domingo, 9 de octubre de 2011

TENGO UN AMANTE

¿No lo saben? ¿Todavía no se lo he dicho? Pues, sí. Tengo un amante. Pero no se lo digan a nadie. No lo saben ni mi familia ni mis amigos, sólo ustedes. Es un secreto y espero que siga siéndolo, al menos, hasta que yo decida desvelarlo, aunque no es nada fácil. Se preguntarán por qué quiero mantener a este hombre sometido a las oscuridades de lo arcano, a las profundidades de lo misterioso. ¿Acaso él es un hombre casado? No. Y yo, ¿acaso soy una mujer casada o comprometida con algún ser humano o divino? Tampoco. Entonces, ¿a qué viene tanta parafernalia? Pues, verán, después de algunas relaciones serias fallidas, después de numerosos intentos por mantener un hombre a mi lado sin caer en compromisos obsoletos y obligaciones absurdas y cargantes que desembocan irremisiblemente en la rutina y el aburrimiento, después de tanto esfuerzo inútil, les decía, me he dado cuenta de que lo mejor para vivir una vida llena de deseo y excitación es tener un amante, uno a quien veo porque realmente me apetece, no porque “toca”; con quien me acuesto cuando me lo pide el cuerpo, no cuando “toca”; con quien no existen las reuniones familiares, aquéllas que se hacen eternas y cuyas conversaciones propician que una se fije sobremanera en el dibujo de los zócalos, en el bordado del mantel o en la decoración del juego de café; uno por quien soy capaz de mentir a mi madre e inventarme una burda excusa para no acompañarla a ir de compras a cambio de un excitante y oscuro encuentro en un bar en la otra punta de la ciudad; uno, en definitiva, a quien no le tengo que lavar sus calzoncillos ni contemplar sus miserias. Ahora que recuerdo, ya me lo dijo alguien en su día cuando me propuso ser su amante, es lo mejor que te puedo ofrecer, que seas mi amante. Ten en cuenta que tú sólo verías lo bueno de mí. Lo peor se queda en casa, con mi mujer. Era muy jovencita, yo, en aquella época y mi educación judeo-cristiana no me permitió ver el “chollo” que me ponía el chico en bandeja. Contrariamente, yo me vi, en esos precisos momentos, bajo un potente rayo de luz ¿divina? que salía de un enorme dedo acusador ¿divino? cual gigante E.T. El autor de tan osado ofrecimiento se fue convirtiendo paulatinamente, ante mis inocentes y asustadizos ojos, en una mezcla de serpiente, cabra y medusa de cuya cabeza salían unas desagradables culebrillas, sapos, calaveras y rayos. Nunca supe si esa imagen respondía, efectivamente, a las horas de catecismo y religión o había salido de una viñeta de alguno de los tebeos que leí durante mi infancia y mi primera juventud. El caso es, señores, que varios, muchos años después de la declinación a esa oferta, entre ofendida y excitada, entre inexperta y deseosa, entre intrigada y temerosa, aquí me tienen, con un amante, deliciosamente consciente de lo que ello significa: transgresión, alevosía, excitación y, se lo confieso ahora que ya hay confianza, preocupación. Preocupación porque, para tener un amante y mantenerlo en secreto, son necesarios, primero, mucha sangre fría para controlar todas las situaciones y palabras y, segundo, ser capaz de confeccionar una estupenda red de conexiones y mantenerla permanentemente activada con el objetivo de tener siempre a punto la excusa perfecta, la coartada idónea para que, a pesar de las precauciones, los cálculos y los preparativos exhaustivos, una pueda salir airosa de cualquier insidioso comentario tipo oye, me pareció verte el otro día en un bar –ya lo decían, el mundo es un pañuelo-, el que está delante de la academia de inglés de mi hija -¡puta casualidad!-, brindando muy acaramelada con un hombre -¡se han disparado todas las alarmas!-. Con lo lejos que está ese bar de tu casa. Ahora que lo pienso, no debías ser tú, si no tienes novio ni nada -¡acabáramos!-; o para justificar ante los presentes la llamada del amante en cuestión: si estoy con la familia, quien llama es uno de mis amigos; si estoy con los amigos, quien está al otro lado de la línea es alguna de mis hermanas o algún otro conocido y, entre monosílabos y frases inacabadas, poco identificables, voy trampeando.
