domingo, 20 de noviembre de 2011

YO Y MIS FASCIAS

¡Ah! ¿Que todavía no lo saben? ¿Es que nadie se lo ha dicho todavía? Sí, hombre. ¿Se acuerdan de lo de “yo soy yo y mis circunstancias”, de Ortega y Gasset? Pues, lamento comunicarles que eso ya pasó a la historia. Ahora, lo que se lleva es “yo soy yo y mis fascias”. Les cuento.
¿Se acuerdan de Isabel y Zoraida? Las mencioné hace poco, cuando les conté mis aventuras y desventuras buscando un buen masajista. Pues bien. Llevaba varios meses yendo dos veces por semana a la consulta de Isabel y Zoraida para que arreglaran mis problemas de cervicales y cada día, entre masajes en la espalda, algo de osteopatía, reflexoterapia y sacrocraneales, cuando me ocurrió lo siguiente.
Después de una semana muy dura y un intercambio de impresiones algo tenso (por ser diplomática) con mi jefe, fui a mi cita con ellas con la intención de olvidarme de ese episodio y relajarme al máximo. Como siempre, me desnudé, me quedé en bragas y, tumbada en la camilla, me tapé con una breve toalla que apenas cubría mis partes esenciales. Isabel, con los primeros masajes en los hombros, debió intuir alguna preocupación porque me preguntó si me había pasado algo. Dije que no. Se fue hacia los pies para hacerme reflexoterapia y, de nuevo, te noto algo tensa. ¿Yo? Qué va. Me hizo un poco de reiki y, otra vez, me preguntó si había ocurrido algo importante. En efecto. Durante varios días me había estado persiguiendo la proposición indecente de mi jefe (no, no me pidió que me acostara con él ni que le hiciera nada bajo la mesa de su despacho, no) y sus palabras al negarme. Con la excusa de que yo trabajaba bien, me pidió, como quien no quiere la cosa, que le hiciera todo el trabajo que él no había hecho durante meses, todo por amor al arte y porque se trataba de él. Todavía me acuerdo de sus palabras cuando me negué e hice ademán de salir de su despacho: “Sé cómo hacerte daño. Podría decirte unas cuantas cosas que te amargarían la vida para siempre”. No sé a qué se refería pero, con las piernas temblando y abriendo la puerta de su guarida, sin saber exactamente cómo, le contesté con todo el aplomo que pude reunir en ese momento: “Tú y yo sabemos que no harás nada”. Con sus amenazantes palabras machacando mi cerebro, de nuevo, volví a decirle a Isabel que no me había pasado nada. Y no sonó el gallo de pura casualidad. El caso es que inició su sesión de sacrocraneal. Sentía sus dedos en la base del cráneo y notaba cómo me iba relajando. De pronto, empecé a sentir una sequedad inusitada en la garganta, me costaba tragar saliva. Con los ojos cerrados, me llevé una mano al cuello; me dolía, me pinchaba y hacía esfuerzos para que no se notara. Oí la voz suave y susurrante de Isabel que me preguntaba si me pasaba algo. Y yo, con la voz ronca y los ojos cerrados, empecé a gritar ¡Me ahogo!, ¡no puedo tragar!, ¡me ahogo!, ¡no puedo respirar! Sentí cómo Isabel me incorporaba poco a poco a la vez que me instaba ¡Suéltalo! ¡Grítalo! ¡Díselo! Y yo, sentada en la camilla, desnuda, intentando abrir los ojos, no, no los abras. Mejor así, cerrados, como poseída por un espíritu maligo, empecé a proferir ¡Hijo de puta! ¡Eres malo! Me sentía ida, completamente fuera de mí. ¡Sigue!, ¡no te calles!, s¡uéltalo todo!, me decía Isabel. Y yo, como la niña del exorcista, con los ojos en blanco, seguía gritando en la sala de consulta, intentando taparme con esa sucinta toalla que se iba resbalando por mis redondeces ¡Cabronazo! ¡Mala persona! ¡Hijo de puta! Sólo me faltaba vomitar moco verde y que mi cabeza empezara a dar vueltas. ¡Hijo de puta! ¿Quién te has creído que eres? ¡Hijo de…! Y me desplomé. Al cabo de unos segundos, abrí los ojos y vi a Isabel sonriéndome: Bravo, tus fascias han hablado por ti.
