesa de una sola pata e intentar reconstruirla sin fisuras. Sólo así, viendo cómo el sobre de la mesa empieza, de nuevo, a tener su forma original –aunque, no nos engañemos, nunca será la misma, ni ganas, ya había aprendido la lección-, la autoestima inicia su trayecto de subida.
Y después de tantas patas rotas, después de tantas inútiles reconstrucciones con pegamento y parches, la lógica y el sentido común empiezan a jugar sus cartas. Vamos a ver, si el sobre se apoya en una sola pata, está claro que, cuando ésta falle, se quede coja o se resquebraje, la mesa se irá a freír espárragos. ¿Qué habrá que hacer, entonces? Sencillamente, apoyarse en más patas.
Y dicho y hecho.
Algunos años después de la gran hecatombe sentimental que había sufrido, el sobre de su yo ya no estaba encima de una única pata sino que contaba con más de una, y de dos, y de tres... Su vida ya no giraba en torno a una única y exclusiva cosa, ya no era sólo de su pareja –el dueño de la floristería del barrio-, o de su trabajo –se refugió en él y la nombraron encargada-, o de su familia –mira, en el fondo, te ha hecho un favor al largarse, era un auténtico inútil-, o de sus amigos –no te lo dijimos porque te apreciamos pero ya estábamos enterados de lo de tu marido con esa pelandusca...- (Obligada reflexión, si todo el mundo sabía lo idiota e infiel que era el marido, ¿por qué nadie se lo advirtió?). Todo lo contrario. El sobre de su mesa se fue enriqueciendo, embelleciendo y reforzando por una pata, la de su familia; por otra, la de sus amigos; por la de su pareja, la de sus hobbies, la de su trabajo, la de sus sueños, la de su pasado, la de su presente, la de su futuro... Así, si una de las patas se pudría o se veía atacada por la carcoma, sabía que podía estar tranquila, que el sobre de la mesa no se volvería a hacer añicos y que su autoestima, aunque tambalease, no sufriría una caída en picado.

viernes, 16 de diciembre de 2011

CAÍDAS o VAHÍDOS


¿Se han planteado alguna vez por qué una de las cosas que provoca nuestra sonrisa, nuestra risa o nuestra carcajada son las caídas o los tropiezos ajenos? Es que somos maliciosos, no me digan que no. No hay nada que nos haga más gracia que ver a alguien caminado delante de nosotros y ser testigos privilegiados de cómo, de repente, ese alguien anónimo pisa una bolsa, se tropieza con una baldosa mal puesta o, simplemente, da un mal paso, hace un amago de caída; como puede, se reincorpora y, con toda la dignidad del mundo, sigue caminando como si no hubiera pasado nada. Y si ese alguien es conocido, ya tenemos broma para toda la semana.
¿No les ha pasado nunca? Vamos, confiésenlo. A mí, sí.
Me acuerdo del primer y único día que fui al colegio con mis primeros tacones. Tenía yo unos 16 años y un viernes al mediodía decidí ponérmelos para ir al colegio por la tarde. En aquella época, como en todos los colegios de monjas (de niñas, vaya) que tenían cerca un colegio de hermanos o curas (de niños, vaya), las inmediaciones de mi cole se convertían a las cinco de la tarde de los viernes en el lugar propicio para otear el “ganado masculino” que se acercaba a echar el lazo a alguna de las niñas. Aquel viernes con tacones, yo me quedé un rato cuchicheando con mis amigas y a los diez minutos, me despedí para irme a mi casa. Pasada una calle, me di cuenta de que, detrás de mí, como cada viernes, tenía a un grupo de chicos y me esmeré para caminar erguida y elegante sobre mis taconcitos a pesar del dolor de mis pies y de las rozaduras que intuía ya en el talón y en algún que otro dedo. Acostumbrada a ir con bambas, nunca había reparado en los adoquines, los socavones y demás peligros que ofrecía el pavimento urbano y, siendo lógicos, tampoco debía suponer ningún problema aquel viernes, por mucho tacón que llevara. Yo seguía a lo mío, concentrada en mis tacones, contoneándome ante aquel grupo de imberbes. Atención. Imperfección en el pavimento ciudadano a la vista. No pasa nada. Hay que seguir caminando. Así, con naturalidad, pisando fuerte, dominando la situación. A cincuenta metros, un pequeño agujerito de nada en la acera se me antojaba como la gran prueba de fuego para demostrar mis habilidades “taconiles” ante el grupo de chicos que iban detrás de mí charlando y bromeando (seguramente, sin haber reparado en mi presencia). No pasa nada. Solo hay que caminar, sortear los adoquines mal puestos y seguir. No pasa nada. Iba tan inmersa en esos pensamientos que, cuando llegué a la “zona de peligro”, ¡¡¡zasca!!! ¡Qué vergüenza! ¡Joder, no lo había planeado así! Lo malo no fue el tropezón. Lo malo fue ver a ese grupo de chicos partiéndose la caja ante mis propias narices. Y ni un ¿estás bien?, ¿te has hecho daño? Nada. Siguieron caminado riendo a mandíbula batiente. Serán… Después de un eterno minuto en shock tambaleándome sobre mis malditos tacones clavados entre los adoquines, me incorporé como pude, con un dolor en los tobillos que me moría, y seguí caminando, mirando disimuladamente a ambos lados para comprobar si alguien más se había divertido con mi escenita.
Y es que es inevitable. Supongo. Paseando con mi madre, mientras charlábamos tan tranquilas, de golpe y porrazo (nunca mejor dicho), me la encontré en el suelo. No sabía cómo había sucedido. La cuestión es que, en unos segundos, pasó de estar a mi altura a estar sentada en el suelo, con el culo dolorido y una expresión de desconcierto y bochorno que hizo que yo estallara en carcajadas. Mi madre, tirada en la calle y yo, sin parar de reír. Mi madre, sin poder decir nada (no sé si de la vergüenza o del impacto de la caída) y yo, apoyada en la pared, llorando de la risa. Varias personas, muy amables, se acercaron a mi madre y la ayudaron a levantarse. Yo ni siquiera había pensado en ella. ¿Está bien, señora? ¿Se ha hecho mucho daño? No sé qué me ha pasado. Me he sentido mareada, no sé, decía en plan dama de las camelias. Nada, he tenido un vahído…, seguía diciendo mi madre mientras se sacudía con elegancia la ropa. Gracias, gracias. No es nada. Ya estoy bien. Mamá, ¿un mareo? Mis risas dieron paso a la preocupación. ¿Quieres que vayamos al médico? ¡Qué mareo ni qué leches! ¡Que he pisado una jodida bolsa de plástico…! Anda, vámonos de aquí (no hace falta decir que nos alejamos del lugar aguantando la risa) Por cierto, gracias por morirte de risa a mi costa, ¿eh?
Yo también he aprendido a llevar las caídas con dignidad y prestancia. Cada vez que me pasa (va por rachas), suelto un ¡coño, que me caigo!, miro a mi alrededor y, si veo a alguien reprimiendo la risa, le digo no se agobie, ríase que para eso estamos las patosas.
Ayer mismo, después de hacer unas compras, iba caminado por una plaza donde había varios niños jugando a la pelota. Vi cómo un balón se acercaba lentamente hacia mí mientras una voz infantil gritaba ¡La pelota! ¡Cuidado! La pelota se estaba acercando peligrosamente hacia mí. Pero está todo controlado. Veo la pelota, sólo tengo que esquivarla y ya está. ¡La pelota! ¡Cuidado! Vuelvo a escuchar los gritos alarmante de los niños. Mi pensamiento se rebela: ¿Quién se han creído que son? ¡Ya he visto la pelota! ¡Ni que fuera una anciana, joder! Pues no sé qué coño hice que justo al querer esquivarla la pisé y me pegué una leche de las que hacen historia. Ya me ven a mí sentada en el suelo con la pelota entre mis piernas y las bolsas desparramadas, rodeada de críos con rostros preocupados y preguntándome señora, ¿está bien?, ¿se ha hecho daño, señora? ¿¿¿¡¡¡¡Señora????!!!! ¡¡Lo que me faltaba!! Me acordé de la madre de aquellos niños y de la mía propia. No podía decir que había tenido un vahído. Simplemente, me limité a decir que no había sido nada mientras notaba las rodillas y los tobillos estallar de dolor. Me levanté como pude y me fui. Sólo había sido un pequeño contratiempo y, gracias a Dios, nadie se había reído. Lástima que, al alejarme, oí cómo uno de los niños le decía o otro: como se entere mi padre, me la voy a cargar. Siempre me dice que hay que tener cuidado con las señoras mayores…

