viernes, 23 de marzo de 2012

DE CAMPING

¿Chipre con una escapada a Beirut?, ¿Córcega y Cerdeña en velero?, ¿algún país sudamericano?, ¿repetimos Nueva York?, ¿o le digo a mi hermana y a mi cuñado que sí, que aceptamos su invitación para pasar con ellos el veranito en su casa de la Costa Brava? (¿lo habrán dicho para quedar bien?) Cada vez que se acerca el verano, justo por Semana Santa, lo mismo: mil dudas para elegir destino para las vacaciones estivales. Y, siempre que llegan estas fechas, me acuerdo. Ahora me río e, incluso, lo puedo explicar sin problemas pero, cuando lo estaba viviendo, en vivo (valga la redundancia) y en directo, les puedo asegurar que no podía hacer otra cosa que lamentarme y preguntarme hecha un mar de lágrimas pero, ¡¿qué coño hago yo aquí?!
Hace unos cuantos años, recién separada de mi ex, conocí en un viaje por Marruecos a un hombre simpático, amable, cariñoso, trabajador, honrado y, encima, buen amante... (eso lo descubrí más adelante, no se vayan a creer que...) ¿qué más se podía pedir? Un chollo, ¿no? Yo le gustaba, él me gustaba; él estaba libre, yo también. La situación ideal. Ideal para que la relación prosperara, para pasar deliciosas y apasionadas veladas; estupendo, ¿verdad? Incluso era ideal para plantearnos un futuro prometedor (que no, que yo no soy de esas que ve en cada hombre un marido potencial y un posible padre de mis hijos). Todo perfecto. No me lo podía creer. Bueno, se me ha olvidado un pequeño detalle, una hija de nueve años, la mochila, ¿se acuerdan? ¿Qué te parece si pasamos una semanita los tres juntos, en un camping de la Costa Brava? ¿He oído bien? ¿Los “TRES” juntos?, ¿en una tienda de campaña? Ya verás, nos lo pasaremos muy bien y, además, será una buena oportunidad para que os conozcáis mejor. Obviamente, se refería a la niña y a mí... Piel de gallina, carraspera y mil excusas: que si es muy pronto para convivir los tres, que es una semana ideal para que vosotros, padre e hija, podáis estar más tiempo juntos, que si yo nunca he ido de camping –miento, una vez, de pequeña, y lo más divertido que me pasó fue encontrarme un toro a doscientos metros mientras hacía pis en plena naturaleza. Resumiendo, me pasé quince lluviosos días llorando y llamando a mis padres-, que si yo os vendré a ver algún día y con la misma me vuelvo a mi casa... Vamos, anímate, estuvimos el año pasado y es genial: todo el día en bañador, comer entre pinos, piscina, barbacoas... (creo que se le olvidó también mosquitos, quemaduras, incomodidades, lavabos públicos, etc.) Dios no tuvo piedad de mí porque todas las excusas fueron en vano. ¡¿Quién habló de deliciosos y apasionados momentos los DOS, y sólo los DOS, juntos, en un coqueto hotelito, con románticos paseos, románticas cenas y románticos achuchones a la luz de la luna?!
Como si de una pesadilla (¿o de una película de risa?) se tratara, todo empezó a ir mal desde que puse el pie en ese supuesto paraíso. Para montar la tienda, lo que padre e hija hacían a las mil maravillas y a una velocidad sorprendente, yo lo estropeaba, tropezaba con los clavos y los torcía, no tensaba correctamente la cuerdas y, a la mínima, la tienda se iba abajo, o, sencillamente, no atinaba a meter los malditos tubitos por los agujeros correspondientes. Cuanto más me esforzaba por hacer las cosas bien y por aparentar ser toda una experta ante los ojos de mi recién estrenado novio y su hija, peor me salían, más bloqueada estaba y más cabreada me ponía. Bolsas instaladas, un rincón destinado para la intendencia, el colchón de matrimonio y uno individual. Y todo en menos de cinco metros cuadrados. A mí me dirán lo que quieran pero el camping es todo menos cómodo y, por supuesto, íntimo. Aunque yo también era un poco ilusa en aquella época. ¿Intimidad?, ¿en una tienda de campaña rodeada de otras tantas, entre caminos por donde pasaban decenas de desconocidos veraneantes a cualquier hora?, ¿con una niña que dormía a cinco centímetros de su padre? Estaba claro que no. Y no me refiero a la intimidad que todos pensamos porque, en el fondo, ¿a quién le importa no poder estar a solas –insisto- con su recién estrenado novio o intentar hacer “algo” entre paredes que parecen papel de fumar o con el temor de que su linda niña asomara su linda cabecita en el mejor de los momentos? Ni soñarlo. Ya me veía yo a dos velas durante toda una semanita...
No. Yo me refiero a otro tipo de intimidad, más... ¿cómo llamarlo?, más doméstica, aquélla que afecta a esos pequeños detalles de tu vida cotidiana. Imagínense, por ejemplo, a una servidora ingeniándoselas para llevar el neceser y la toalla de baño, la ropa limpia y, en caso de necesidades mayores, la revista a los lavabos públicos. Lo primero, para ducharme; lo segundo, para cambiarme y lo tercero, señores, porque no creo que sea la única que lee mientras visita al “señor Roca”. Me sentía violenta al no poder hacer las cosas libremente y muy observada con eso de la revista. Que si debajo de la camiseta, que si entre la ropa limpia, que si bien dobladita en el neceser. ¡Qué rollo! Rezaba para ver a alguien entrando tranquilamente, sin avergonzarse de nada, al lavabo con un lecturas o un marieclaire, pero nada. O no leían o hacían como yo, escondían las revistas o periódicos debajo de la camiseta. Pero el "shock" me vino cuando, al