lunes, 22 de abril de 2013

¡FELIZ LECTURA! ¡FELIZ SANT JORDI! ¡FELIZ ENCRUCIJADAS!

 I


Blanca se volvió por enésima vez. Sumida en un intermitente e incesante vaivén entre el sueño y la vigilia, quiso refugiarse en el calor del cuerpo de su marido, pero, al hacerlo, el brazo aterrizó, indolente, en ese lado de la cama todavía intacto. Lo palpó a tientas y, al abrir los ojos para cerciorarse de la ausencia, sólo vio los números del despertador que caían, rojos, refulgentes, amenazantes, en su negra realidad: las dos y cuarto de la madrugada.
En su inquieto duermevela, se retorció por debajo de ese apacible mar de flores y espigas de cretona pero, como ya hacía varios jueves, se encontró en medio de un gélido, silencioso y oscuro océano. En un intento de llenar ese vacío, se abrazó a la almohada de su marido pero tan sólo percibió el rastro de aquel aroma masculino que tanto le atraía y que hacía tiempo había empezado a desaparecer. Ya desvelada, volvió de nuevo a su sitio e, incorporándose, encendió la lámpara de la mesita de noche con la intención de leer un rato. El parpadeo de la breve luz de su teléfono móvil llamó su atención: “Esto va para largo...” La reunión. Hubiera querido esperarlo despierta. Siempre lo hacía. Y aquella ocasión bien valía la pena. Por Ernesto. No siempre el marido de una podía salir elegido número uno en las listas para las próximas elecciones municipales. Pero el sueño había podido más que la curiosidad. Pobre Ernesto. Meses y meses trabajando duro, intentando demostrar a los del partido que él era la persona idónea para ese puesto, mucho tiempo intentando convencerlos de que él podía ser un buen alcalde y no sólo por su apellido. Pobre Ernesto. Pobre ella, también. Meses y meses aguantando sus ausencias, sus respuestas ariscas y su eterna preocupación por conseguir lo que se había propuesto; demasiadas semanas intentando permanecer siempre en un segundo plano, discreta, paciente, en un frágil equilibrio entre la admiración y el sacrificio, la complacencia y el cariño. Ése era su papel y lo aceptaba sin reparos. Sabía que lo importante era él y lo quería por eso. Volvió a mirar el móvil: ni una llamada. Se le habrá olvidado. No pasa nada. Sabía perfectamente que, fuera cual fuere la decisión tomada, su vida estaba a punto de cambiar. Demasiado tiempo esperando el momento. Y parecía que el momento, por fin, había llegado. Volvió a mirar el despertador. Las dos y media. Cómo odiaba aquellos números encarnados y brillantes que delataban y dilataban esa sensación de abandono que se negaba a aceptar. No pasa nada. De nuevo, se le cerraban los ojos y, por un segundo, vio a su marido triunfador. No pudo evitar sonreír mientras echaba una ojeada a su alrededor: cuánto tiempo había pasado desde que entró por primera vez en aquella habitación, cuántas anécdotas vividas, cuántas ilusiones puestas. Apagó la luz. De nuevo en la oscuridad, un inesperado escalofrío recorrió su cuerpo. Se encogió entre los pliegues de las sábanas y, en ese preciso instante, la cama le pareció más grande, más fría, más vacía que nunca.

