domingo, 13 de enero de 2013

DE VIAJE CON EL SUPERMIRAFIORI

Acabo de pasar el fin de semana en un lugar idílico de la Costa Brava y, mientras volvía en coche a mi casa, tranquila, relajada, escuchando mi musiquita en mi Ipod conectado, cómoda y calentita, me acordaba de esos viajes horrorosos e interminables que hacíamos mi familia y yo de vuelta a casa los domingos por la tarde después de pasar el fin de semana en el apartamento del Maresme. Daba igual que hiciera frío o calor, que tuviéramos deberes o no, que quisiéramos ir o no. Sí o sí -no había posibilidad de negociación ni de chantaje emocional-, cada viernes cogíamos el coche cargados con los capazos de mimbre de la comida, la carteras -en mi época, no existían las mochilas con ruedas ni las modernas bandoleras- repletas de libros y de libretas, estuches, compases, diccionarios para hacer los deberes y algunas maletas de ropa, especialmente en invierno porque, ¿no se lo había dicho antes?, en ese pueblo del Maresme hacía un frío del carajo. Y, después de pasar el fin de semana haciendo deberes, yendo a la plaza de los columpios y dando un paseo por la calle peatonal, los domingos por la tarde, de nuevo, cogíamos las carteras -que, a la vuelta, pesaban más porque, come le dije una vez a mi madre, muy convencida yo, en las libretas había más letras, más frases, más números, más problemas resueltos y todo eso debía de pesar, ¿no? Bendita ingenuidad, bendita inocencia o bendita gilipollez, elijan lo que quieran-, los capazos de mimbre de la comida y las maletas con la ropa sucia y nos metíamos en el Seat Supermirafiori, ¿se acuerdan? e iniciábamos el camino de vuelta a casa. Un suplicio, vamos.
El primer trago que teníamos que pasar era el puro que se encendía mi padre nada más poner en marcha el coche. Papá, abre la ventanilla, por favor, que nos estamos ahogando. Papá, apaga el puro que echa un pestazo que no veas. No molestéis a vuestro padre, que está conduciendo. Pero, mamá... Ni mamá ni leches, zanjaba mi padre la controversia del maldito puro. Total, una hora aproximadamente tragando humo y peste. Y sí, ya sé lo que están pensando, en aquella época, nosotras, mi madre y mis hermanas, ya podíamos aparecer como fumadoras pasivas. No me extraña que ahora odie el tabaco...
El segundo aro por el que teníamos que pasar durante el viaje era el "Carrusel deportivo". ¡Menudo coñazo, por favor! (Esto lo digo ahora; yo, en aquellos tiempos, no decía esas palabrotas porque de la bronca que me metía mi padre, quedaba servida para el resto de mis días). Odiaba soberanamente escuchar las retransmisiones deportivas de un partido de fútbol y las conexiones que hacían cuando en los otros encuentros de liga alguien marcaba un gol. Había un montón de hombres gritando a pulmón abierto los pases de los jugadores y que se quedaban sin voz cuando alguien metía un ¡¡¡¡Goooooooooooool en el Villamarín!!!!! De tantos domingos escuchando la misma tontería, llegué a aprender el nombre de los estadios de fútbol de España: el Villamarín, la Romareda, el Sánchez Pizjuán, el Camp Nou, el Bernabeu. Entre el puro habano y el sonsonete aquel, el viaje de vuelta a casa los domingos se me antojaba una auténtica tortura. Papá, ¿puedes cambiar de emisora, por favor? Esto es muy aburrido. Y mi madre: no molestéis a vuestro padre, que está conduciendo. Sin embargo, en esas retransmisiones, había un momento hilarante para mí, un momento que me parecía, ya en esa época, de tan machista, ridículo: "Soberano es cosa de hombres". No me digan que ya lo han olvidado. ¿Y qué pasaba con la cantidad de niñas, mujeres, madres que se veían obligadas a escuchar ese rollaco? ¿Acaso no había nada que no fuera cosa de ellas?
El tercer obstáculo que debíamos pasar eran las insufribles caravanas, pero no porque tardáramos más en volver a casa sino porque, en aquellas circunstancias, el coche se calaba y no había dios que lo volviera a poner en marcha. ¿Se lo imaginan? Los coches ya circulando y el nuestro, que nada, que no quiere hacerlo. Mil intentos girando la llave de contacto, unos ruidos sospechosos, la radio apagada, ¡qué alivio! y mi padre, callad que necesito oír el motor. ¿Qué quería decir con eso? Pero el motor no decía nada. Un intento, otro intento, los coches circulando a nuestro lado pitando a mi padre y a nuestro infortunio hasta que llegaba el momento fatídico, vale, niñas, salid y empujad. ¡Que vergüenza pasaba! Mi madre, mis hermana y yo empujando por el maletero, hiciera frío o calor, mientras mi padre, tan ricamente sentado en su asiento de todopoderoso conductor, ahogando el motor con sus intentos de poner el coche en marcha. Eso si, en medio del recorrido, no se decidía a inspeccionar el motor o a arreglar algún faro que no funcionaba del todo bien. Entonces, ni corto ni perezoso, en un golpe de volante (de nuevo, los avergonzantes pitidos de los otros conductores, ¡loco!, ¡pero, se puede saber qué coño estás haciendo, y con criaturas...!, ¡deberían retirarte el carné! (menos mal que, en aquella época, no existía eso de los puntos porque si no...) Todavía me acuerdo de la escenita: mi madre, alumbrando el motor con un mechero (en esas ocasiones daba gracias de que fumara...) y mi padre, a ver, niñas, ¿tenéis un trozo de papel de plata, un envoltorio de chicle?, por aquí debo de tener un palillo, unos cuantos segundos después, sin saber cómo ni por qué, todo volvía a funcionar. Es un arreglo provisional; en cuanto lleguemos a casa, lo llevo al taller. Mi padre lo arreglaba todo de manera provisional y con unos mecanismos un tanto sospechosos. A mi me recordaba a McGiver, ¿se acuerdan? aquel tipo que te hacía una bomba con un alambre, un palo de polo, un trozo de cable y un chicle mascado. Pues mi padre, igual. Sólo les diré que, algunos años después, cuando salía con un chico gallego, mi padre le dejó el Supermirafiori para que me llevara de paseo y en medio del camino, ya de noche, se apagaron de golpe las luces y el automóvil dejó de funcionar. Parecía cosa de encuentros en la tercera fase. Con el miedo en el cuerpo, el chico hizo correctamente todas las maniobras para parar en el arcén, y cuando abrió el capó para ver qué ocurría, se encontró con toda una feria choquetín hecha de papel de plata y palillos varios. ¡¡¡¡Qué vergüenza cuando lo vio el de la grúa y preguntó quién había diseñado esa manualidad...!!!! Y así trascurrían nuestros viajes de vuelta a casa: entre carruseles deportivos, peste a puro habano, rezando para que nos nos quedáramos parados en mitad de la caravana, contando las matrículas para encontrar alguna que sumara diez y jugando a "De la Habana ha venido un barco cargado con la letra..." Nos machábamos los sesos buscando palabras con esa letra. Y no vean todas las que pensábamos. No, si, pensándolo bien, al final tendré que agradecer a esos horrorosos, insufribles, interminables viajes por haber enriquecido mi vocabulario. ¡¡Acabáramos!!

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