sábado, 10 de diciembre de 2011

LA MOCHILA


Hace unos años, salí con un chico que llevaba mochila incorporada (léase, tenía una hija). Reconozco que esto de tener una pareja con apéndice tiene sus pros y sus contras. Supongo que como todo en la vida ¿no? Entre los contras podemos encontrar el hecho de ver a tu amante, aquél que te mete mano en la cola del cine o te susurra las mil y una guarrerías que te haría si no estuviéramos cenando con unos amigos o te mira con ojos lascivos mientras poner a hervir los mejillones, ejerciendo de solícito, tierno y paternal –valga la redundancia- padre en momentos, quizás y sólo quizás, en los que tú lo necesitas más o lo requieres como macho ibérico. Reconozco que frases como ¿Esta tarde? Uff, imposible. Tengo que llevar a la niña al dentista o Este sábado toca festival de Laurita, ¿por qué no nos acompañas? o Este fin de semana su madre no se puede quedar con la niña, ¿te importa si...? pueden acabar con la libido de cualquier mujer y hacer desaparecer cualquier indicio de la perra cachonda que todas llevamos dentro. Sin contar con la mala leche que te entra al ver cómo tus planes y tus expectativas de velada romántica y solitaria –a dúo, me refiero, naturalmente- se escapan por el sumidero. Entre los contras, también podemos observar el hecho de no poder intervenir directa y contundentemente ante reacciones de niña caprichosa, malcriada y maleducada –algo muy común, parece ser, porque no podemos olvidar, y esto sale en todos los manuales, que la niña ve a la pareja de su padre como una rival que la ha relegado a un segundo plano- por lo que una debe reaccionar siempre con elegancia, paciencia, una sonrisa y un tranquilo, cariño, ya se le pasará cuando, en realidad, lo que está pensando es joder, lo que necesita esta niña es un buen sopapo o un buen internado y porque, ante cualquier reacción tuya, la niña siempre te puede soltar un tú calla que no eres mi madre...
Pero, como decía, la cuestión que nos ocupa también tiene sus pros. Y esto yo lo empecé a ver cuando la hija de mi amante empezó a entrar en la pre-adolescencia. Resultó muy interesante y divertido presenciar la evolución de Laura desde la barrera sin esa implicación y, por consiguiente, sin ese sufrimiento propio de los progenitores naturales. Todavía me acuerdo cuando el padre intentó explicarle qué era la menstruación y qué “riesgos” entrañaba. Hazlo tú, cariño, acabó diciéndome el padre entre cortado y desconcertado, tú ya tienes mucha mano con adolescentes y, además, eres mujer. ¡Acabáramos! ¿Por qué esa absurda y estúpida manía de creer que sólo las mujeres pueden y deben explicar a las hijas “el tema”? ¿Acaso los hombres no saben cómo funciona “el tema” o es que les da reparo? Y ya me ven a mí, explicandoles a los dos –no sé quién estaba más interesado, la verdad, si la hija o el padre-, mediante dibujos y flechas, lo del óvulo y su recorrido desde los ovarios, las trompas y demás recovecos femeninos hasta llegar a los cambios de humor y demás alteraciones premenstruales y a los cinco días de compresas y tampones con sus correspondientes mitos y leyendas urbanas. Aproveché la ocasión, con la complicidad y el permiso del padre y ante la sorpresa de la niña, para explicarle a Laurita, de manera objetiva, seria y científica, algunos aspectos de las relaciones sexuales. Todavía me acuerdo, en mis años de estudiante, cuando la monja de religión anunció, en segundo de BUP, que nos iba a explicar todo lo referente al sexo entre un hombre y una mujer y que lo haría ¡con diapositivas! Menudo revuelo se armó con aquel anuncio. Todas nos frotábamos las manos ante tan sugerente clase. Aquello que mirábamos, descubríamos y aprendíamos, en secreto, en revistas de dudosa reputación –porque con los padres, lógicamente, no podíamos contar-, lo íbamos a confirmar en clase de religión; y, encima, con fotos o dibujos, daba igual. Primera diapositiva, una flor. Segunda diapositiva, una abeja. Tercera diapositiva, la abeja posada en la flor. ¡Y eso fue todo, señores! Menudo chasco, vaya mierda de explicación –no me extraña que saliéramos tan taradas...-, otra vez teníamos que volver a las revistas y novelitas clandestinas subidas de tono.
El primer día de discoteca de Laurita también lo viví con relativa tranquilidad. Mientras yo miraba el espectáculo que allí, a las puertas del garito, se había organizado, el padre de la criatura alargaba, inquieto, el cuello para poder ver a su hija entre tanto quinceañero o escudriñaba el reloj como si unos minutos más o menos de la hora pactada fueran a librarle de tanto nerviosismo. Reconozco que me divertía ver la puerta de la discoteca abarrotada de jovencitas excitadísimas y jovencitos no tanto, pero todos ellos sonrientes, sudorosos y con la emoción y la ilusión en los ojos y en los labios. Del resto del cuerpo, mejor no hablamos, ¿vale? Al otro lado de la calle y en los alrededores de la discoteca, coches y más coches de padres y madres preocupadas y expectantes oteando el horizonte y respirando tranquilos al ver a su hijo salir de ese "antro de lujuria y perdición". Más que la puerta de una discoteca de 18:00 a 21:00 horas, aquello parecía la puerta de un colegio cuando llegan los alumnos de una excursión. Laura, ¿dónde estás? Deja de morrearte y sal ya. Son las nueve y cuarto. Éstas fueron las "simpáticas" palabras que mi amante y pareja dirigió a su telçefono móvil. Y, efectivamente, no pasaron ni cinco minutos cuando vimos salir a Laura, cogida del brazo de una amiga, tambaleándose sobre unos finos y delicados tacones (sus primeros tacones) y lamentándose de un dolor de pies inaguantable. No puedo más, estoy hecha polvo, fueron sus palabras nada más dejarse caer en el asiento trasero del coche. Ni un hola papá, ni un beso, nada. Te has fijado en ese tío de la barra, molaba cacho pero estaba con la guarra de la Jessi. Esa sí que buscaba rollo. La próxima vez le entro. Su padre, mudo y atónito, me apretó la mano mientras conducía. Yo me limitaba a sonreír y a ser su apoyo moral en tan difícil trance. Su niña se había hecho mayor...
Unos meses más tarde, comiendo los tres juntos un apacible mediodía de sábado, hablando, hablando, Laura dejó ir que, efectivamente, justo cuando recibió la llamada de su padre dándole prisa para salir de la discoteca, se estaba “morreando” con un tío. A su padre y a mí se nos escapó la risa supongo que de complicidad por lo violenta que debió resultar la situación para ella. Y entre jujú jajá, le pregunté si se había enrollado con él, y ella, también entre jujú, jajá, soltó pues claro y siguió riendo. Nos quedamos mudos, ¿Laura, enrollándose con un chico en una discoteca? ¿Con sólo 15 años? Pero enseguida reaccionamos y nos pusimos a reír, esta vez de nerviosismo al comprobar científicamente que sí, Laura se había hecho mayor.
La segunda fase de este proceso natural para la protagonista y para mí pero turbador para su padre, aunque nunca lo quiso reconocer, fue la comunicación de la existencia de un novio. Por cierto, os comunico que ya tengo novio, fue lo que dijo cuando la dejábamos en casa de una amiga. Lo siguiente que se oyó fue el ruido del portazo que dio al salir del coche. ¿O fue el corazón de su padre al dar un vuelco? Silencio absoluto. Durante el recorrido hacia el cine donde pasaríamos la tarde antes de recoger a Laura, sólo hubo silencio. Sólo él sabe lo que debió pasar por su mente después de recibir esa noticia, por cierto, os comunico que ya tengo novio. Yo me lo puedo imaginar. ¿Novio?, ¿desde cuando?, ¿y qué se supone que significa ese ya? –esta última pregunta es muy complicada para una mente masculina, reconozco que es cosecha propia, lo siento-, ¿y ahora, qué? ¿Estás bien? Silencio. Minutos de angustioso y desconcertante silencio. Es ley de vida, acerté a decir sin ser plenamente consciente de lo que supone para un padre saber que su hija, su única hija, “ya” tiene novio. Ya lo sé, me contestó forzando una sonrisa y espachurrándome la mano. Malo, cuando me aprieta la mano es porque algo le preocupa más de la cuenta o porque está mal y no me lo dice. Y, al cabo de un buen rato, ¿me ayudarás? Me lo podía imaginar, niña adolescente, sus primeras experiencias y él, que se sentía perdido, desbordado. Por supuesto, cariño, yo estaré a tu lado. Joder, menudo papelón. Una cosa es ser profesora e intentar orientar a los padres de mis alumnos en su tarea de educar a “sus” hijos. Una cosa es ser testigo, siempre desde la barrera –con lo bien que se estaba allí- de casi todas las acciones que emprendía mi amante en aras de una buena educación y formación para su hija. Pero, ay señoras, otra cosa muy diferente es que te pida con voz temblorosa que te impliques para ayudar a padre e hija a llevar con la mayor dignidad y naturalidad posibles esa fase. En esos momentos, le vi tan vulnerable, tan solo –el síndrome de rey destronado ya estaba mostrando sus primeros síntomas- que no pude negarme.
Y me puse manos a la obra. Mucha comunicación, aconsejo yo a los padres de mis alumnos, sobre todo que no falte la comunicación. Y ya sabes, Laura, cariño, nos puedes contar lo que quieras, absolutamente todo. No tengas miedo. Cualquier duda, cualquier problema, algo que no entiendas, acude a nosotros, ¿vale, corazón? Sólo me faltó mover la cabeza a lo Igartiburu y susurrar "corazón de verano”. Comunicación, comprensión, respeto, mentes abiertas, Y, sobre todo, tú decides lo que quieres hacer y lo que no quieres hacer con ese chico. Tú decides, nada de extrañarse o poner el grito en el cielo ante lo que digan los adolescentes porque, si no, no volverán a confiar en vosotros. Qué bien hablo, ¿verdad? No, si yo la teoría me la sé muy bien...
La gran prueba llegó cuando, mientras sacaba la mesa después de comer y su padre y yo todavía estábamos con el café, nos dijo, oye, en confianza, una cosa, ¿es normal que cuando te meten la lengua en la boca para besarte la muevan con mucha velocidad? A su padre se le atragantó el café y a mí se me escapó una carcajada, más sonora y escandalosa de lo habitual, que ya es decir. Pero, ¿cómo de rápido?, le pregunté adoptando la seriedad necesaria para tratar un asunto de tanta enjundia, la velocidad de la lengua al besar –ni yo me había planteado el tema en mi primer beso, me excuso contarlo porque creo que el receptor recibió tal mordisco que le fue imposible meterme la lengua; es más, se limitó a darme “piquitos” y ya está-. Es que parece una centrifugadora... Su padre seguía mudo y paralizado y a mí ya se me caían las lágrimas de la risa (no sé si por la preguntita de marras o por la cara del padre). La cuestión no es que vaya rápido o lento sino que lo importante es saber si te gusta cómo te besa o no. ¿A ti te gusta cómo te besa tu novio? La callada por respuesta. Y, sin contarme ni un pelo y recurriendo a mi experiencia y a mi profesión, le expliqué que si no le comentaba nada al chico, el no podría saber nunca que sus besos no eran bien recibidos y que, por lo tanto, seguiría besando como una centrifugadora. (Señoras, esto que le acababa de decir a Laura y que ella entendió a la perfección con 15 años yo tardé en averiguar otros 15 años más. Pensaba que los hombres tenían que adivinar o intuir –por un gesto, un tono de voz, una mirada- todo lo que pasaba por mi mente y todo lo que me ocurría. ¡Qué ilusa!) La niña miraba a su padre buscando su aprobación y él movía afirmativamente la cabeza mientras me sonreía y me preguntaba ¿Te acuerdas? (Que si me acuerdo, dice, ¿cómo no me voy a acordar? Pero eso es tema para otra columna... ) Seguimos riendo con la ocurrencia de la niña, ya no tan niña. Estaba bien esto de la comunicación, se notaba que Laura tenía confianza en nosotros. Era preferible que nos contara sus dudas, que no buscara información en fuentes de dudosa procedencia y nula veracidad y fiabilidad. Nuestras palabras habían caído en terreno abonado. Comunicación. Confianza. Estábamos orgullosos de lo que habíamos conseguido. Pero, súbitamente, vi cómo una nube negra se posaba sobre la cabeza de mi amante: todo esto esta muy bien, pero, una preguntita de nada, cuando la niña eche su primer polvo, ¿también nos lo “comunicará”...?

