sábado, 23 de junio de 2012

LAS PARADOJAS DEL PAPEL O LA METÁFORA DEL PASO DEL TIEMPO


A mi amiga Dolors, maestra de letras, maestra de vida

Hay cosas que, por mucho que pase el tiempo, nunca cambian: mes de agosto, ensalada de verano, pescadito al horno, agua fresca, una copa de vino blanco bien frío, postre helado y varias horas por delante con mi amiga para ponernos al día, hablar de lo humano y de lo divino y echar unas risas (y si es necesario, para qué negarlo, alguna que otra lágrima).
Queda poco para nuestro próximo encuentro pero aún me acuerdo de la última vez que comimos juntas y de las palabras que, entre risas, anécdotas y planes para setiembre, con una mezcla de resignación y nostalgia, me dijo mi amiga: “Todavía conservo mi vieja máquina de escribir, mis apuntes de la universidad y un montón de revistas literarias de hace un montón de años”. No me sorprendió. El porqué ya lo sabía. Sin embargo, una pregunta salió de mi boca: “¿Para qué?” Y mientras ella continuaba con la retahíla de papeles que mantenía guardados en armarios, cajones y estanterías, yo seguía planteándome más cuestiones: ¿cuánto hacía que no utilizaba el ya prehistórico artefacto?, ¿cuánto hacía que no releía las lecciones magistrales, ya amarillentas y apergaminadas?, ¿cuánto hacía que no consultaba las páginas apolilladas de aquellas viejas revistas?, ¿cuánto hacía que…?
Papeles y más papeles que ocupan un espacio cada vez más precioso en nuestras casas. Papeles y más papeles que no son más que el testimonio de un tiempo que ya pasó, que ya vivimos, disfrutamos o sufrimos, y que, por mucho que los conservemos, jamás volverá.
¿Y yo?, me pregunté. Yo, por una mera cuestión práctica, hacía apenas un año, había tirado los apuntes de la facultad y, con ellos, cinco años de mensajes de mis compañeros, números de teléfonos, bromas, alguna que otra declaración de amor y varios poemas escritos en los márgenes de aquellas hojas. Pero todavía guardo mis cartas de adolescencia y juventud, mis agendas personales que escribo desde que hacía BUP (y era alumna de esta casa), una maleta llena de álbumes de fotos y varias cajas de hojalata y cartón llenas de recuerdos de papel: entradas de cine y de teatro, posavasos de bares, postales de Navidad, de felicitación, trípticos de museos, tarjetas de restaurantes, planos de ciudades, billetes de tren, bonos de autobús, flyers de discoteca, etc... que, con solo mirarlos, me transportan a aquella época, a aquella aventura, a aquella historia para vivirla de nuevo durante unos pocos minutos. Cartas, felicitaciones, notas, avisos, mapas, apuntes guardados bajo siete llaves… como si con esas letras impresas, atrapadas en el papel, pretendiéramos apoderarnos del tiempo vivido o, como mínimo, hacerlo transcurrir más lentamente.
Pero ha pasado el tiempo y ahora, bien por la llegada inexorable de las nuevas tecnologías (80%), bien en aras de un mundo más ecológico y sostenible (10%), la escritura sobre papel ha perdido buena parte de su utilidad práctica -y, con ello, la magia de su personalidad, de su frágil lentitud, de su arte- y la hemos sustituido por la inmediatez y la frialdad de unas teclas y demás artilugios hipermodernos.
Las cartas, con aquella personalísima caligrafía grabada en esas hojas de curioso papel, han dado paso a los correos electrónicos; las postales de Navidad y de felicitación que elegíamos con tanto esmero e ilusión pensando en cada uno de nuestros amigos se han visto relegados por un único sms –que quizás hemos recibido de alguien- enviado a un listado de nombres del teléfono móvil; los mapas, tan difíciles de doblar, han sido desbancados por el GPS en el coche o el Google Maps. Los apuntes ya no se cogen a mano y se guardan en carpetas de cartón y goma elástica sino que se escriben en el notebook y se almacenan en una nube; las fotos tampoco se ordenan