Volví a casa exhausta, vacía, liberada e intrigada: Tus fascias han hablado por ti. ¿Qué coño me había pasado? ¿Qué era eso de las fascias?
Al cabo de dos días, tal y como estaba planificado desde hacía semanas, volví y me recibió Zoraida. No mencioné nada de la sesión anterior. Y, como siempre, me desnudé, me quedé en bragas, me tumbé en la camilla y me cubrí con una breve toalla. Después de media hora de masaje en las cervicales, y de la consabida y sinuosa indicación de “Ya puedes darte la vuelta”, escuché una petición que jamás pensé que me harían: ¿Puedo tocarte el paladar?
¿Alguna vez les han pedido algo así? A lo largo de mi vida, me han pedido muchas cosas, ¿me dejas un boli?, ¿me pasas los apuntes?, ¿me ayudas a poner la mesa?, ¿me dejas esos pantalones?, ¿te puedo besar?, ¿me dejas que te meta mano?; me han querido tocar muchas partes del cuerpo, pero ¿el paladar? Eso sí que era una novedad. Con los ojos abiertos como platos, la toalla Dios sabía dónde y la morbosa intriga dibujada en mi boca, le dije que sí, que podía tocarme el paladar pero que antes debía explicarme para qué. Si no lo entendí mal -estaba tan alucinada que no sé si procesé correctamente lo que Zoraida me explicó-, resulta que, para muchos, la boca es la entrada del alma y que, por ahí, por la boca, se entraba en contacto con las fascias. No tenía ni idea de que existiera esa palabreja. Perdona, pero ¿qué es eso de las fascias? Pues son como unas membranas que envuelven los músculos, las vísceras, los huesos y que se van formando desde las primeras semanas de gestación y acumulan toda la información que va viviendo el feto. Estupendo. Me quedé sin palabras y, literalmente, con la boca abierta. Bien, ahora, relájate. Un momento. Una cosa era estar intrigada y otra muy diferente, que me relajara. ¿Desde cuándo no me metían los dedos en la boca? Ni me acordaba. Exceptuando el palito de madera de marras que te mete el médico de cabecera cuando le dices que te duele la garganta y que te provoca unas arcadas de mil demonios, ¿cuándo había sido la última vez que me habían metido forma semejante en mi orificio bucal? Ejem, pasapalabra. La cuestión es que estuve un buen rato con la boca abierta mientras el dedito de Zoraida, envuelto en látex y mojado de agua, me iba penetrando (porque de eso se trataba, de una penetración en toda regla, consentida, pero penetración al fin y al cabo). Notaba cómo el dedo de Zoraida me iba acariciando con sumo cuidado el velo del paladar, las encías, la parte de abajo del paladar, la parte interna de las mejillas, toda, absolutamente toda la boca. No dejó ni un rincón por explorar. Muy bien, me decía Zoraida de vez en cuando, sin tener en cuenta las arcadas que me producía cada vez que el dedo se iba hacia la campanilla. Bravo, seguía exclamando convencida (aunque nada convincente), ¿lo notas?, ¿notas cómo tus fascias me están hablando? A saber qué demonios le estaban diciendo mis malditas fascias. Y yo, ahí tumbada, el pelota picada, sin enterarme. Me da una rabia que hablen de mí a mis espaldas…
Lo cierto es que, después de esa sesión, me quedé liberada (como si me hubiera confesado o algo así...) y completamente fascinada, con ganas de que volviera a meter mano a mi paladar. Lástima que sólo me lo hiciera una vez. Una cosa me quedó clara: desde aquel día, vigilo muy mucho lo que me meto en la boca, no vaya a ser que, en una de esas, mis fascias empiecen a largar por esa boquita…

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