domingo, 4 de diciembre de 2011

CENA CON AMIGAS

El otro día estuve de cena con mis amigas del colegio y, entre broma y broma, estuvimos comentando mi blog; ya saben, lo del tortazo en Roma o lo de la cagada de paloma cuando estaba con mi primera cita seria. No podían parar de reír y, la verdad, yo también me partía de risa. Se nos caían las lágrimas con tanto esperpento. Entre carcajadas, me comentaban que no lo sabían, que nunca se habían enterado de eso. ¡Cómo queríais que os lo dijera...! ¿Qué tal por Italia? Estupendo, ligué en Roma y me estrellé contra una señal de tráfico. ¿Qué tal en tu nuevo colegio? Genial, en mi foto ya me han puesta unas chinchetas. ¿Qué tal aquel chico con el que saliste el viernes pasado? De miedo, lo malo fue que, nada más encontrarme con él, se me cagó una paloma en las gafas. Lo siento, quiero mucho a mis amigas, pero esos acontecimientos quedaron relegados en las más oscura de las noches de mi vida. Lo entendieron a la perfección pero no podían evitar la risa. Yo también me reía a carcajada limpia. Es genial ver cómo te ríes de ello. Significa que lo has superado... Por supuesto que lo he superado. Que hubiera pedido a mis padres que me pagaran unas lentillas ese mismo año no presupone nada. Que ahora sólo salga con chicos con gafas, en una especie de cruzada en defensa de las personas miopes, tampoco.
La verdad es que, entre copas de vino y gracias a los jocosos –pero siempre bienintencionados, eso espero- comentarios  de alguna de ellas, una simple reunión de amigas se puede convertir perfectamente en una buena sesión de risoterapia. Y así, entre risas, quizás porque yo ya había roto el hielo al atreverme a ser la primera en contar alguna experiencia en la –y con la- que quedaba completamente en ridículo, cada una fue explicando alguna anécdota que había mantenido oculta y que, en aquellos momentos, confesaba a modo de catarsis. Y, lo mejor de todo, estábamos predispuestas a reírnos de aquello que nos hizo llorar tanto en su momento.
Esto no es nada. A mí me pasó algo peor ¡y en la Universidad!  La más tímida también parecía dispuesta a desvelar algún secreto que tenía bien guardado. Estaba en primer curso de carrera cuando conocí a Juan, el que me duró sólo un año (No sé si les pasará lo mismo pero, a estas alturas del partido, solemos identificar a los novios de las amigas no por el nombre –no se sabe por qué extraña razón pero tienden a repetirse- sino por el tiempo que duraron o por algún defecto conocido por todas). Quedamos en que vendría a buscarme después de las clases. Y, al acabar la última, a las nueve de la noche, mi amiga se fue directa al lavabo para acicalarse un poco. Estaba nerviosa y tenía prisa. No quería llegar tarde. Habían quedado en el claustro de Letras de la Universidad, donde hay un estanque con nenúfares y peces de colores. Bajó a los lavabos, se maquilló ligeramente, se puso perfume, hizo un pis y, por último, se lavó las manos. Subió como un cohete y, muy puesta ella, se quedó esperando mientras miraba el estanque, en medio del claustro. Para la cita, le había pedido prestada una falda a su hermana. Le iba un poco grande pero, con el corchete y el imperdible, no se notaría. Decidí hacerme la interesante, con una pose melancólica, mirando los pececitos de marra, explicaba ella, cándida como siempre. Y surtió efecto porque todo el mundo me miraba... Hasta que vino un chico y me dijo que mirara hacia abajo. Y mi amiga miró hacia abajo... ¡¡¡la falda a la altura de mis tobillos!!!, formando un patético y vergonzante círculo multicolor alrededor de mis pies. Con las prisas, se le había olvidado abrocharse el imperdible de la falda de marras. Las carcajadas ahogaron el hilo musical de la pizzería. ¡Qué pinta, Dios mío!, ¡qué vergüenza! Conociéndola a ella y a su manera de vestir, ya nos la estábamos imaginando: camiseta interior, calcetines de media por debajo de la rodilla, y con una carrera, los botines, y la maldita falda, por lo suelos. Igual que mi ánimo y mi dignidad, y estas palabras tan serias y profundas las pronunciaba entre carcajadas. ¿Y Juan? Nada..., mientras se los subía, en ese preciso momento –se ha de ser desgraciada, no me digan que no-, apareció el supuesto y enésimo amor de su vida...., por las noticias que tengo de él, creo que todavía no lo ha superado...

miércoles, 30 de noviembre de 2011

OTRA DE PELOTAS

Ya he empezado la rehabilitación (por la Seguridad Social). Después de varios meses en lista de espera, por fin he empezado mi tan anhelada y esperanzada rehabilitación. ¡Menudo chasco! Nada de masajitos, nada de reiki, nada de música clásica ni de sesiones extrasensoriales. No. Simplemente, una sala enorme con camillas, taburetes, diversos aparatos de motricidad, barras paralelas y demás artilugios tales como colchonetas, palos, pelotitas de espuma y pelotas medio hinchadas… Un hombre paseando lentamente cogido a una barra, otro tumbado en una camilla abriendo y cerrando las piernas, una mujer subiendo con los dedos una especie de escalerita colgada de la pared, otra dando vueltas a una manivela, otra estrujando la pelotita de espuma, y yo, delante de un espejo que refleja mi contracturada anatomía, diciendo que sí y que no con la cabeza durante media hora. Jamás me había sentido tan boba. ¡Qué deprimente! En fin, todo sea por mis maltrechas cervicales. ¡Ah! Se me olvidaba. Además de los aparatos y de los pacientes, se me ha olvidado mencionar quizás lo más importante: los funcionarios del uniforme blanco. A mí me han designado a un chiquito joven, un pimpollo recién salido de la universidad, con aires de enrollado, y que enseguida me dijo que no me preocupara por nada, que al principio me dolería mucho el cuello pero que, al acabar la rehabilitación (cinco días a la semana durante todo un mes), estaría como nueva. Genial. Lástima que, cuando me daba ánimos y me explicaba los ejercicios, de vez en cuando deslizaba no sin disimulo la mano por la entrepierna y, literalmente, se tocaba las pelotas (no las medio hinchadas, no, literal, las suyas propias que, a juzgar por la vehemencia de sus movimientos, debían de estar a rebosar…).
No sé si les ha pasado alguna vez, eso de estar hablando con alguien del sexo masculino y que ese alguien, como si fuera la cosa más natural del mundo, mientras te va diciendo, se esté tocando (¿rascando?, ¿acariciando?, ¿sopesando?) los huevos. Lo cierto es que se genera una situación muy incómoda porque, sin darte cuenta, tus ojos se dirigen inexorablemente hacia ese punto donde la mano y las partes se están haciendo compañía y no sabes cómo reaccionar. Intentas mirar al sujeto a los ojos, seguir la conversación, responder, estar atenta, pero, mientras intentas dirigir tu mirada hacia otro lado, una fuerza superior te empuja a plantearte una serie de cuestiones de vital importancia: ¿tendrá algo?, ¿será una manía?, ¿le digo algo?, ¿lo hará con todo el mundo?, y la fundamental, ¿no se está dando cuenta de que es asqueroso?
Yo tengo que decir que mi instructor de rehabilitación no es el primero que lo hace delante de mí (y algo me dice, no sé, llámenle intuición femenina o instinto ¿genital?, que no será el último). Algunos de mis amigos, cuando hemos tratado el tema (muy recurrente en las noches de juerga), me han afirmado que no es nada malo, que a veces les pica, que otras veces están mal puestos, que otras les escuece, que otras veces es la pilila la que está mal colocada, otras que es el calzoncillo que les roza, otras… Otro amigo me reconoció que le encantaba echar la siesta con la mano ahí, sobre todo en invierno, es que se está muy calentito, se excusaba el muy... Y más de uno admitió que no se daban cuenta cuando lo hacían y que más una vez la madre o la novia les habían llamado la atención. En definitiva, que parece una práctica habitual eso de tocarse los huevos... Literalmente.
Recuerdo un alumno, que vino nuevo un año, que tenía la mala costumbre de rascarse sus partes. Daba igual que estuviera sentado en la silla escuchando la explicación, que estuviera haciendo un trabajo con los compañeros, que estuviera haciendo cola para quejarse de una nota o que estuviera ante tus propias narices argumentando por qué se merecía más nota. Allí estaba él, con su pantalón de chándal, tocándose los testículos. ¡Qué asco! Ni siquiera la mesa que había entre él y yo amortiguada tremendo panorama. Por delicadeza, educación, o, sencillamente, por vergüenza, no le dije nada, pero, aprovechando que le habían ido mal las notas, convoqué a su madre a una entrevista y le planteé el problema. ¡Ah, sí! Sólo es una manía, se limitó a decir la señora… Aguanté un curso y todavía me acuerdo de la primera y última vez que la llamé la atención. Estábamos en una excursión y, entre todas las actividades que habíamos preparado, tenían que hacer un trabajo en grupo. Junto a mis compañeras, yo me iba paseando entre los chicos por si tenían algún problema, alguna duda y también para comprobar que todos estuvieran trabajando. Al llegar al lugar donde estaba el susodicho, me fijé que, como siempre, se estaba tocando sus partes, pero, para más inri, tenía la mano debajo del pantalón. Lo siento. Sé que no tendría que haberlo dicho pero llevaba todo un curso reprimida. El caso es que, sin pensarlo ni un momento (ni las palabras ni las formas ni quién había delante), le espeté con todas mis fuerzas: ¡¡¡¡¡Quieres hacer el favor de dejar de tocarte los cojones!!!! Silencio absoluto. Enseguida me di cuenta de mi metedura de pata. Ya verás, se lo dirá a su madre, la madre me meterá un pollo, se quejará al director y el director me meterá otro pollo. Ya puedo empezar a enviar currículums. Miré a los chavales. Silencio. Miré a mis colegas. Nada. Creo que todos, igual que yo, estaban esperando una reacción del alumno. Y ésta no tardó en llegar: Pero, profe, si estoy trabajando… Mira, mira, si ya casi he acabado…
Vuelvo a mi instructor de rehabilitación. Mientras hago mis ejercicios, decir que sí con la cabeza, decir que no con la cabeza, levantar los hombros, él deambula por la sala asesorando, animando a los otros pacientes a la vez que, sin miramientos, se rasca de vez en cuando los huevos. Le observo cómo coge los brazos, las manos, la cabeza de los pacientes y les guía con cuidado los movimientos. ¡¡¡Aaaarrrggggg!!! ¡Qué asco! Antención. Se gira. Me mira. Se toca la entrepierna. Me sonríe. Se dirige hacia mí. Se toca los huevos. Vuelve a sonreírme. Está a dos pasos de mí. Vuelve a rascarse las pelotas y, al intentar coger mi cuello con el objetivo de enseñarme cómo tengo que hacer un ejercicio nuevo, muevo la cabeza brusca y rápidamente para impedir que sus manos (que hasta hace escasos segundos estuvieron en contacto con su entrepierna) rocen siquiera un centímetro de mi piel. Total: otra contractura en el cuello.

domingo, 27 de noviembre de 2011

¡¡¡MANDA "GÜEVOS"!!!

8 años para estudiar dos carreras universitarias, títulos de idiomas, un postgrado en lengua, un montón de cursos de especialización y de formación y muchas horas de clases particulares y de sustituciones a lo largo y ancho de la geografía catalana.
En definitiva y en total, unos 20 años de experiencia en el ámbito docente.
20 años desgañitándome para hacer entender a los adolescentes (ellos, siempre ellos) lo importante que es tener una buena formación académica.
20 años reinventándome para inculcarles que la lengua es la base de la comunicación y del pensamiento y que, por ello, hay que valorarla, respetarla, aprenderla y utilizarla correctamente.
20 años “camuflando” la lectura para que les “entre” mejor, para que se den cuenta algún día de que, sí o sí, hay que leer bien. (Estos últimos años, el disfraz es el de las nuevas tecnologías. Veremos cuánto da de sí...)
20 años (bueno, un poco menos) pretendiendo que un puñado de chicos y chicas a punto de entrar en la universidad entiendan y acepten que hay otras maneras de ver las cosas, otras maneras diferentes a las suyas, y que nadie está en posesión de la verdad verdadera.
20 años defendiendo a ultranza, contra viento y marea, que no sólo es importante la ortografía (no nuestro único caballo de batalla) sino que también hay que esforzarse para conseguir un texto bien cohesionado, bien argumentado, bien explicado.
20 años (bueno, un poco menos) intentando convencerles con argumentos racionales que, para forjarnos un criterio y poderlo defender con solvencia y madurez, hay que leer mucho, hay que pensar mucho, hay que equivocarse mucho...
20 años estrujándome el cerebro buscando maneras, recursos y estrategias para hacer llegar el mensaje de que la filosofía es importante, es útil y es interesante y atractiva (vamos, que no es un palo, un tostón, un peñazo, una rallada, un coñazo, como suelen decir ellos).
20 años para que ellos mismos lleguen a la conclusión (no sé si alguno lo habrá hecho. Este constituye otro de los misterios de la Humanidad...) de que la Lengua, la Literatura, la Filosofía, así como la Historia, el Arte, la Religión, etc., son imprescindibles para entender el mundo y saber quiénes somos. Como dije un día en clase, para no ir “cojos” por la vida.
20 años de ilusiones, esfuerzos y esperanzas (que dicen que es lo último que se pierde. No sé yo...) de que el mensaje "cale"...
20 años que culminaron de golpe, como un bofetón, un buen día, al entrar en clase, en esto:

 



PD. Cuando le pedí explicaciones al “propietario” de la mesa, me argumentó con cara de no haber roto nunca un plato: “Pero, tú dijiste que la lengua y la filo servían para no estar cojos...”