Ernesto abrió la puerta del dormitorio con sigilo y vio el cuerpo de Blanca levemente iluminado por un haz de luz procedente del distribuidor. Qué manía tenía de destaparse en mitad de la noche, con el frío que hacía a esas horas en la calle. Entró de puntillas y buscó la hora en el despertador digital. Las tres y diez. Qué tarde se le había hecho. Con la de cosas que tenía que hacer al día siguiente. Para no hacer ruido y despertarla, se fue quitando la ropa con cuidado, sin perder de vista la silueta dormida que tanta lo atraía, y, ligeramente excitado, se metió en la cama. Ya era viernes.
—Lo he conseguido. —Dejando fuera el crudo enero, Ernesto se había acercado por detrás al cálido contorno de su mujer y la abrazaba con todas sus fuerzas.
—Estaba preocupada por ti —musitó Blanca, acoplándose como una gata coqueta al perfil cóncavo de su marido al sentir aquel roce inesperado.
—Lo siento, cariño; se me ha echado el tiempo encima —le decía al oído mientras su rostro desaparecía en la melena de ella—. Qué bien hueles.
—Tendrías que haberme llamado. —Aquella susurrante voz femenina, en la penumbra, sonaba cálida, dulce, y eso lo encendía todavía más. Con un movimiento certero de pelvis, Ernesto se pegó con decisión a la espalda y le apretó los pechos con ímpetu—. La próxima vez, dime algo, aunque sea sólo un mensajito.
—Ya sabes cómo son los del partido. Se han empeñado en celebrarlo... —La mano de Ernesto se deslizaba de arriba abajo por debajo del camisón de seda siguiendo la senda trazada del cuerpo de Blanca hasta acabar debajo de las bragas y, mientras adivinaba en la oscuridad los recovecos más ocultos, sentía cómo ella, soñolienta, se retorcía sinuosamente dejando escapar breves jadeos —. Lo he conseguido, cariño.
—Lo sabía. No sabes cuánto me alegro. —Blanca se volvió sobre sí misma y se acurrucó contra el torso de su marido. Con los ojos completamente abiertos y una amplia sonrisa, buscó el rostro de él y empezó a cubrirlo con pueriles, breves y suaves besos mientras le daba la enhorabuena—: Felicidades, te quiero, eres el mejor, te quiero, el más guapo, te quiero...
Ernesto permaneció quieto, sonriente, dejando que su mujer lo besara y lo abrazara como una adolescente hasta que, como impelido por un resorte automático, de golpe, se separó de ella y, serio, la miró fijamente.
—Es viernes. —La besó con fuerza, metiéndole la lengua en la boca y, en un movimiento ágil y un tanto brusco, se puso encima de ella. Blanca cerró los ojos. No le apetecía hacer el amor. Prefería hablar con él, abrazada contra su pecho, que le contara cómo había ido lo reunión, qué había pasado, qué le habían dicho, qué iba a pasar desde ese momento. Pero no dijo nada. Nunca decía nada. Simplemente, cerraba los ojos y se iba. Como cada viernes.
—Qué ganas tenía de follarte. —Ernesto, más activo, más viril que nunca, le mordía los pezones por encima de la suave seda e intentaba deshacerse del camisón con torpes gestos mientras su esposa se dejaba hacer—. Qué ganas...
Con falsa impaciencia, Blanca acabó quitándose las bragas y con su marido de rodillas sobre la cama encima de ella, aprisionándola con las piernas, esperó que la embistiera como hacía cada viernes por la noche. Sin embargo y contra todo pronóstico, Ernesto se quedó quieto, erguido ante su mujer mientras ella sentía en la piel los ojos ávidos del flamante candidato a alcalde cuya respiración, cada vez más agitada, iba rasgando poco a poco el silencio de la noche. Blanca mantuvo la mirada en contrapicado y, tumbada ante él, en esa posición entre sumisa y solícita, por unos segundos, lo admiró: con ese cuerpo masculino apenas esculpido a golpe de mancuerna; el pecho henchido, varonil y tatuado con breves segmentos de una tímida luna que ya entraba por las rendijas de la persiana, el miembro erecto apuntándola desafiante y todos los músculos en tensión, aquel hombre se le antojó, por un momento, un auténtico coloso y, durante otro rápido instante, recordó todo lo que aquella misma imagen, un tanto soberbia pero muy de hombre, le había provocado en los primeros meses de casada. Lástima que aquello durara tan poco y que en tan poco tiempo descubriera en qué acababa ese alarde de sexual hombría: el simple, mecánico y previsible quehacer de los viernes. Al principio, pensó que era culpa de ella pero prefirió no decirle nada. Más tarde, se planteó la posibilidad de que fuera de él y consideró prudente no decirle nada. Con el paso del tiempo, impelida por la costumbre y la desidia y amparada en la fantasía, resolvió no hacer nada para recuperar aquellas primeras noches de amor. Así, más de ocho años. Nunca se atrevió a explicarle lo que sentía o, mejor dicho, lo que no sentía. Pero a ella no le importó. A ella ya le iba bien. Era feliz porque lo quería, lo quería mucho, era su esposa y eso era lo único que contaba.