entrar en la zona de aseo para mujeres, encontré (¿pero qué coño pretendía encontrar yo, ilusa de mí?) diez duchas alineadas (vale, lo podré aguantar) y, atención, diez retretes juntitos, uno al lado del otro. ¿Y allí pretendía mi flamante novio que hiciera yo mis necesidades? Huelga decir que, además de las picaduras de mosquitos y una quemadura con una puñetrera lámpara de cámping, me llevé de allí un buen estrenimiento. Lo intenté, les juro que lo intenté. Ante la imposibilidad de hacer nada durante el día (siempre había alguien), me levantaba a horas intempestivas de la madrugada para estar más tranquila y desahogarme -nunca mejor dicho- sin temor a que nadie me viera o me oyera, pero, también, a esas horas, las dos, las tres, las cuatro de la madrugada, también había alguien que había tenido la misma idea que yo.
Y, ¿qué me dicen de la ropa tendida? Una cosa es tender camisetas, bañadores, toallas u otras prendas cotidianas y otra bien diferente mostrar toda la colección de bragas, sujetadores y demás prendas íntimas, porque, digo yo, alguna vez había que lavarlas, ¿no? Qué vergüenza pensar que todos tus “vecinos” podían identificar tu ropa interior y chismorrear mira, por ahí va la de la tanga morada (¿la o el tanga? Siempre he tenido problemas con el género de esta prenda) o esa nunca lleva sujetadores porque no lava ni uno...
Otra cosa es la cuestión de las sombras chinas. ¡Ah!, pero ¿no saben de qué les estoy hablando? Veamos, media noche, recinto a oscuras, una linterna en el interior de la tienda; una servidora, de rodillas o en cuclillas, como puede, intenta ponerse el pijama y empieza a hacer un striptis ¿sugerente?, completamente gratuito para el resto de los veraneantes y su recién estrenado novio -ése que apenas la toca y la mira y que, cuando lo hace, convertido en un “dioni”, está con un ojo puesto en los vecinos y otro en la linda niñita- va y dice cariño, procura cambiarte a oscuras, es que estás dando el espectáculo, se te ve todo. Espectáculo, desde luego, pero ¡de contorsionismo!
Otro punto y aparte es la convivencia con tus congéneres, cuando, por primera vez, llevas los platos de la comida al fregadero y te pones a lavarlos como si estuvieras en la cocina de tu casa. Casualmente, te encuentras a tu vecina de parcela y empieza el suplicio: en el primer encuentro, te explica que, efectivamente, es tu vecina y que son de Moratalaz y que ya llevan viniendo cinco años a este camping tan maravilloso –y yo que me pregunto, ¿y a mí, qué?-. Otro día, entre fiambreras y platos con sobras de pollo a l’ast, te explica intimidades de su familia, su trabajo, sus vacaciones y sus michelines –y yo que me pregunto, ya un poquito asqueada, ¿acaso tengo cara de que me interese?-. Y el tercer encuentro ya se produce a la puerta de tu “choza”, sobre las diez de la noche, cuando has conseguido convencer a tu novio recién estrenado para dar una vuelta, SOLOS, por la orilla del mar, bajo la luz de la luna, como una pareja de novios normal y corriente, y se presenta la familia de la vecina de parcela al completo con unas cuantas latas de cervezas y unas bolsas de patatas, ¿hace unas cervecitas, vecino? Chistes verdes, y malos, algún que otro eructo, diálogo de besugos (más que nada, porque yo me sentía así, como una auténtica besuga en medio de todo aquello...), los chiquillos correteando a tu alrededor, agarrándote con las manos pringosas y mi compañera de fregoteo que me coge del brazo y me suelta en plan confidente ven aquí, xoxete (ahhhggg), que hablaremos de nuestras cosas. ¡HORREAUR! A partir de aquí, lo de la revista y las sombras chinas, créanme, se convirtieron en pura anécdota.
Pero, sin duda alguna, lo mejor de esa semanita de camping fueron sus noches. Cálidas y eternas noches enlatada, literalmente, en una superficie minúscula e incómoda, con un montón de ropa ajena desperdigada (Pero, ¿quién quiere un hotelito, con sus amplias habitaciones, su servicio de limpieza, sus camas duras y confortables, sus comidas de buffet libre, su aire acondicionado, su baño privado? ¿En qué estaría yo pensando? ¡Pero qué excéntrica y pija soy!). Cálidas y excitantes noches con tu partenaire rozándote por detrás y pidiendo guerra; la luna como testigo de esos encuentros tan "apasionados"; la niña, a cinco centímetros de su padre, soñando en voz alta; el rumor de las olas que ya empiezas a destestar con todas tus fuerzas; los vecinos de Moratalaz que continúan con su juerga particular; ruidos guturales y otro tipo de sonidos perfectamente identificables procedentes de otras tiendas de camping (bueno, va, lo digo, ¡eran pedos! ¿Se imaginan? Cada noche, un concierto de pedos de todo tipo. Lo dicho, ¿¡¿qué coño hacía yo allí!?!); grillos y animalillos diversos correteando a un palmo de tus narices; los ingleses, que vuelven “pacíficamente” del pueblo; la brisa marina que ya ni siento; la silueta de una lagartija en una de las “paredes” de la tienda y el hombre, aquel hombre ideal -el chollo, ¿recuerdan?- que sigue meneándose como una culebrilla, pegado a una servidora, intentando pasar a la siguiente fase. Para, que te va a oír la niña. Suspiro resignada y le doy un manotazo; se ríe y empieza a roncar. Decidido, mañana me voy a mi casa. ¿Quién demonios dijo que el roce hace el cariño...?

No hay comentarios:

Publicar un comentario