¡¡¡Ole tus "güevos", capao!!!!

miércoles, 23 de noviembre de 2011

MÁS CINE, POR FAVOR

¿Se acuerdan de cuando les hablaba de la evolución dentro del gran árbol de la vida? ¿Se acuerdan? Seguro que no –y eso que no hace ni cinco páginas que lo han leído-, pero bueno. Da igual. Pues yo sí que le he estado dando vueltas al asunto. La verdad es que me he roto los cuernos de tanto pensar. El tema da mucho de sí...
Evolución. Lo cierto es que, desde que nos conciben –ya saben, eso de la abejita que se posa en la flor y todo lo demás-, estamos creciendo, cambiando y evolucionando constantemente. Si no, fíjense, por ejemplo, cuando nos vimos inmersos, sin comerlo ni beberlo, en el “boom” de E.T. Fuimos todos a verla, en plan familia feliz, una tarde de sábado, con las palomitas hechas en casa, la fiambrera llena de croquetas y aquella botella de plástico blanco con cierre de la casera llena de agua. No me lo negarán, Spielberg se forró con nosotros. Y, más de uno, seguro, salió del cine queriendo ser Elliott, el chico protagonista, y más de una –como yo, sin ir más lejos-, soñando con ser la hermanita de Elliott, todo compasión y generosidad. Hasta el punto que, en el patio del colegio, jugábamos a E.T. Yo me pido ser Elliott; pues yo me pido la hermana. Rezábamos para no ser el pobre desgraciado al que le tocara hacer el papel del feo extraterrestre, caminar como un pato mareado y decir constantemente mi caaaasssssa, teeelééééééfooonooo. Bueno, a decir verdad, antes jugábamos a “losángelesdecharli”: me pido Kelly, y yo Sabrina, y yo... e íbamos por el patio, con las manos juntas a modo de pistola, vigilando por detrás de las canastas de baloncesto y haciendo ver que el tutor era el malo; en definitiva, nos pasábamos las media hora de recreo haciendo el gilipollas y el más auténtico de los ridículos. Porque, ya me lo dirán ustedes, una cosa es entretenerse con las gomas o al escondite y otra, muy diferente, es jugar a losángelesdecharli o a eté.
Los años van pasando irremisiblemente y los niños nos convertimos en tiernos e ilusos adolescentes. Y, ¿cuál era la película que hacía furor en aquellos tiempos? Dirty Dancing, por supuesto. Cuerpos sudorosos bailando al son de una clandestina e insinuante música, niñata pija e idealista que sucumbe ante los encantos y buenos haceres del protagonista cachas, un tanto canalla y tremendamente seductor. Y ya nos ven a mí y a una amiga, en vísperas de la temida selectividad, al salir del cine, bailando al ritmo de la canción que acompaña a los créditos finales. Un brazo por aquí, un suspiro por allá, bajábamos las escaleras como primeras vedettes en el día del estreno y nos cogíamos mutuamente para bailar el agarrado que se marcaba la pareja a mediados de film –lo que hace la imaginación, por favor-, el año que viene me apunto a una academia de baile... Les tengo que confesar que, si no soñamos con ser la prota en ese su primer revolcón cinematográfico durante meses y meses, no lo hicimos nunca.
Adolescencia efervescente, juventud más pausada y llega Oficial y caballero. Eso sí que fue la revelación. Sean sinceros, ¿quién de ustedes no la vio sin soñar luego con un Richard Gere que quitaba el hipo o con una chica de pueblo que consigue ser mujer de un tipazo con uniforme? ¡¡¡¡Con el morbo que dan los uniformes!!! Yo no lo voy a negar. Estuve bastante tiempo imaginándome a mi vecino del quinto –que, en esos tiempos, me gustaba a rabiar-, vestido con el uniforme de marina, viniendo a la universidad para sacarme en volandas del aula –tal y como se ve en la película- y rescatarme de tanto aburrimiento y pedante erudición ante la sorpresa y la envidia de mis compañeras, y todo el profesorado, en los pasillos del claustro, aplaudiendo y llorando a moco tendido, gritando, ¡bravo, bravo, te lo mereces! Se acuerdan, ¿verdad?
Nueve semanas y media constituyó un punto de inflexión. Esta película marcó claramente un antes y un después en nuestras inocentes vidas. Nada de príncipes azules vestidos de marineritos, nada de te amaré hasta que me muera, nada de tú eres lo mejor que me ha pasado en mi puñetera vida. Nada de eso. Con esa película, dura, cruda y real, cambiaron nuestros gustos y empezamos a suspirar por rudos hombres, un tanto canallas, un tanto macarras, con camiseta de camionero y tatuaje en el bíceps. En los sueños de aquella época, buscábamos al hombre, busco a Jack’s, que nos arrastrara por el lodo del pecado y la lujuria, que nos metiera en su cama y nos untara de mermelada y hielo –un poco pegajoso y asqueroso, digo yo-, que nos hicierqa sudar y nos obligara a hacer un “estriptis” privado y super-sugerente mientras nos iluminara con un flexo. Supongo que en época de nuestros padres, el imaginario colectivo debía apelar a Un tango en París
Llegamos a la edad adulta con todo un hito del cine. Una Sharon Stone estupenda, atrevida y exigente y un Michael Douglas sumiso, desorientado y complaciente. ¿Recuerdan aquel magnífico cruce de piernas de la señora sin bragas? ¿Y del polvo con pañuelo de seda y puñalada incluidos? Lo han adivinado. Estamos hablando de Instinto básico. Con esa película, yo y más de una nos emperramos a aprender a seducir al contrario, a bailar de manera provocativa, a abrir la boca –y no precisamente para hablar- y a “hacerlo”. Mis amigas, no sé, pero yo, cuando vi la dichosa película, decidí que quería aprender a “hacerlo” como se veía en la película y, lo que me empezó a parecer también muy importante, decidí que quería que me lo “hicieran” manera salvaje, descontrolada y placentera... Y ya me ven a mí, señores, buscando la ropa interior más sexy que tenía en aquellos tiempos y poniéndome delante del espejo de mi habitación, cerrada a cal y canto, para ensayar bailes, posturas, gestos y caídas de pestaña con el único objetivo de emular a la rubia peligrosa de los noventa. Si quieren que les sea sincera, el único baile que presencié en el espejo fue un ir y venir de michelines, flotadores y demás lorzas estratégicamente repartidos por toda mi humanidad. Y, no podía ser de otra manera, se me quitaron las ganas de todo, de enfundarme en un vestido ceñido, de ir a la discoteca de moda y de ligarme al poli más guapo del barrio...
Tengo que reconocer que, con el paso del tiempo, las cosas han cambiado considerablemente. Ahora voy al cine y mi cabeza se mantiene en su sitio. Ahora no sueño con bailar con el más guapo del lugar, con tener un novio con uniforme, con que me unten de nata o con que me aten al cabecero de la cama con un pañuelo exclusivo. Ahora, sólo aspiro a que mi novio me invite a cenar de vez en cuando, que no me pida que le unte las tostadas y que se lo crea cuando le digo que tengo jaqueca...

domingo, 20 de noviembre de 2011

YO Y MIS FASCIAS

¡Ah! ¿Que todavía no lo saben? ¿Es que nadie se lo ha dicho todavía? Sí, hombre. ¿Se acuerdan de lo de “yo soy yo y mis circunstancias”, de Ortega y Gasset? Pues, lamento comunicarles que eso ya pasó a la historia. Ahora, lo que se lleva es “yo soy yo y mis fascias”. Les cuento.
¿Se acuerdan de Isabel y Zoraida? Las mencioné hace poco, cuando les conté mis aventuras y desventuras buscando un buen masajista. Pues bien. Llevaba varios meses yendo dos veces por semana a la consulta de Isabel y Zoraida para que arreglaran mis problemas de cervicales y cada día, entre masajes en la espalda, algo de osteopatía, reflexoterapia y sacrocraneales, cuando me ocurrió lo siguiente.
Después de una semana muy dura y un intercambio de impresiones algo tenso (por ser diplomática) con mi jefe, fui a mi cita con ellas con la intención de olvidarme de ese episodio y relajarme al máximo. Como siempre, me desnudé, me quedé en bragas y, tumbada en la camilla, me tapé con una breve toalla que apenas cubría mis partes esenciales. Isabel, con los primeros masajes en los hombros, debió intuir alguna preocupación porque me preguntó si me había pasado algo. Dije que no. Se fue hacia los pies para hacerme reflexoterapia y, de nuevo, te noto algo tensa. ¿Yo? Qué va. Me hizo un poco de reiki y, otra vez, me preguntó si había ocurrido algo importante. En efecto. Durante varios días me había estado persiguiendo la proposición indecente de mi jefe (no, no me pidió que me acostara con él ni que le hiciera nada bajo la mesa de su despacho, no) y sus palabras al negarme. Con la excusa de que yo trabajaba bien, me pidió, como quien no quiere la cosa, que le hiciera todo el trabajo que él no había hecho durante meses, todo por amor al arte y porque se trataba de él. Todavía me acuerdo de sus palabras cuando me negué e hice ademán de salir de su despacho: “Sé cómo hacerte daño. Podría decirte unas cuantas cosas que te amargarían la vida para siempre”. No sé a qué se refería pero, con las piernas temblando y abriendo la puerta de su guarida, sin saber exactamente cómo, le contesté con todo el aplomo que pude reunir en ese momento: “Tú y yo sabemos que no harás nada”. Con sus amenazantes palabras machacando mi cerebro, de nuevo, volví a decirle a Isabel que no me había pasado nada. Y no sonó el gallo de pura casualidad. El caso es que inició su sesión de sacrocraneal. Sentía sus dedos en la base del cráneo y notaba cómo me iba relajando. De pronto, empecé a sentir una sequedad inusitada en la garganta, me costaba tragar saliva. Con los ojos cerrados, me llevé una mano al cuello; me dolía, me pinchaba y hacía esfuerzos para que no se notara. Oí la voz suave y susurrante de Isabel que me preguntaba si me pasaba algo. Y yo, con la voz ronca y los ojos cerrados, empecé a gritar ¡Me ahogo!, ¡no puedo tragar!, ¡me ahogo!, ¡no puedo respirar! Sentí cómo Isabel me incorporaba poco a poco a la vez que me instaba ¡Suéltalo! ¡Grítalo! ¡Díselo! Y yo, sentada en la camilla, desnuda, intentando abrir los ojos, no, no los abras. Mejor así, cerrados, como poseída por un espíritu maligo, empecé a proferir ¡Hijo de puta! ¡Eres malo! Me sentía ida, completamente fuera de mí. ¡Sigue!, ¡no te calles!, s¡uéltalo todo!, me decía Isabel. Y yo, como la niña del exorcista, con los ojos en blanco, seguía gritando en la sala de consulta, intentando taparme con esa sucinta toalla que se iba resbalando por mis redondeces ¡Cabronazo! ¡Mala persona! ¡Hijo de puta! Sólo me faltaba vomitar moco verde y que mi cabeza empezara a dar vueltas. ¡Hijo de puta! ¿Quién te has creído que eres? ¡Hijo de…! Y me desplomé. Al cabo de unos segundos, abrí los ojos y vi a Isabel sonriéndome: Bravo, tus fascias han hablado por ti.
Volví a casa exhausta, vacía, liberada e intrigada: Tus fascias han hablado por ti. ¿Qué coño me había pasado? ¿Qué era eso de las fascias?
Al cabo de dos días, tal y como estaba planificado desde hacía semanas, volví y me recibió Zoraida. No mencioné nada de la sesión anterior. Y, como siempre, me desnudé, me quedé en bragas, me tumbé en la camilla y me cubrí con una breve toalla. Después de media hora de masaje en las cervicales, y de la consabida y sinuosa indicación de “Ya puedes darte la vuelta”, escuché una petición que jamás pensé que me harían: ¿Puedo tocarte el paladar?
¿Alguna vez les han pedido algo así? A lo largo de mi vida, me han pedido muchas cosas, ¿me dejas un boli?, ¿me pasas los apuntes?, ¿me ayudas a poner la mesa?, ¿me dejas esos pantalones?, ¿te puedo besar?, ¿me dejas que te meta mano?; me han querido tocar muchas partes del cuerpo, pero ¿el paladar? Eso sí que era una novedad. Con los ojos abiertos como platos, la toalla Dios sabía dónde y la morbosa intriga dibujada en mi boca, le dije que sí, que podía tocarme el paladar pero que antes debía explicarme para qué. Si no lo entendí mal -estaba tan alucinada que no sé si procesé correctamente lo que Zoraida me explicó-, resulta que, para muchos, la boca es la entrada del alma y que, por ahí, por la boca, se entraba en contacto con las fascias. No tenía ni idea de que existiera esa palabreja. Perdona, pero ¿qué es eso de las fascias? Pues son como unas membranas que envuelven los músculos, las vísceras, los huesos y que se van formando desde las primeras semanas de gestación y acumulan toda la información que va viviendo el feto. Estupendo. Me quedé sin palabras y, literalmente, con la boca abierta. Bien, ahora, relájate. Un momento. Una cosa era estar intrigada y otra muy diferente, que me relajara. ¿Desde cuándo no me metían los dedos en la boca? Ni me acordaba. Exceptuando el palito de madera de marras que te mete el médico de cabecera cuando le dices que te duele la garganta y que te provoca unas arcadas de mil demonios, ¿cuándo había sido la última vez que me habían metido forma semejante en mi orificio bucal? Ejem, pasapalabra. La cuestión es que estuve un buen rato con la boca abierta mientras el dedito de Zoraida, envuelto en látex y mojado de agua, me iba penetrando (porque de eso se trataba, de una penetración en toda regla, consentida, pero penetración al fin y al cabo). Notaba cómo el dedo de Zoraida me iba acariciando con sumo cuidado el velo del paladar, las encías, la parte de abajo del paladar, la parte interna de las mejillas, toda, absolutamente toda la boca. No dejó ni un rincón por explorar. Muy bien, me decía Zoraida de vez en cuando, sin tener en cuenta las arcadas que me producía cada vez que el dedo se iba hacia la campanilla. Bravo, seguía exclamando convencida (aunque nada convincente), ¿lo notas?, ¿notas cómo tus fascias me están hablando? A saber qué demonios le estaban diciendo mis malditas fascias. Y yo, ahí tumbada, el pelota picada, sin enterarme. Me da una rabia que hablen de mí a mis espaldas…
Lo cierto es que, después de esa sesión, me quedé liberada (como si me hubiera confesado o algo así...) y completamente fascinada, con ganas de que volviera a meter mano a mi paladar. Lástima que sólo me lo hiciera una vez. Una cosa me quedó clara: desde aquel día, vigilo muy mucho lo que me meto en la boca, no vaya a ser que, en una de esas, mis fascias empiecen a largar por esa boquita…