en álbumes y se queda con los amigos para enseñarlas sino que se cuelgan en algún espacio virtual para que la gente las pueda ver desde cualquier ordenador en cualquier momento. Las estanterías plagadas de libros comprados y leídos a lo largo de toda una vida –con flores secas y demás recuerdos entre sus hojas- van estancándose con la llegada de libro electrónico. Las agendas personales siguen existiendo pero en un aparatito en el que se registran las citas y los recados con tres palabras mal escritas para luego eliminarlos con una sola tecla. Incluso, algunos restaurantes ya presentan su carta de platos en un IPad. Y yo, guardando todavía el enorme y original pliegue de papel del delicioso Oyster Bar de mi viaje a Nueva York…
Así las cosas, sin embargo, no puedo evitar llegar a una conclusión. Suena paradójico pero, mientras Internet, perfecto, infalible, eterno, se ha inventado para ser el gran almacén -a veces, vertedero- del quehacer humano, cada vez estoy más convencida de que el papel, en su humilde condición de frágil y efímero, se ha erigido en el guardián de nuestra memoria y, por ende, en el garante de nuestra existencia.
A pesar de ello, me pregunto yo, hoy en día, ¿cuándo escribimos sobre papel? Apenas, un post-it enganchado en la puerta de la nevera para avisar que no me esperes para cenar, que hay que sacar el pescado del congelador o que falta harina, o un miserable trozo de papel para hacer la lista de la compra (todavía no he visto en el supermercado a nadie consultar en la Blackberry cuántos kilos de naranjas necesita, pero todo llegará).
Sí, no ha duda. Las nuevas tecnologías nos facilitan la vida, que no significa que nos haga la vida más fácil (alguien dijo que la vida, para que sea vida, tiene que costar vivirla). Sí, no hay duda. Con las nuevas tecnologías, hemos salido ganando: gastamos menos papel, lo que no implica necesariamente que tengamos más conciencia ecológica; las cartas y los avisos llegan más rápido a su destino, aunque no por ello estén mejor escritos; gestionamos mejor los documentos lo cual, está comprobado, no significa más eficiencia. Sí, no hay duda. Las nuevas tecnologías son positivas. Pero, ¿qué quieren que les diga? Una parte de mí me dice que estamos perdiendo no sólo en vocabulario, sintaxis, ortografía (esto sería tema para otra larga y profunda reflexión) sino también en proximidad, calidez y dedicación.
Los que han nacido con un ordenador portátil bajo el brazo y preferían el sonido del móvil al del sonajero me dirán que no, que estoy exagerando, pero es que no han vivido “lo otro” y no pueden comparar.
Yo, que todavía escribo postales a mis amigos cuando me voy de vacaciones, sigo creyendo (¿ilusa de mí?) que, al realizar ese ritual -localizar una tienda donde vendan paisajes del lugar, elegir una a una las postales, buscar las palabras adecuadas pensando en cada uno de mis amigos, sus gustos, su manera de ser, consultar en mi pequeña, vieja y viajada agenda las direcciones, dedicar una tarde para escribir y visitar la oficina de correos-, tengo conciencia de mi tiempo, de que soy dueña de ese tiempo delicioso, porque lo saboreo, lo disfruto, lo vivo; porque, en definitiva, también forma parte del viaje.
Yo, que todavía me enfrento a la hoja de papel -real, no virtual- en blanco, armada con mi pluma y mil ideas, me resisto a vivir al cien por cien sometida a esa fiebre que se ha instalado definitivamente en nuestra piel, quizás porque sigo pensando que, cada vez que felicito a alguien con un mensaje en el teléfono móvil o envío una carta por correo electrónico, dejo atrás la magia de unas letras manuscritas sobre papel, pensadas, pausadas; quizás porque, cada vez que tecleo rauda y eficiente unas letras, siento que, con esa misma rapidez, se me escapa el tiempo entre los dedos.

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