martes, 27 de septiembre de 2011

CLEPTO-MANIA

Tengo una amiga -¡qué casualidad!, todo le pasa a mis amigas, nunca a una servidora-, a lo que iba, tengo una amiga que tiene una rara manía. Bueno, no sé si es manía o si ya se trata de algo más serio, una enfermedad. Roba. Sí señores, mi amiga es un tanto cleptómana.
Ya se sabe -o, al menos, eso creemos algunos- que todo ser humano, en algún momento de su vida, en la terrible pubertad preferentemente, llevado por la presión del grupo –como suelen decir los psicólogos-, por alguna neurona descolocada o, sencillamente, que tampoco es tan raro, porque le gusta y punto, ha desafiado las leyes de la moral y la decencia, ha deslizado a hurtadillas su inocente y temblorosa mano en el monedero de mamá para sisar alguna que otra moneda o billete, o en un mostrador de alguna tienda especializada en cosméticos, objetos de papelería, chucherías, bisutería, etc., y ha tomado "prestado" algún pequeño artilugio, de esos que se puede esconder fácilmente en el bolsillo o en la mochila. Las razones de esta singular actitud todavía se están estudiando: falta de dinero, no ser menos que los amigos, autoafirmación, aceptar un reto... La cuestión es que el subidón de adrenalina por saber que se está trasgrediendo la norma, por pasar por delante de los "seguratas" y traspasar los detectores de códigos de barra a la salida del establecimiento sin que éstos suenen constituye la recompensa perfecta, muchísimo mejor que el objeto sustraído en cuestión. Y de lo bien que se queda delante de los amigos, ya ni hablamos.
De la problemática pubertad pasamos a la pretendida eterna juventud, época en la que algún vaso de tubo se ha quedado casualmente en la guantera del coche durante una noche de juerga y ligoteo; y, de aquí, con el paso de los años, a la temida madurez: en esta etapa, con un trabajo decente, un sueldo ganado con el sudor de la frente, un "futurible" honrado y formal, un proyecto de hipoteca y una educación de colegio de pago, las actividades cleptómanas tienden a desparecer -más que nada, no proceden, qué bochorno si te pillan en el Corte Inglés, ¡a tu edad!, "chorizando" un pintalabios de 7 euros- y sólo se peca de pensamiento. ¿Quién no ha pensado llevarse el estupendo centro de la mesa en que te ha tocado cenar en la boda de tu prima segunda?, ¿o la deliciosa cucharilla de esa cafetería tan glamurosa? Me acuerdo de una comida familiar -unas 12 personas, entre padres, hermanas, tíos y primos- en un restaurante estupendo de un centro comercial de Madrid. Todos comentamos lo bonito de los saleros y, sin ponernos de acuerdo ni nada, al salir del establecimiento, uno de mis tíos sacó del bolsillo, con una sonrisa entre pícara y vergonzosa, su salero. Poco a poco, cada uno de nosotros fue sacando su salero del bolso, del bolsillo, de la bolsa de Alcampo. Al final, llegamos a casa con ¡¡¡12 saleros!!!
Un salero, una tacita monísima, una lámpara de aceite que queda que ni pintada en el recibidor, un mechero, un cenicero. Pensándolo bien, todo esto parece de lo más normal, propio del ser humano normalmente constituido (al parecer, los dependientes, camareros y empresarios ya lo contemplan –o lo deberían hacer- a la hora de hacer sus pedidos y cuadrar las cuentas).
Lo raro es lo de mi amiga, ella no quiere ceniceros, posavasos, mecheros. No. Ella "roba" rollos de papel higiénico. Sí. Así como lo leen. Me confiesa, también entre temerosa y ufana, -como si de un gran secreto se tratara, permítanme que mantenga oculta su identidad- que, desde que se mudó a su piso nuevo, no sabe lo que vale un paquete de 4, 6, 8 o 12 rollos de papel de váter; tampoco está enterada de las magníficas ofertas que hay en el mercado, compre un paquete de 12 y le regalamos un perrito de peluche. Tampoco voy a engañar, mi amiga reconoce que lo suyo no es muy normal que digamos pero que no puede ni quiere hacer nada por evitarlo. Cada vez que va a un restaurante o un bar hace una primera incursión a los servicios -para lavarse las manos, dice- y, todo según ella, se le ilumina la cara cuando ve unos rollos sueltos encima de la cisterna o apilados en un rincón del retrete y se vuelve loca, también según ella, cuando esos rollos son semi-industriales, de esos grandes y super-duraderos. Empieza a sentir el subidón. Antes de marchar, vuelve a los lavabos -para lavarse los dientes, dice- con su bolso y regresa con una sonrisa de oreja a oreja acompañada de un par de rollos entre el monedero, los clínex, la agenda, el neceser, las llaves y demás, plena y satisfecha -alguno podría pensar otra cosa-. Pero no se conforma con satisfacer su “manía” en los restaurantes, también la practica en los museos, las consultas médicas, los grandes almacenes... En el trabajo todavía no se atreve pero, según ella, todo llegará.
Ahora entiendo que, cada vez que le acompaño a hacer la gran compra quincenal, siempre pase de largo por el pasillo de rollos y servilletas de papel. También ahora entiendo su afición a los grandes bolsos, aunque estén pasados de moda. Claro, en los “baguette” no cabe ni medio rollo... Ahora me explico que en los baños de su casa no haya dos rollos de papel higiénico de la misma marca o que aparezca de vez en cuando uno de esos industriales que sólo se ponen en esos portarrollos especiales. Me cuenta, entre risas y un cierto aire de culpabilidad, que su novio, al principio, no lo sabía pero que, una vez, al volver de un viaje por el sur de Francia, se encontró el maletero con varios rollos, justamente como los que había en la habitación del hotel. Cuando le justificó la presencia de tanto papel de váter, no supo cómo encajar la rara afición de su novia pero, con el tiempo, lo fue encontrando normal en ella. Tanto que, un buen día, justo cuando se cumplía un año de relación, el chico apareció en su casa con un paquete: un enorme rollo de papel higiénico, “chorizado” de los lavabos de su trabajo. Fue, siempre según ella, el mejor regalo que le habían hecho en su vida...

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