miércoles, 16 de noviembre de 2011

ALGO SOBRE MI MADRE

Tengo una madre que vale un potosí (o sea, un imperio, un tesoro; vamos, que mi madre es la leche). Desde que tengo uso de razón, la recuerdo diciendo que lo que quería era tener una familia y cuidar de ella; la recuerdo completamente entregada a ese cometido de ser madre, ahí es nada. Siempre ha estado pendiente de nosotras, sus hijas, en todos los aspectos: nuestra salud (la física y la mental…), los estudios, los amigos, los novios, el trabajo… TODO. Y ahora que ya tiene nietas, ejerce otra de sus grandes pasiones, la de ser abuela. Y bien que lo hace.
Mi madre tiene muchas virtudes que, lo reconozco públicamente, en según qué situaciones -especialmente, cuando estoy premenstrual o estoy saturada de trabajo-, me sacan ligeramente de mis casillas.
Mi madre es tan prudente que, cuando tengo que ir a recogerla a su casa –mi casa de toda la vida-, para no hacerme esperar, baja al portal media hora antes. No, mamá, no bajes. Yo te llamo antes de coger el coche y te pico al interfono cuando llegue. Así, me esperas tan tranquila en casa. Pues no. ¿Pa qué? Ella, no. Ella pasa de mí y, claro, siempre –haga frío o calor, llueva o truene- me la encuentro fuera, en una esquina del portal, perfectamente arreglada, tiesa como un palo, con su bolso y su crucigrama. ¿Hace mucho que me esperas? No, hija, si acabo de bajar… ¡¡¡Farso!!! La conozco muy bien y seguro que ya hace varios, bastantes, muchos minutos que está allí, como quien no quiere la cosa. Yo insisto pero ella, erre que erre. Un día de estos, como me atrase lo más mínimo, me la voy a encontrar fosilizada, o, mejor aún, en plan cariátide griega…
Mi madre es tan precavida que es incapaz de dejar sus cosas (léase, sus eternas bolsas con el crucigrama, algún regalito para las niñas, alguna fiambrera con comida de la buena, etc., etc., etc.) en el maletero del coche, es que no quiero que luego se me olviden, y se las pone siempre entre sus piernas, en el asiento del copiloto. ¿Vas bien, mamá?, le preguntas viéndola hecha un cuatro, con sus bolsas entre las piernas retorcidas y colocadas en extrañas posiciones. No, si estoy muy cómoda… responde como acartonada, sin moverse para que el extraño tetris que ha formado por debajo de su cintura no se venga abajo.
Mi madre es tan estimulante con sus nietas que, cuando eran pequeñas y se quedaban en su casa, les hablaba constantemente y les explicaba todo lo que hacía, especialmente la comida (ahora, vamos a pelar las patatas; ahora, cortaremos las pechugas de pollo; ahora, pondremos harina en un plato…Yo creo que tienen interiorizado todo el recetario y que saldrán muy buenas cocineras). También, les ponía música para que aprendieran ritmos y más palabras. ¿Y qué canciones les pones, mamá? Pues, las de toda la vida. Qué bien, canciones populares, nanas, canciones infantiles, villancicos… Las alarmas se encendieron cuando, un buen día, le pedimos a la mayor (no tenía más de tres añitos) que cantara algo y la niña se arrancó por algo parecido a Escándalo de Raphael… Lo que yo decía, canciones de toda la vida.
Pero la virtud que me tiene más fascinada es su locuacidad y su habilidad para enlazar temas diversos (yo creo que viene de familia porque cuando se junta con sus hermanas…). Cada martes voy a comer a su casa (mi casa de toda la vida) y nada más oír el ruido de mis llaves, empieza a hablar. Yo creo que a mi madre la han suplantado por un autómata que está programado para no dejarme abrir el pico porque, si no, no lo entiendo. Sin saludar ni nada, ya oigo desde la puerta de casa algún comentario de algún miembro de la familia; a continuación y sin nexo aparente (yo ya le he dado un beso y me siento a la mesa), me cuenta lo último de su amiga Teresa; un segundo más tarde, como por arte de birlibirloque (yo estoy comiendo sin poder decir nada; juro que lo he intentado pero no me ha dejado), me menciona algo que ha visto en la tele; sin saber cómo ni por qué, pasa automáticamente a hablar de la boda. Atención, archivos en funcionamiento. ¿La boda? (¡yuhu, las primeras palabras que me deja decir!), ¿qué boda? Sí, hombre, la de la duquesa. ¡Joder! Y sin poder continuar con mi escaso diálogo, ella vuelve a cambiar de tema así, sin pausa, sin punto y aparte, sin nada de nada.¡Me río yo de los conectores y los marcadores discursivos! Toda una vida profesional intentando inculcar a mis alumnos la importancia del buen uso de los enlaces textuales para hilvanar las ideas y escribir o decir algo con sentido, bien cohesionado, y va mi madre y, pim pam pim pam, en un periquete te suelta tres, cuatro, cinco frases seguidas que, aunque no tengan ni la más mínima relación, quedan perfectamente unidas. ¡Manda narices!
Todo eso sin contar con algunos momentos especialmente difíciles, aquellos que empiezan por ¿te acuerdas de Rosita? No, mamá. Si, hombre, la del cuarto. No, mamá. Que sí, la que tiene una hija que se fue a Londres a... Que no, mamá. Seguro que sí; Rosita, la que su marido tuvo un accidente que... En este punto, con los nervios a flor de piel, se me plantean dos opciones: seguir defendiendo mi desconocimiento (que es verdad, que no la he visto en mi vida) arriesgándome a seguir con ese diálogo de auténticas besugas (las dos) o respirar hondo, mirar al techo y afirmar entusiasmada, ¡ah, sí! Rosita... Ahora caigo. Aunque, pensándolo bien, no sé qué es mejor porque, al menos, cuando le decía que no conocía a esa tal Rosita, podía abrir la boca...

PD. Por todo esto y más, te admiro y te quiero.