Aunque les reconozco que esto me saca de las casillas, lo realmente embarazoso son las visitas sorpresas de mis padres a mi casa. Creo que están convencidos, especialmente mi padre, que, por el hecho de vivir sola en mi casa, no estar casada o salir públicamente con alguien, no tengo vida privada ni relaciones y, por consiguiente, pueden llamar a cualquier hora del día o de la noche con cualquier excusa. Y, claro, teniendo un amante secreto, estas visitas, otrora bien venidas y placenteras, se convierten en verdaderas pruebas de fuego. Les explico: a mi amante sólo le permito que deje en mi casa el cepillo de dientes, una crema y una cuchilla de afeitar, el after-shave, unas zapatillas y, como mucho, unos calzoncillos de recambio. Paradójicamente, el hombre –haciendo caso omiso de mis enérgicas órdenes disfrazadas de suaves y sabios consejos- no puede evitar traer algún libro o algún CD que escuchamos juntos mientras emulamos Instinto básico. Y lo entiendo, ¿eh? Pero lo que me altera soberanamente es su tremenda capacidad para dejarse siempre olvidado algún objeto personal perfectamente identificable, las gafas de sol, el paquete de tabaco, el móvil, unas llaves... Cuando estoy sola, que se acaba de ir mi amante, suena el interfono y oigo hola, cariño, somos papá y mamá, tengo que ir corriendo detrás de mi corazón que ha salido disparado y sujetar mi cabeza para que no se convierta en un auténtico radar de objetos cotidianos. Tranquila, que no cunda el pánico. Mientras cogen el ascensor, mierda, otra vez se ha dejado el jersey, mira que se lo tengo dicho. Primer piso. ¡Las zapatillas! ¿Por qué no las guardará en su sitio en vez de dejarlas en medio del dormitorio? Segundo piso. ¡El cenicero!, ¡las copas! Rápido, no hay tiempo que perder. Ya se oye la puerta del ascensor. ¡Las ventanas! Aquí huele más a bacalao que en toda la lonja de Arenys. Cuando les abro la puerta, parezco más una corredora de fondo al llegar a la meta que la querida, soltera y, al parecer, desamparada hija que recibe a sus queridos padres. Recuérdenme que me busque un ático sin ascensor la próxima vez que decida mudarme. Hola, cariño, pasábamos por aquí y hemos decidido hacerte una visita. ¿Cómo que pasábamos por aquí? Pero si siempre me han dicho que –y perdonen la expresión- vivo en el coño del mundo... ¿Un café? Se ponen cómodos, conversación amena, yo que me voy relajando, otra cafetera. Todo va sobre ruedas hasta que retumba en mis oídos la tan temida y des-esperada pregunta, cariño, ¿y eso?. Y se queda marcado en mi pupila un alargado dedo índice con uña larga, roja, desafiante, que, cual flecha que ha encontrado su diana, señala un objeto no identificado por mi madre entre varios conocidos que hay encima de la mesa. Lo siento, señores, pero lo tengo que decir. Mi madre tendría que trabajar en el CSI. Es implacable, la puñetera. Entre libros, llaves, cajitas, recibos, cartas, agendas, monederos, más cartas, maquillaje, el bronceador, más llaves, mi santa y querida madre se ha tenido que fijar en una cartera, al parecer no procesada por su disco duro. Atención, alarma, red de conexiones activada. No, si es de fulanito -amigo de la infancia, íntimo de la familia, sin peligro-, que vino el otro día a hacerme una visita y se la dejó olvidada. Ya le he llamado para dársela. Creo que no ha colado. Si quieres, se la llevamos nosotros. Nos viene de paso. El pobre muchacho debe estar intranquilo. Pero qué generosos y solidarios que son mis padres. Dicen que la intención es lo que cuenta... Después de varios “tirayafloja”, otra cafetera y algún que otro comentario, ¿no estás muy sola aquí, hija? Deberías buscarte a alguien..., les dejo en el ascensor y yo vuelvo a respirar tranquila y con normalidad. Y me prometo buscar novio formal.
Lo malo es que el ser humano siempre tropieza con la misma piedra no una, ni dos, ni tres sino infinidad de veces. El otro día, con mi amante en la ducha y yo vistiéndome, sonó el interfono. ¿Diga? pregunté despreocupada esperando las pizzas calentitas que habíamos pedido por teléfono. Hola, cariño, somos papá y mamá...

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