sábado, 20 de octubre de 2012

¿INDECENTE, YO?

Hace dos días, paseando por una calle comercial de Barcelona, vi en el escaparate de una tienda una camisa preciosa que parecía ligera y muy, muy cómoda. Viendo que el precio se adecuaba a mi presupuesto, entré en el establecimiento y me la probé. Al verme en el espejo de ese minúsculo probador, me gustó y me gusté. “Si se desabrocha este botón, le da un tono más desenfadado, no tan serio”, me dijo la dependienta. Y así fui a trabajar al día siguiente, con la camisa nueva y el botón, desabrochado. No se veía nada, apenas unos centímetros de escote; simplemente, le daba a mi imagen un aire diferente. La jornada laboral transcurrió con total normalidad (mis compañeras me dijeron que me sentaba de maravilla y que estaba estupenda) hasta que un colega de rango superior, antes de empezar una reunión, se acercó por detrás y, sin esperarlo, me susurró al oído: “Chica, no veas cómo me gustas tan indecente”. Me volví sorprendida y enojada (no, señores, aquello no era un piropo, no vayamos a confundir los términos) pero sólo supe responderle que teníamos que aclarar ciertas cosas (sí, lo sé, debería haberlo mandado a la mierda pero no tuve coraje...). El hombrecillo volvió a su silla y, entre risas rijosas y con las mejillas coloradas, sin dejar de mirarme, parecía comentar la jugada con su compañero de mesa. Intenté olvidar el asunto y concentrarme en el contenido de la charla pero mi cabeza no dejaba de dar vueltas en torno a esa maldita palabra tan arcaica pero tan estigmatizadora: ¡Indecente! ¡Indecente! ¡Indecente!

¿Indecente, yo?

¿Sensual? Sí. ¿Voluptuosa? También. ¿Seductora? Sólo en ocasiones especiales. ¿Frívola? Sólo cuando hace falta. ¿Indecente? …

No, señoras y señores, indecente, no.

Indecentes
son aquellos
que consideran la mujer como mero objeto
que piensan que las mujeres, en el trabajo, siguen siendo meros objetos
que prefieren unas buenas tetas a un buen cerebro (¿quién dijo que una mujer no puede tener ambas cosas?)
que, cuando ven a una mujer con buenas tetas y buen cerebro, la tachan de Dios sabe qué
que hacen del palo del churrero (por lo de caliente) su bandera
que confunden el piropo con el insulto
que ponen etiquetas y no aceptan ser etiquetados
que disfrutan ninguneando, menospreciando y/o humillando al otro (y si es la otra, ni les cuento)
que hacen ver que son y nos lo quieren hacer creer (aquí, ya se me está yendo la cabeza por otros derroteros...)
que no admiten el error
que justifican su incompetencia y/o su vagancia desprestigiando a los demás (y si se trata de las demás, ya se pueden imaginar de dónde vendrá tal desprestigio)
que se creen en posesión de la verdad
que dicen mucho y hacen poco
que dicen una cosa, piensan otra y hacen lo que más les conviene
que afirman ser sinceros pero no son valientes
que, después de la misa dominical, se saltan todos los mandamientos, especialmente el 10, pero también el 8, el 7, el 6, el 9...
que hacen de la crítica fácil su razón de vivir
que “chanchullean” con la vida, el trabajo y con los sueños de los demás
que pretenden inocular el respeto a través de la política del terror
que se muestran intolerantes e intransigentes ante la diversidad de opiniones
que se creen imprescindibles pero no necesarios
que confunden delegar con escaquearse
que necesitan un “cabeza de turco” para continuar con sus vidas
que se erigen en salvaguardas de los valores mientras arden en la hoguera de las vanidades...

¿Indecente, yo?

Quizás, pero al menos mi indecencia se "arregla" abrochando un botón...

domingo, 14 de octubre de 2012

¡UNA DE BRAVAS! (o el secreto de "La Pubilla del Taulat")

Pues sí, lo han adivinado. Otra vez vuelvo a hablar de comida. Qué le voy a hacer si es mi perdición, mi vicio, mi placer no oculto. Lo reconozco. Me pierden mi boca y mi estómago porque, para mí, no hay nada mejor que unas buenas viandas para saber que la vida vale la pena; que, a pesar de todos los problemas y los sinsabores, todavía tenemos ganas de reunirnos ante unos platillos llenos de sabores y otras sensaciones, echar unas cervezas y unas risas. No es que tengamos ganas, es que necesitamos hacer un alto en el camino, bajarnos del tren del estrés, de las preocupaciones y de las prisas, y dedicarnos tiempo y placeres para aquello que llaman “desconectar”. En definitiva, darnos un homenaje, que bien lo merecemos.
Y es en este contexto en que “La Pubilla del Taulat” encuentra su razón de ser: un oasis en medio del desierto, un lugar de solaz y de recreo, un rincón de música y de risas, de tranquilidad y apetitoso ajetreo. Vamos, el auténtico aperitivo dominical.