domingo, 13 de noviembre de 2011

CUESTIÓN DE NEURONAS

¿A qué huelen las nubes? ¿Se acuerdan? Qué utópico y retórico aquel anuncio: Ingenuas, cándidas y ¿virginales? muchachas subiendo por una escalera que les llevaba hacia el cielo. Qué inocentes, oníricas, primaverales, bucólicas –y un tanto lésbicas, ¿no?- escenas... ¡para anunciar compresas! Qué prosaico, ¿no? Y lo reconozco. Durante mucho tiempo, esas imágenes decoraron mis sueños pero, sobre todo, esa duda me persiguió y, lo que es más fuerte, me atormentó de mala manera. Buena pregunta, ¿a qué huelen las nubes? Pero, bueno, ¿es que no tenían otra cosa mejor que hacer los publicitarios esos? ¿A qué huelen las nubes? Pues, ¿a qué van a oler? ¡A nada! Menuda chorrada de anuncio. Sí, sí. Menuda chorrada pero ya me ven a mí, en aquella época, levantando la cabeza, mirando aquel océano al revés y deteniéndome en las masas algodonosas que irrumpían en ese azul infinito. ¿A qué huelen las nubes?, ¿a qué coño deben oler las nubes? Más de una/o, segurísimo, se comió el tarro intentando encontrar respuesta a tan singular pregunta; es más, a muchos –como a mí, sin ir más lejos-, esa simple y absurda interrogación les provocó un sinfín de subpreguntas. ¿Realmente, exhalan algún tipo de perfume?, ¿cambian de olor cuando lo hacen de color? porque, señores, no me lo podrán negar, no es lo mismo una nube blanca-blanca que una de color gris marengo tirando a negro. ¿A qué deben oler los nubarrones, aquellos tan negros amenazando diluvio? Yo creo que a cloaca; es el único olor que puedo asociar a esa nube. Y aquéllas que se tiñen de rojos, naranjas y amarillos, ¿a qué deben oler? Otra duda: ¿El olor disminuye cuando la nube en cuestión se va deshaciendo en el cielo? ¿Habrá diferentes tipos de olores en función del tipo de nube? ¿A qué huelen los cúmulos?, ¿y los cirros?, ¿y los estratos?, ¿y los nimbos?
Mirábamos las nubes, como iba diciendo, y convertimos aquella interrogación retórica –un simple aunque ingenioso reclamo publicitario- en una auténtica duda filosófica, una cuestión existencial. No debíamos tener muchos problemas, no, porque, ahora, no estaría yo para preguntarme a qué huelen las malditas nubes...
Ahora, no sé cuántos años después de la aparición de ese anuncio en la televisión, justo en esta época –final de trimestre, tiempo de controles, exámenes y demás pruebas para poner entre las cuerdas a miles de adolescentes- una curiosa pregunta está bombardeando constantemente mi cabeza: ¿a qué huelen las neuronas? No, no se maten intentando encontrar una respuesta convincente; tampoco se trata de ningún acertijo-reclamo, de aquéllos que están tan de moda en el mundillo de la publicidad, para vender enciclopedias o promocionar un colegio, ahora que estamos también en época de crisis de alumnos. Tampoco se trata de un apartado olvidado de la duda cartesiana. Es, simplemente, la pregunta que me formulé el otro día cuando fui a hablar con una profesora que vigilaba a toda una clase de Bachillerato que se estaba examinando de matemáticas. Verán. Primero, antes de entrar, pegué mi nariz en el recuadro de cristal de la puerta para cerciorarme de la presencia de la profesora en cuestión: chicos y chicas en plena adolescencia, perfectamente alineados en cuatro columnas de pupitres; silencio absoluto; todos escribiendo o calculando, con la cabeza gacha sobre las hojas del examen (bueno, para ser sincera, todos no; siempre hay algún “colgado/a” que se dedica a mirar por la ventana, arreglarse las uñas, mirarse las puntas del pelo o jugar con la calculadora para pasar esas dos eternas horas que dura la prueba). Chicos y chicas concentrados, inmersos en una vorágine de letras, símbolos, fórmulas, cifras y operaciones; treinta adolescentes con la maquinaria intelectual a pleno rendimiento (¿seguro?), rezumando sabiduría por todos los poros de su piel (¿me lo creo?), borrachos de conocimiento (es un decir...), deseando dar lo mejor de sí (¡si hombre!). No se oía nada. Abrí la puerta. Un movimiento de cuarenta y cinco grados de todas las cabezas pensantes delataron mi presencia. Me sentí el blanco de todas las miradas y, como un estupendo bofetón en toda la cara –al estilo Gilda-, una oleada extraña y fuertemente olorosa puso en alerta mi delicada y exquisita pituitaria. Calefacción a tope. Ventanas cerradas. Tiras de sujetador al aire, tirantes de todos los grosores, camisetas sin manga tanto en chicos como en chicas, pantalones caídos, camisetas finas pero estrechas como una segunda piel: cómo se nota que ya es primavera en el corteinglés –eso o que el calor del radiador se ha ido apoderando poco a poco del aula-. A medida que iba avanzando entre los pupitres y, como en una carrera de obstáculos, iba esquivando mochilas, bolsos, libros y carpetas que había desparramados por el suelo, en dirección a la mesa de la profesora, me percaté de un penetrante y violento tufillo. Me costó identificarlo. Enseguida, como un acto reflejo, acerqué mi nariz a mi sobaco mientras levantaba el “alerón”. No, no era yo. Menos mal. Llegué a la tarima y, después de saludar a la profesora, me quedé mirando el panorama: frentes y manos sospechosamente húmedas; de las axilas y demás partes del cuerpo no puedo hablar. ¡Uf! Perdón. Sí. Un chico levantó la mano para preguntar algo y un ligero redondel mojado apareió, por arte de magia, en la parte interior del brazo. Sin comentarios... Nerviosismo e incertidumbre a flor de piel, prisas por acabar. ¿A qué olía?, me preguntaba. Una mezcla de ese olor tan hormonal y personal de cada uno de los que estábamos allí más un cierto aroma a rancio concentrado más unos ciertos efluvios de polvo chamuscado en los radiadores más otros de sala cerrada. Pero, ¿a qué demonios olía esa clase? A todo eso, había que añadir no pequeñas dosis del olor característico de las cabelleras acartonadas con lacas, geles y gominas varias, una amalgama de flores silvestres, cítricos, maderas exóticas y almizcles procedentes de eaus, por no hablar de ese anodino e inclasificable aire que desprenden los desodorantes sin alcohol. Pero la cosa no acababa aquí. No pude evitar ver unos pies descalzos que jugueteaban con sus zapatos correspondients, una camiseta que ya había visto el día anterior; tampoco pude dejar de pensar en la sesión de gimnasia que habían tenido los chavales justo antes del examen, en alguna prenda femenina prestada sin haber dado unas vueltas en la lavadora por no mencionar otros detalles que, por respeto, voy a obviar aunque me consta que todos estamos pensando en los mismos. Seguía mirando a los chicos intentando disimular mis reacciones ante el hedor que había invadido el aula. Miré a mi colega. Siempre pasa lo mismo y no sé por qué. Los allí presentes no eran conscientes o no podían percibir el calibre de tan “estupenda” fragancia. Sólo se da cuenta el que entra, el que viene de fuera. Volví a mirar a la profesora y me señaló la nariz con un falso y ostentoso disimulo mientras un gran interrogante se dibujaba en mi entrecejo. Sonreímos. Y, sin cortarse ni un pelo, dijo en voz alta: ¿No lo sabes? ¡¡¡¡Es el olor de las neuronas!!!!

miércoles, 9 de noviembre de 2011

XO-XE-TE

Uno de los mejores recuerdos que guardo de mi infancia son los veranos en el sur; bueno, exactamente, en el sur del sur. Al principio, cogíamos el transatlántico y hacíamos el viaje por mar; más tarde, en coche o en autocar, y ya, en los últimos años, lo hacemos en avión. De cualquiera de las maneras, aquel inicio de vacaciones suponía toda una aventura que culminaba con la llegada a la casa de mi abuela y el efusivo saludo de mi tía: ¡¿Cómo está mi chochete?!
¿Cómo está mi chochete? ¿Se lo pueden imaginar? ¿Se refería a mi...? ¿O al suyo? La primera vez que lo oí (en verdad, oí “xoxete” por aquello de que la voz procedía el sur del sur), yo debía de tener unos seis años. Inocente de mí, vi cómo esas palabras iban acompañadas de una mano de largas, cuidadas, rojas uñas que se dirigía amenazadora hacia mis partes pudendas y yo, además de dar un brinco hacia atrás huyendo de esa garra que intentaba apoderarse de mi..., miré a mi madre, aterrorizada y descolocada, ¡¡¡mamáááááá!!!, como preguntándole pero, ¿qué demonios hace la tita?, ¿qué me está diciendo?, ¿qué hago yo? Y mi madre, supongo que familiarizada con ese singular saludo, se limitó a sonreír y a hacer gestos como “no le hagas caso, ya conoces a tu tía”.
A partir de aquella primera vez (lo juro, fue como perder la virginidad en materia de expresiones de bienvenida), ese apelativo se convirtió para mí en marca de la casa (la casa del sur del sur) en sus diferentes acepciones: ¿Cómo estaba la playa, xoxete?; anda, xoxete, vete a la Angustias y compra una libra de jamón; xoxete, deja a tus primos en paz... Sólo cuando me ponía cabezota con algo, mi tía lo cambiaba por un “mira que serás xoxona”... Crecí con ese apelativo mientras que al..., ya saben, lo llamábamos de mil maneras diferentes a esa, léase tete, florecilla, tesorito, almejita...
Con el paso de los años, los veranos en el sur se fueron distanciando pero, por teléfono, mi tía seguía con el mismo saludo, ¿cómo está mi xoxete?, y yo ya le respondía dímelo tú. Yo sé cómo está el mío... Y mi tía se reía diciéndome pero qué xoxona estás hecha. En los últimos años, ya muy malita, seguía siendo aquella mujer elegante, chisposa, que seguía preguntándome por mi xoxete y yo, inmersa en una vorágine de novios y amantes, le decía ay, si tú supieras...
El tiempo ha ido pasando y, con él, también se ha diluido en el recuerdo aquel apelativo tan cariñoso, exclusivo de aquel sur del sur.
¿Exclusivo? Pues va a ser que no. Con el tiempo, decía, me eché novio y, después de varios meses de “conocimiento” mutuo, el chico en cuestión, aprovechando una comida familiar, decidió que ya era hora de presentarme a su familia: Esta es mi hermana mayor; aquí, mi otra hermana, aquella es la otra; mis cuñados, mis sobrinos... Y aquí, siguió solemne y orgulloso el chico, te presento a mi madre. Y justo entre los dos besos en ambas mejillas, me pareció oír un ¿Que tal, xoxete?
¡¿Perdón?! ¡¿He oído bien?! ¡¿Ha dicho xoxete?! ¿Así? ¿Con equis? ¿Del sur? ¿Delante de toda la familia? No me lo podía creer. Tierra, trágame. No escuché nada más, ni mi hijo me ha hablado muy bien de ti, ni qué contenta estoy, nada de nada. En mi cabeza sólo sonaba xoxete, xoxete, xoxete. Estaba petrificada y mi novio de turno, sin decir nada. Sólo al cabo de unos minutos, supongo que al verme en total estado de shock, reaccionó y dijo mi madre es así de natural, ya le irás conociendo mejor. ¿Mejor? No, no quiero conocerla mejor. Ya tengo bastante con esto. Y acto seguido, se dirigió a su madre joder, mamá, te dije que no la asustaras. Aquel saludo duró lo que duró la relación con aquel chico acompañado de otras perlas y todas ellas en las comidas o reuniones familiares: mi xoxete está triste porque no me da nietos, hola xoxete alegre, ay xoxete loco... y todas las soltaba delante de toda la familia. Y yo, resignada, me limitaba a sonreír mientras oía la retahíla de adjetivos que iba poniendo a mi... (literal) y me recreaba en la infinidad de respuestas que se me ocurrían acerca del suyo...
Porque... ¿se han parado a pensar por qué esa parte del cuerpo es tan recurrente y tiene tanta salida? Una vez, en un máster de lengua, mi amigo Manel y yo, aburridos de tanta sapiencia y erudición, nos pusimos a buscar maneras de nombrar tan socorrido rincón de la anatomía femenina. Apuntamos más de cincuenta sinónimos, cada cual más metafórico, descabellado o soez. ¿Quieren hacer la prueba? Pues con tantas palabras, no pude evitar sorprenderme al oír cómo mi sobrina pequeña, para referirse a su noble parte, pronunció la verdadera (la que no dijimos mi amigo y yo), la que realmente era, la que sale en los libros de texto y se enseña en los colegios (no en el patio). La abuela, que estaba presente, me preguntó pero, ¿qué está diciendo la niña? ¿De dónde ha sacado esa palabra tan rara? Al explicárselo, se encogió de hombros, pero si toda la vida se ha dicho... (de los cincuenta sinónimos, elijan la que más les apetezca, les guste o les convenga)
Pero la cosa no acaba aquí. Cuál fue mi sorpresa cuando mi novio, pasada ya la vergüenza de los apelativos de su madre, me pidió por primera vez que la acompañara al mercado a comprar pescado: es el mejor de toda Barcelona, y, ya verás, la Mari es encantadora. Sábado por la mañana, paseo por el mercado, la parada llena de gente y la Mari, presidiendo la parada de pescado y marisco: mujer rotunda donde las haya, delantera prominente, maquillaje de fiesta, pelo oscuro recogido en un moño alto, delantal blanco en encaje y una fuerza inusitada para manejar los cuchillos y las tijeras. ¡El veinticinco!, grita con su potente voz. ¡El mío!, digo tímidamente mientras veo cómo sale de su boca rojo carmín las palabras que pensé que jamás escucharía: ¿qué te pongo, chumino?
Eso ya era demasiado: una cosa era la familia, mi familia; otra, la madre de mi novio, bueno; pero, la del pescado... Por ahí, no pasaba. Además, ¿qué?, ¿acaso tenía cara yo de... eso? Huelga decir que me quedé muda mientras el otro se partía de risa. Me llamo Mamen, dije también con rotundidad. Vale, ¿qué te pongo, chumino?
Lo mejor de todo no fue eso. Lo mejor de todo fue cuando, en una comida entre amigas, después de contar mi experiencia en el mercado con mi novio, una de ellas me preguntó: ¿Qué es eso, un tipo de pescado? Nunca lo he probado...

