miércoles, 28 de septiembre de 2011

ADOLESCENTE CON GAFAS

Supongo que estarán de acuerdo conmigo cuando les digo que una de las peores y más maravillosas etapas que puede vivir el ser humano es la adolescencia, ¿no? Supongo que no les descubriré la pólvora si les comento que se trata de una época preñada de rebeldías, contradicciones, manías, incertidumbres y utopías en la que el “quiero y no me dejan” y “me dejan pero no me da la gana” están a la orden del día. Tampoco me las voy a dar de experta en la materia al afirmar que es en esta fase de la trayectoria vital de cualquier ser humano de sexo femenino –los del masculino ya me dirán si también les pasa lo mismo- cuando se hacen miles de esfuerzos para gustar (lo de "yo lo que pretendo es gustarme a mí misma, los demás me dan igual" suena a excusa barata) y, en última instancia, saber que gustas. Pues bien. Yo no soy ninguna excepción. Pero, a diferencia de la de mis amigas, mi adolescencia fue más bien propia de una tragicomedia. Yo era normal, lo que se dice una chica más bien del montón: estatura media, castaña, curvas pronunciadas... Vamos, una tía normal (¿alguien me puede definir, por favor, el término normal?) pero me mataban mis grandes gafas, no de culo de botella pero casi. Todo el mundo me decía que me las quitara, que estaba mucho más mona sin ellas pero, si lo hacía, sólo podía ver siluetas amorfas. Mientras estaba en clase, era normal –otra vez con la dichosa palabrita. ¿Alguien se ha dado cuenta de que es uno de los vocablos más utilizados y, sin embargo, es también uno de los más ambiguos en cuanto a significado?- que las llevara puesta. Todo el mundo lo podía entender. Pero, claro, durante el consabido viaje de fin de curso a Italia, aquel que se espera con ansiedad y fruición no precisamente porque supone el final de una etapa sino porque se sabe perfectamente que algún italiano siempre “cae” –¿o es una la que cae?-, era inadmisible pasear por Piazza Navona o Ponto Vechio con gafas de mariposa. Y una compañera, buena samaritana allí donde las haya, decidió hacer de mí una auténtica diva de la belleza: Cada día me maquillaba con, atención al dato, una marcada línea negra en ambos párpados, sombra de ojos ¡azul brillante!, salud de pote por un tubo y colorete a discreción. ¿Qué quieren? Era lo que se llevaba en aquella época, lo más cool del momento pero, sinceramente, lo reconozco, más que una chica de cole de monjas parecía una “putoncilla”. Le puso una cadenita a mis gafas -póntelas cuando sea estrictamente necesario, me dijo mi asesora de imagen- y, hale, a comerse Roma. Nunca mejor dicho. Con el resto de mis compañeras, iba feliz, sin ver tres en un burro, pero feliz porque, de esa guisa, podía ligar como la que más. Y, efectivamente, una noche ligué con un italiano. Con las gafas a la altura del primer botón de la blusa, con ese maquillaje fantasía y con esas sombras fantasmagóricas que veía, allí estaba yo, más contenta que nadie, con mi italiano de turno (no me pregunten cómo era porque no lo pude ver bien; con la oscuridad de la noche y mis dioptrías, la verdad es que apenas distinguía sus rasgos). Experto seductor él, cegata nerviosa yo, lo cierto es que, entre señas, me invitó a alejarme del grupo y a dar un paseo a la luz de la luna. Solos él y yo. Sinceramente, en vez de ella, hubiera necesitado un foco de campo de fútbol para ver, al menos, por dónde pisaba. Mis gafas, con sus círculos concéntricos, bailoteaban al mismo ritmo que mis caderas; todo se me antojaba un enorme túnel negro pero yo, erre que erre, orgullosa con mi ligue, me acordaba de los sabios consejos de mi compañera: ante todo, tú no te pongas las gafas; sólo cuando sea estrictamente necesario. ¿Estrictamente necesario? Joder, ¿a quién pretendía engañar? Para mí y mi miopía, ¡eso era siempre! Por las calles oscuras de Roma, el romano y yo, en una mezcla de italiano, inglés y español, íbamos hablando del mar y de los peces y, en un momento dado, noté cómo se alejaba ligeramente de mí. Sorprendida, le miré fijamente –se me salían los ojos de las órbitas de tanto que le miraba a pesar de mi graduación, y no la de final de curso precisamente-, miré al frente (por supuesto, sin ver apenas nada) y seguí caminando a mi rollo. Un paso, una absurda sonrisa; dos pasos, un guiño a una sombra; tres pasos y ¡zas! Pero, ¡se puede saber quién ha puesto un palo en mi camino! ¡Menudo guarrazo con un maldita de señal de tráfico! ¿Se imaginan estar paseando con un pedazo de romano, guapísimo –eso creo, vaya-, a la luz de la luna, todo romanticismo, y estrellarse literalmente con un poste en mitad de la calle? ¿Se lo imaginan...? Me quedé fuera de juego. No sabía dónde estaba de la hostia que me había dado y el romano no sabía qué hacer para aguantar la risa. Can I help you?