—Por fin lo he conseguido. —En aquellos momentos, lo vio como un héroe, alguien capaz de elevarla a las cotas más altas del placer y de la felicidad; sin embargo, desengañándola para siempre de ese idílico oasis con final feliz, el candidato se abalanzó sobre ella y, sin caricias, sin susurros, sin una maldita palabra que la excitara mínimamente y facilitara el trámite, la penetró. Y ella lo encontró más grande, más fuerte, más duro que nunca. Volvió a cerrar los ojos, suspiró y se abandonó a él mientras buscaba en su mente a aquél que la ayudaba a sobrellevar mejor la obligación marital, como le decía su madre. ¿Cómo se llamaba la película? La del joven que seducía a la protagonista madura. Mientras Ernesto la empujaba una y otra vez, demostrando un brío y una inspiración inusitadas, Blanca recreaba la escena en la que él, el amante sin rostro ni nombre, se encontraba con la respetable mujer, felizmente casada, y, en ese anonimato que podía conferir un bar repleto de gente, la ponía a mil con una mirada profunda, con palabras deliciosamente obscenas que la hacían sentir la más atractiva y experta entre todas las mujeres, con caricias no por suaves menos indiscretas, mordiscos en el cuello, proposiciones impensables... Eso sí que la ponía cachonda y, aunque se lo negaba como un terrible secreto, era su refugio y su salvación la noche de los viernes. En su mente reinaba aquella escena de la película, algo sobre la infidelidad, sin identidades ni voces: sólo un cuerpo femenino que quería volver a sentir y que alguien lo sintiera, sólo un cuerpo masculino que la seducía, la excitaba y la poseía. Así, con los músculos, cada vez más tensos, de su marido encima de ella y el crucifijo que subía y bajaba acompasadamente en el espejo del armario, la mujer del flamante candidato suspiraba de vez en cuando y aguardaba. Ése parecía ser su único cometido: esperar la gran exclamación final masculina acompañada del previsible, brusco y preciso movimiento de retirada a tiempo que le permitía presenciar cómo la inteligencia, el carisma, el saber hacer de su admirado Ernesto se derramaba, caliente, viscoso, blanquecino, sobre el vientre mientras permanecía quieta, como si la cosa no fuera con ella. Como cada viernes. Y ya le iba bien.
—Mi sueño, por fin, hecho realidad —pronunció Ernesto, todavía desnudo, cogiéndola por el hombro, al tiempo que se lo acariciaba cadenciosamente; ella, después de haberse limpiado con una toallita húmeda y con las bragas y el camisón puestos, jugueteaba con los caracolillos del vello del pecho. Debía faltar poco para que amaneciera y el dormitorio olía a semen. Blanca seguía oyendo las palabras de su marido como una melodía cada vez más lejana: A partir de mañana... Blanca se acordó de cuando lo conoció, qué joven era ella, qué inexperta y qué inocente. Te necesito a mi lado... Lo reconocía, él se lo había enseñado todo. Él la había moldeado a su gusto, había sido el primero y ambos sabían perfectamente que sería el único. Estaré muy ocupado… Y era consciente de que ese pensamiento, a su marido, le volvía loco de pasión. Cuando esto haya pasado... Y ella aprendió muy rápido y muy bien. No te preocupes por nada… Sabía que no había nada por qué preocuparse. Mañana viernes me despido de los de la asesoría… Él siempre estaba allí. A decir verdad, en los últimos meses, no tanto, pero era comprensible. Ella también estaba siempre a su lado, dispuesta, esperándolo. La comida y luego... Lo tenía todo. Te quiero, le susurró él, como cada viernes. Qué más podía desear.
—Yo también te quiero, cariño.

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y ¡feliz lectura!




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