domingo, 6 de noviembre de 2011

MASAJES A MIL

Mi primera experiencia con el fascinante mundo de los masajes la tuve en junio de 1992 en Estambul. Mientras Barcelona ya estaba preparada para sus Juegos Olímpicos, una recién licenciada promoción de la Facultad de Filología Hispánica estaba viviendo, a modo de viaje de fin de carrera, su particular pasión turca. Una de las actividades programadas por la agencia contratada era, además del paseo por el Bósforo y visita a la Mezquita Azul, ir a un baño turco pero, en vez de ir con todo el grupo –ya se sabe, mis complejos y mi vergüenza me impedían enseñar a las compañeras los michelines, pelambreras y demás recovecos corporales- mi amiga Gloria y yo decidimos ir por nuestra cuenta el último día, antes de regresar a Barcelona. Y, claro, en vez de meternos en el baño turco destinado para los turistas –genial, por lo que nos contaron nuestras compañeras, una pasada: tarifa reducida, vestuarios y lavabos impolutos, mármoles azules, café turco, música de fondo, toallas blancas y limpias, jabones perfumados y agradables al tacto, elegantes “ayudantas”...-, nosotras dos, por listas, no tuvimos más remedio que conformarnos con un baño turco normal y corriente, de barrio. Para empezar, la entrada dejaba bastante que desear, teniendo en cuenta las maravillas que nos habían contado las chicas de la promoción, pero, a falta de tiempo y sobradas de curiosidad y de ganas por experimentar el archiconocido baño turco, nos armamos de valor y allí nos metimos. Después de pelearnos (no, no se puede decir que era el típico regateo) con el de la ventanilla para conseguir un precio decente, una señora nos metió en una especie de tugurio de madera donde nos tenía preparados unos zuecos de madera y una toalla de dudosa procedencia. Con gestos un tanto bruscos, nos indicó que nos desnudáramos y nos señaló una puerta. A mí, como siempre que me pasa cuando me encuentro en una situación un tanto surrealista, y aquella lo era bastante, me entró la risa floja pero mi amiga, indignada por el trato recibido, había resuelto marchar de aquel asqueroso antro. Después de convencerla con argumentos como venga, Gloria, no nos iremos de Estambul sin haber pasado por un baño turco, ¿no? y pero, ¿no queríamos aventura? Pues creo que hoy viviremos una muy interesante, allí estábamos las dos, como Dios nos trajo al mundo, patéticas y esperpénticas, subidas a unos inestables zuecos de madera y una toalla de color indefinido que sólo Dios sabía quién los había utilizado con anterioridad. Cuál fue nuestra sorpresa cuando, al pasar el umbral de aquella puerta, nos encontramos en un recinto circular, caliente, húmedo, lleno de vaho, todo de mármol blanco, con una fuente en el centro y varios surtidores en los laterales, todo ello tenuemente iluminado gracias a una claraboya en forma de estrella que había en el techo. Pero más sorprendidas nos quedamos cuando, en medio de esa húmeda neblina, vimos aparecer a dos señoras semi desnudas –sólo llevaban unas bragas “de cuello alto” que, debido a la humedad y el sudor, se habían pegado a la piel y, transparentes, dejaban ver curvas, michelines y demás misterios del cuerpo femenino- que, más que finas y elegantes “ayudantas”, parecían auténticas luchadoras de sumo japonés. Con un gesto bastante desagradable, cada una de ellas, por separado, nos cogió del brazo y nos llevó a un lado de la sala circular y nos pidió, chapurreando el inglés, que nos tumbáramos boca arriba. Relax, relax, me pedía mi “masajista” particular mientras me restregaba todo el cuerpo, enérgicamente, con un guante de esparto empapado en una especie de jabón –no me pregunten de qué marca porque no lo sabría decir. Sólo sé que no era Sanex ni Dave, ni nada por el estilo-. ¿Cómo coño quería que me relajara la muy condenada si estaba arrancándome la piel a jirones? Además de sus bruscas maneras, tengo que reconocer que me violentaba la situación. Hasta aquella tarde, a mí no me había tocado con tanto ímpetu y en una situación parecida ninguna señora, ni siquiera una profesional de la medicina o de la fisioterapia. Relax, relax. No podía. Para colmo, no oía ni podía ver a mi amiga Gloria porque la señora, más grande que las señoras de Botero, lo impedía con sus brazos y con toda su humanidad en general. Los hombros, el cuello, el pecho, las caderas, el pubis, el vientre, los muslos, la entrepierna..., todo pasaba por ese guante de esparto embadurnándome de jabón lagarto. Y yo, con un ojo cerrado –intentando relajarme- y con el otro abierto –vigilando por donde iban eas manos de leñador-, tensa, muy tensa. Para colmo de males, escuchaba hablar a las dos señoras en un idioma totalmente indescifrable –vamos, en turco, me imagino yo- y eso me ponía más nerviosa todavía. A saber qué demonios estarían planeando hacer aquellas dos moles otomanas con dos bellas, tiernas y virginales doncellas europeas... Una palmadita en el muslo y un gesto rotativo con el dedo anular. Down. Otro masaje por los hombros, la espalda, las nalgas, los muslos, las piernas. Relax, relax, eran las únicas palabras que me dirigía la gran experta en artes de relajación... Con los músculos tensos y el culo prieto, por si las moscas, yo parecía una piedra, más dura que el mármol que yacía bajo mis sudorosas carnes. Sólo le faltó decir a la mujer yu ar biutiful mientras se recreaba en mis nalgas para que yo me incorporara de un salto mientras decía tajante okey, it’s enough, thank you y me iba derechita, desconcertada y tambaleándome sobre los zuecos de madera a aquella puerta que me retornaría, de nuevo, a la realidad...
Después de aquella singular experiencia, tardé bastante en ponerme desnuda ante alguien que no fuera mi novio-amante de turno. Conseguí trabajo, me compré un coche, viajé, conocí gente y, debido a las tensiones propias de la responsabilidad, mis cervicales se fueron agarrotando hasta el punto de verme obligada a contratar los servicios de un/a fisioterapeuta. Mi madre me habló de un tal Jose (sin acento en la e), que le había ido muy bien a una vecina suya y que lo hacía a muy buen precio. Lo llamé y me dio la opción, para ahorrarme dinero y someterme a los horarios de la clínica en la que trabajaba- de ir a su casa después de nuestros respectivos trabajos con un bono que incluía diez sesiones. Y así lo hice. Teñido de rubio panocha, abundante bigote –también teñido- , bata blanca casi desabrochada, pelo en el pecho –éste, sin teñir- , la virgen del Rocío colgada de un estupendo cordón de oro, pantalones blancos que transparentaban el estampado de un minúsculo calzoncillo, zuecos de médico y una pluma que podía ser la envidia de cualquier pavo real, Jose me recibió en su casa –decorada al más puro estilo kitch, con armadura en el recibidor y tapetes de croché enmarcados- y me hizo pasar a su consulta. Después de un breve cuestionario, preguntarme más exhaustivamente por mi problema y tomarme medidas, me pidió que me quedara en ropa interior y que me tumbara en la camilla. Apagó la luz del techo dejando encendido un flexo en una esquina de la habitación y, al ritmo de la música clásica de Albinoni, me subió a los cielos. Fue increíble; tanto que “duré” con él cinco años. Cinco años de masajes cada quince días. Cinco años de Albinoni, Vivaldi, Shubert y música barroca de cámara. Cinco años de ungüentos reafirmantes contra la celulitis y demás cremas relajantes contra las contracturas. Cinco años con varios centímetros y kilos perdidos. Cinco años en los que, entre masaje y masaje, la confianza hizo acto de presencia hasta el punto de que él me contaba lo atrevidas y descaradas que eran algunas de sus clientas y lo celoso que se ponía su novio con tanta proposición deshonesta. Cinco años de masajes, violines y confidencias que acabaron bruscamente con la muerte repentina del novio de Jose y de su no menos repentina desaparición (llevándose con él el dinero de mi bono recién pagado). No he vuelto a saber nada de él.
Jose me aficionó de tal manera a los masajes que, desde que desapareció de mi vida, me ha pasado los últimos años buscando un/a sustituto/a. Unas navidades, para olvidarme del trabajo y de todos los problemas que tenía en él, fui a pasar unos días a un resort spa (el balneario de toda la vida pero revestido de glamour y distinción) de Hammamet, en Túnez. Aquello sí que estaba bien montado. Todo super-limpio, super-iluminado, fuentes de mármol azul y agua de colores, albornoz, gorro y chanclas gratis –bueno, de gratis nada porque lo pagué en el precio de los servicios-, y personal tunecino que echaba “patrás”. Creo que, en mi subconsciente, como una auténtica huérfana de masajista, estaba buscando a Jose, el de la virgen del Rocío en el pecho y el pelo teñido de rubio panocha. Estaba tan acostumbrada a desnudarme con Jose, sin ningún tipo de pudor ni cortapisas –supongo que el hecho de que él fuera gay contribuyó a que yo me desinhibiera con más rapidez y facilidad, ¿no creen?-, que, cuando aquel masajista tunecino, guapo hasta morir, cachas y moreno, me recibió en su cabina –había contratado un “massage du fleur” sin tener ni la más remota idea de qué parte de mi cuerpo iba a tratar ni en qué consistía ni, por supuesto, quién me lo iba a dar-, yo, sin mediar palabra, mientras él preparaba los aceites y los pétalos de rosa, me quedé en pelota picada. Menudo susto se pegó el chico cuando se dio la vuelta para atenderme. No sabía dónde mirar, el pobre, y yo, al principio –quitarme la ropa y quedarme sin neuronas fue todo uno-, no entendía nada. Su sonrojo y su mirada baja me dieron a entender que algo había hecho mal o que había metido la pata. Sorry, what’s wrong? Me explicó en inglés que él era masajista pero que, como era musulmán practicante, no podía ver a una mujer desnuda por lo que me pedía, muy cortésmente, que me vistiera otra vez, que me haría el masaje con la ropa puesta. Huelga decir que aquello no fue masaje ni fue nada, no sentí ni los óleos ni los pétalos por ninguna parte y que salí de la misma manera que entré. Perdón, miento, salí cabreada por la tomadura de pelo pero consciente de la facilidad con la que me desnudo ante un desconocido con bata blanca.
Huérfana todavía de masajista, Elena fue todo un descubrimiento. Debido al extenso y detallado cuestionario al que me sometió –medidas, profesión, hábitos alimentarios, vicios, deportes que practico, si suelo ir con tacones y con ropa estrecha, si respiro correctamente...- y a su profesionalidad, me "trabajó" muy bien, tanto que "duramos" más de dos años. Ella me hizo reiky, una técnica oriental milenaria que consiste en trabajar el yo interior para mejorar el yo exterior. Ella, cada quince días, iluminada por velas de sal y acompañada de música tantra, me untaba de cremas y aceites, me trabajaba los meridianos, me “movía” los músculos, me abría los chacras, activaba mi aura, me hacía imposición de manos, me tiraba las cartas de los ángeles, me invitaba a té, me regalaba piedras, me subía la moral y todo, por un módico precio...
Como si fuera cosa del destino, Elena, un buen día, también despareció. Pasó mucho tiempo hasta que encontré a Isabel y Zoraida (pronto leerán una columna sobre mis masajes con ellas). Ahora, estoy con Roman, bueno, no, con Gggggggoman porque es francés. Ahora es él el que, en lugar de darme masajitos entre velas y aromas, me ajusta las vértebras y me machaca los huesos. Vamos a ver cuánto me dura...