Lo peor de todo no fue eso, no. Lo peor fue llegar a la Fontana di Trevi, donde habíamos quedado todas las chicas para volver al hotel, y justificar la gran columna roja que me había salido a lo largo de todo el moflete, incluyendo el ojo y parte de la frente. ¿Qué tienes en la cara?, ¿qué te ha pasado? Tierra trágame, ¡¿qué digo yo ahora!? Nada, el italiano, que me ha besado por toda la cara y me ha abrazado tan fuerte que me ha dejado marca. Fui la estrella durante esa noche pero el tortazo no me lo quitaba nadie. Eso, el dolor y la mala leche que me entró al llegar al hotel. Fui directa a hablar con una de las profesoras acompañantes, mira qué me ha pasado (huelga decir que ella también intentó aguantarse la risa al oír la historia), es que no veía nada, de verdad; estoy caminado con el romano tan ricamente y voy y me como un poste. Qué vergüenza. Es que las malditas gafas... Jamás ligaré, nadie me va a querer con estas gafotas. En su papel de buena consejera, mi profesora me intentó animar poco a poco con un discurso coherente y hasta convincente, mira, tú eres guapa aunque algunos no lo vean, simpática, buena persona, no te preocupes, ya encontrarás a slguien que te valore tal y como tú eres... (sinceramente, ¿cuántas veces hemos oído estas palabras de consuelo? Yo, un montón) hasta que la “cagó”, ... además, cuando los chicos te digan algo sobre tus gafas, tú enséñales tu expediente, diles las notas que has sacado... Esta tía está idiota o qué. A ver si lo he entendido bien: cuando un tío me rechace por llevar gafas, cuando un tío me deje claro que no quiere estar conmigo porque soy un adefesio, cuando un tío no me haga ni puto caso, le cojo del brazo, le enseño mis notas –que, casualmente, llevo en el bolsillo- y seguro que cambia de opinión, que cae rendido a mis pies. Vale. Esta mujer debe vivir en los mundos de Yupi...
El trauma debido a mis gafas –o a la ausencia de ellas- llegó a su punto álgido al año siguiente, en el colegio mixto donde estudié COU. Tres semanas después del comienzo del curso –todo parecía ir bien a pesar de haber entrado nueva-, llegué a mi clase y vi a todos mis compañeros apelotonados delante del corcho de anuncios del aula. Me fui haciendo camino hasta llegar al panel y vi la hoja con las caras de todos los de la clase, Álvarez, Antúnez, Ayuso, Barragán, Cereijo, García... y, al llegar a mi apellido, vi una especie de mosca con dos enormes ojos plateados. ¡Hijos de su madre! Alguien había hecho la gracia de sustituir las gafas de la foto por chinchetas...
Pero este episodio resultó ser el aperitivo de todo un menú de –ahora y sólo ahora- “simpáticas” anécdotas. Me acuerdo de un viernes en que había quedado con un compañero de otro grupo en el patio del colegio. Me gustaba mucho y parecía que yo, a él, también. Me preparé a conciencia para mi primera cita. Iba monísima: una especie de poncho verde, falda negra larga, medias blancas, manoletinas verdes, un gran broche dorado en el cuello del jersey –era la última moda, lo juro-, un bolso marrón –lo de las combinaciones todavía no lo dominaba- y mis gafas. Estaba emocionadísima. Allí estaba él, esperándome. Nos pusimos a charlar en medio del patio, ¿vamos a tomar una cocacola? Nada de italianos, éste sí que me apreciaba por lo que era, me conocía de clase y sabía mis notas. Este chico sí que me merecía...Y, mientras le miraba para decirle que sí, noté que algo caía con violencia en medio del cristal de mis gafas. ¡Una paloma se había cagado! y, casualidades de la vida, sus verdes, pastosos y humeantes residuos fueron a parar justo a mi lente. No me lo podía creer. Si no llevo las gafas, me estampo contra un poste; si las llevo, se me cagan las palomas. Era el colmo de la mala suerte. A Murphy se le olvidó escribir una ley... El chico se moría de risa y yo, de vergüenza. Perdona, voy un momento al lavabo, ¿me esperas aquí? No dijo nada. Me esperó pero ya no fue lo mismo. Tranquila, no pasa nada. Le puede pasar a cualquiera. El lunes siguiente, en mi foto ya no había chinchetas, eran chicles de menta...

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