Caracolas salpicadas de aceite y vinagre, gambas saladas, chocos, montaditos de tomate seco y anchoa, croquetas de boletus, lacón, boquerones en vinagre, y la estrella de la casa, la niña bonita, las patatas bravas: esto es lo que se ofrece en esta bodeguita de 1886. Puedo prometer y prometo que he probado un montón de bravas en mi vida (mis curvas lo avalan); puedo prometer y prometo que allá donde voy siempre pido patatas bravas (como si no hubiera otra cosa, sí, es de juzgado de guardia) y puedo decir con toda seguridad (no les miento) que las de la Pubilla son unas de las mejores, sino las mejores, que han pasado por mis pupilas gustativas y por las yemas de mis dedos (venga, sí, lo digo, me encanta rebañar el plato con el dedo y chuparlo con fruición para saborear hasta la última gota de salsa). Y es que Miguel es el maestro de las bravas (aparte de ser un bravo maestro, claro está). Patatas recién hechas (nada de recalentadas o refritas, no) y una salsa que quita el sentido (nada de mayonesa y ketchup, no; nada de alioli y tabasco, no. Su salsa es de auténtico “gourmet”). Cada vez que vamos mi pareja y yo, solos o con amigos (porquel, cada vez que viene alguien, lo llevamos allí. Apuesta segura, créanme), y las pedimos, especulamos con los ingredientes -¿de qué estará hecha esta jodida salsa que está tan buena?, ¿de huevo y trufa?, ¿de huevo, aceite y almendras?-, y cada vez que le digo a Miguel que me dé la receta, me responde con su sonrisa picarona y con un “a ti te la voy a decir, ¡ja!”. Lo confieso: me tiene loca con su secreto.
Recuerdo la primera vez que aterrizamos en esa esquina llena de sabor y de tradición, hace ya más de diez años: Una de bravas y dos cervezas, dije yo a aquel chico que se había acercado con cara seria (con el paso de los años, descubrí a un Toni irónico, lleno de chispa, y un experto en tirar las cañas). A esas cañas y a ese platillo de patatas con aquella salsa tan especial y diferente le siguieron varias cervezas más y más tapas hasta que dijimos basta. Vamos, que salimos doblados de allí. Y en seguida me sentí una más en el barrio porque, a ese domingo de prensa y aperitivo, le siguieron un montón de domingos y un montón de sábados y un montón de días de fiesta de guardar. Recuerdo una noche de bravas, cervezas y Mónica Naranjo a todo volumen; recuerdo a un Miguel desatado bailando detrás de la barra; recuerdo un aperitivo “especial” en la calle mi chico y yo; recuerdo a un Toni “bordando chascarrillos” entre risas; recuerdo la tradicional botella verde de sifón para hacer el vermú de toda la vida; recuerdo a la matriarca sentada en una esquina del minúsculo local, observando, disfrutando con el ajetreo del momento; recuerdo las mesas de blanco mármol y los antiguos dispensadores de cerveza y las botellas viejas llenas de polvo y de historias; recuerdo los nervios de Miguel y de Toni cuando los pedidos y las gentes se amontonan en esos pocos metros cuadrados...
Pero lo que más me gusta, lo reconozco, es cuando nos dejamos caer alguna tarde entre semana y la Pubilla está vacía y Miguel y Toni están tranquilos y se acercan y nos enseñan, orgullosos y satisfechos, las noticias que han salido del bar en la prensa o empezamos a hablar de viajes, de libros, de música, o nos contamos chistes y vivencias. En esas tardes tranquilas, con la copa de cerveza en la mano, también aprovecho para pasearme por la bodega que Jesús, el hermano de Miguel, tiene al lado de la Pubilla y llevarme algún vino diferente o varias botellas de ginebra...
Pensándolo bien, quizás el secreto, el verdadero secreto de “La Pubilla del Taulat” no esté en la salsa de las patatas bravas sino en el encanto de los que hacen de este lugar perdido entre la vorágine de Barcelona un auténtico remanso de paz para darnos una tregua y un homenaje...