miércoles, 2 de noviembre de 2011

DE PUENTE

Soy una urbanita. ¿Y qué? No pasa nada, ¿no? Dicen que es una nueva tendencia, una nueva tribu social. Existen los pijos, los góticos, los ecologistas, los cumbas, los latins... Pues, ya ven, ahora también tenemos los urbanitas, y yo, señores míos, soy una de ellos. No lo puedo remediar. Me gustan el asfalto, las grandes avenidas, los semáforos, el tráfico, las prisas, el metro, los escaparates y, ¡cómo no!, los restaurantes de diseño, esos lugares elegantes, minimalistas, caros –muy caros- decorados con materiales exclusivos y colores sobrios, donde te puedes encontrar perfectamente una orquídea en los lavabos y una delicatessen en la bandeja de la factura –será para hacerte más fácil y dulce el trago de pagar- y donde te sirven una hoja de rúcula, una alcaparra, un suspiro de foie y un tomate cherry sobre una fina e imperceptible –a la vista y al paladar- lecho de crujiente de tubérculo –o sea, patata frita corriente y moliente-, tres escamas de sal Maldon, dos doradas gotas –o sea, aceite- y exquisito polvo de pimienta, todo eso emplatado en una enorme e inmaculada vajilla y acompañado de un minúsculo panecillo de algún fruto seco. Todo muy bonito si no fuera porque esa sensación de exquisitez va siempre acompañada de una ¿sensación? de hambre que te empuja irremisiblemente al bar de la esquina para engullir sin miramientos ni modales un sabroso, grasiento, vulgar pero sustancioso pepito de ternera con una fría caña de cerveza...
Como iba diciendo, me considero una urbanita y, como tal, me gusta pasear por los barrios antiguos y las grandes avenidas de cualquier ciudad, ir bien vestida, con mis tacones, mis joyas –pequeñas pero buenas-, mi maquillaje discreto, sobrio, perfectamente en consonancia con el perfume, elegante, con connotaciones cítricas y un poso de sándalo y almizcle. Así soy yo, puro animal de ciudad. Y, como a toda urbanita, no hay nada peor que tu pareja te proponga, con todo el amor y toda la ilusión del mundo, eso de ¿y si este puente vamos a la montaña, cariño? Pero, ¿qué tiene de malo pasear por la ciudad, tranquilamente, tomar un aperitivo leyendo el periódico, comer fuera y después ir al cine como todo hijo de vecino? Me han hablado de una zona... Tengo muchas ganas de ir. Dicen que es precioso. Conmigo que no cuente, lo tengo clarísimo. Cuesta un poco llegar hasta allí pero vale la pena. Podemos aprovechar para hacer algún picnic, hacer senderismo, coger setas, castañas. Así desconectarás del trabajo. ¡¡¿¿Perdón??!! ¿Picnic?, ¿montaña?, ¿setas?, ¿castañas? ¡Parece mentira...! ¡Qué poco me conoce! ¿Desconectar en la montaña? Ni loca. Todo el mundo sabe que yo, para desconectar, sólo necesito un buen restaurante, un cine y una copa en algún local de moda... Ya me inventaré una buena excusa para no ir...
Pero no hay excusas que valga y, en un visto y no visto, me vi en un hotelucho de montaña (joder, si al menos hubiera reservado en un parador o en una de esas lujosas casas rurales...) ataviada con mi “kit barby montañera”: camisa de cuadros de tonos neutros, pantalón caqui con cremallera a media pierna y veinte mil bolsillos, botas de montaña recién compradas –que, aunque eran de color verde pistacho, me parecían la cosa más fea, pesada y poco favorecedora que una se podía llevar a los pies-, un foulard y un gorrito monísimo para la lluvia, todo del mismo color para ir bien conjuntada, mochila al hombro y un anorak que me convertía en el muñeco michelín con disfraz de camuflaje. Sólo me faltaba el pañuelo de los boy-scoutts. Ni maquillaje, ni joyas, ni perfume caro. ¡Qué pinta, por favor! Espero que nadie me vea en la montaña. Y allí, en medio de árboles, arbustos, matorrales, hojarasca y demás especies vegetales, estaba yo, con medio picnic a la espalda, cara de que me lo estaba pasando de coña y un sucedáneo de sonrisa, dispuesta a pasar la gran prueba de fuego. Ahora nos espera una media hora de caminata antes de llegar al riachuelo. No te preocupes cariño, yo estaré siempre a tu lado, me decía el que tantas veces me había jurado que me quería. ¿Dónde fueron a parar aquellos domingos tranquilos, de deliciosa lectura y agradable vermut en una terraza cualquiera de la ciudad? ¿Acaso habían sido un espejismo? ¿Alguien me podía explicar qué coño hacía yo disfrazada de experta montañera en medio de aquella expedición para ver una maldita cascada? ¿Dónde estaba la cámara oculta? ¿Quién había sido el artífice de tan estúpida gracia? No te preocupes por mí. Tú, como si yo no estuviera. Tú ve delante que yo iré a mi ritmo. Yo te sigo. Fue lo único que dije. Y, en efecto, sin mediar palabra, la expedición inició su recorrido en busca del riachuelo perdido y de la seta escondida. A los cinco minutos, ya estaba cagándome en todo, invocando a los dioses de la naturaleza para que me acompañaran en tan osada empresa. Él, delante, sorteando sin el más mínimo esfuerzo los diferentes obstáculos que uno se suele encontrar en un típico y tópico bosque: ramas, troncos, barrizales, socavones, rocas, matorrales, pequeños desniveles, todo sin dificultad aparente. Pero para mí, acostumbrada a caminar sobre asfalto plano –como mucho, adoquines en el barrio viejo-, aquel paisaje suponía un auténtico suplicio. ¿Cómo vas?, le oí preguntarme en varias ocasiones. De putísima madre, musitaba yo notando como me iba faltando el aire y las fuerzas. ¿Cómo lo llevas?, insistía el caballero varias pasos más adelante. ¿Que cómo lo llevo? Bien si no teníamos en cuenta el rasguño que me había hecho en el brazo con un arbusto, la torcedura que llevaba arrastrando por haber pisado mal una maldita piedra que alguien había puesto en mi camino, y el bofetón que me había dado una rama que, curiosamente, tampoco había visto por estar mirando constantemente al suelo. Muy bien, muy bien. ¿Ya debe faltar poco, no? Y una sonora carcajada irrumpió en el silencio de aquel vergel. No llevábamos ni diez minutos caminando y a mí ya me había parecido una eternidad. Si a eso le sumábamos que no podía ni con mi alma... Él iba tranquilo y feliz, no se cogía a ninguna rama para descender, no tropezaba con nada, no resbalaba, no se enredaba con nada... Y, encima, el muy "jodío" se podía permitir el lujo de silbar y cantar. Mientras, yo parecía estar viviendo un auténtico vía crucis. Conseguía disimular los resbalones, los tropiezos, los enredos con ramas impertinentes y algún que otro desequilibrio con la madre naturaleza pero, obviamente, tenía que llegar la caída. Y llegó. Estaba cantado. Colorada como un tomate (ojo con el desnivel, me había dicho él... Tampoco soy tan ciega, había pensado yo...), sentada en un barrizal, con el culo hecho polvo, la muñeca derecha dolorida y con una mala leche que no me aguantaba, intenté quitarle importancia al asunto. ¿Te has hecho daño, preciosa? Por supuesto que no me había hecho daño. No ha sido nada. Y lo de preciosa vamos a dejarlo, no estoy en mi mejor momento que digamos. ¿Necesitas ayuda?, me preguntó, complaciente, solícito, cariñoso, inocente y confiado. No, respondí yo orgullosa, casi ofendida. ¿Acaso alguien estaba poniendo en duda mis habilidades y capacidades para desenvolverme tranquila y satisfactoriamente en el ámbito forestal? Vi en el rostro de mi amado amante una sonrisa casi infantil pero mi ego, por los suelos, bueno, por el maldito barrizal de aquella maldita montaña, hizo que sólo viera una maquiavélica mueca en una mezcla entre Chucky, la niña de El exorcista y el niño de La profecía. Me levanté aparentando normalidad e intentando ocultar el dolor y las ganas de desaparecer de allí. ¿Seguro que estás bien? El pobre no era consciente de la dimensión y el calibre de sus palabras, no sabía que había traspasado la frontera... Lo miré con unos ojos que desprendían el mismo fuego que el de los infiernos pero él no pareció entender nada. Sólo yo era capaz de percibir el graznido lejano de un cuervo al acecho de un cadáver. Y no era el mío precisamente...
No fue media hora, como había dicho él. Con mi lentitud y mi caída, la expedición tardó en llegar más tiempo al riachuelo. Y, acto seguido, él pidió para comer. No era mala idea. Quizás así lograba olvidar el bochorno y la mala leche. Manta campestre, bocadillos de jamón, una bolsa de patatas, unas latas de berberechos y mejillones y una botella de vino. Qué buena pinta tenía todo. Sacacorchos y servilletas. Lástima de los tenedores y los vasos. No pasa nada. Total, estamos en la montaña. Cara de circunstancias y abnegación. Tranquila que por una vez que comas con los dedos y bebas a morro no te va pasar nada. Aquellas palabras del hombre, entre la broma y el consuelo, no hicieron otra cosa que aumentar mi mala hostia. Y, encima, todo ello acompañado de hormigas, alguna que otra lombriz, las arañas de agua y demás “amiguitos” del bosque. ¿Se acuerdan de aquel enorme plato, con un minúsculo pero exquisito bocado en aquel elegante, sobrio, caro, limpio y minimalista restaurante? Pues lo dicho. Para colmo de males, además de coger los berberechos con los dedos y beber a morro de la botella de vino, el concierto de jazz o música clásica fue sustituido por un concurso de ciertos ruidos corporales. Eso sí, en vivo y en directo, sin trampa ni cartón. No me lo podía creer. Vale que la naturaleza fomentara conductas naturales pero aquello era demasiado. No sabía qué hacer: escapar corriendo de tan esperpéntica postal, suplicar que un rayo me partiera en dos o unirme al cantante solista, que ganas no me faltaban...
Balance de tan fantástica jornada: ni una sola seta, unas cuantas “castañas” en mi trasero, algunos arañazos y magulladuras, la espalda molida por haber comido en una postura incómoda, las botas nuevas sucias de barro, cansada, harta de tanta montaña y con unas ganas locas de volver a “amorrarme” a un tubo de escape...