domingo, 13 de noviembre de 2011

CUESTIÓN DE NEURONAS

¿A qué huelen las nubes? ¿Se acuerdan? Qué utópico y retórico aquel anuncio: Ingenuas, cándidas y ¿virginales? muchachas subiendo por una escalera que les llevaba hacia el cielo. Qué inocentes, oníricas, primaverales, bucólicas –y un tanto lésbicas, ¿no?- escenas... ¡para anunciar compresas! Qué prosaico, ¿no? Y lo reconozco. Durante mucho tiempo, esas imágenes decoraron mis sueños pero, sobre todo, esa duda me persiguió y, lo que es más fuerte, me atormentó de mala manera. Buena pregunta, ¿a qué huelen las nubes? Pero, bueno, ¿es que no tenían otra cosa mejor que hacer los publicitarios esos? ¿A qué huelen las nubes? Pues, ¿a qué van a oler? ¡A nada! Menuda chorrada de anuncio. Sí, sí. Menuda chorrada pero ya me ven a mí, en aquella época, levantando la cabeza, mirando aquel océano al revés y deteniéndome en las masas algodonosas que irrumpían en ese azul infinito. ¿A qué huelen las nubes?, ¿a qué coño deben oler las nubes? Más de una/o, segurísimo, se comió el tarro intentando encontrar respuesta a tan singular pregunta; es más, a muchos –como a mí, sin ir más lejos-, esa simple y absurda interrogación les provocó un sinfín de subpreguntas. ¿Realmente, exhalan algún tipo de perfume?, ¿cambian de olor cuando lo hacen de color? porque, señores, no me lo podrán negar, no es lo mismo una nube blanca-blanca que una de color gris marengo tirando a negro. ¿A qué deben oler los nubarrones, aquellos tan negros amenazando diluvio? Yo creo que a cloaca; es el único olor que puedo asociar a esa nube. Y aquéllas que se tiñen de rojos, naranjas y amarillos, ¿a qué deben oler? Otra duda: ¿El olor disminuye cuando la nube en cuestión se va deshaciendo en el cielo? ¿Habrá diferentes tipos de olores en función del tipo de nube? ¿A qué huelen los cúmulos?, ¿y los cirros?, ¿y los estratos?, ¿y los nimbos?
Mirábamos las nubes, como iba diciendo, y convertimos aquella interrogación retórica –un simple aunque ingenioso reclamo publicitario- en una auténtica duda filosófica, una cuestión existencial. No debíamos tener muchos problemas, no, porque, ahora, no estaría yo para preguntarme a qué huelen las malditas nubes...
Ahora, no sé cuántos años después de la aparición de ese anuncio en la televisión, justo en esta época –final de trimestre, tiempo de controles, exámenes y demás pruebas para poner entre las cuerdas a miles de adolescentes- una curiosa pregunta está bombardeando constantemente mi cabeza: ¿a qué huelen las neuronas? No, no se maten intentando encontrar una respuesta convincente; tampoco se trata de ningún acertijo-reclamo, de aquéllos que están tan de moda en el mundillo de la publicidad, para vender enciclopedias o promocionar un colegio, ahora que estamos también en época de crisis de alumnos. Tampoco se trata de un apartado olvidado de la duda cartesiana. Es, simplemente, la pregunta que me formulé el otro día cuando fui a hablar con una profesora que vigilaba a toda una clase de Bachillerato que se estaba examinando de matemáticas. Verán. Primero, antes de entrar, pegué mi nariz en el recuadro de cristal de la puerta para cerciorarme de la presencia de la profesora en cuestión: chicos y chicas en plena adolescencia, perfectamente alineados en cuatro columnas de pupitres; silencio absoluto; todos escribiendo o calculando, con la cabeza gacha sobre las hojas del examen (bueno, para ser sincera, todos no; siempre hay algún “colgado/a” que se dedica a mirar por la ventana, arreglarse las uñas, mirarse las puntas del pelo o jugar con la calculadora para pasar esas dos eternas horas que dura la prueba). Chicos y chicas concentrados, inmersos en una vorágine de letras, símbolos, fórmulas, cifras y operaciones; treinta adolescentes con la maquinaria intelectual a pleno rendimiento (¿seguro?), rezumando sabiduría por todos los poros de su piel (¿me lo creo?), borrachos de conocimiento (es un decir...), deseando dar lo mejor de sí (¡si hombre!). No se oía nada. Abrí la puerta. Un movimiento de cuarenta y cinco grados de todas las cabezas pensantes delataron mi presencia. Me sentí el blanco de todas las miradas y, como un estupendo bofetón en toda la cara –al estilo Gilda-, una oleada extraña y fuertemente olorosa puso en alerta mi delicada y exquisita pituitaria. Calefacción a tope. Ventanas cerradas. Tiras de sujetador al aire, tirantes de todos los grosores, camisetas sin manga tanto en chicos como en chicas, pantalones caídos, camisetas finas pero estrechas como una segunda piel: cómo se nota que ya es primavera en el corteinglés –eso o que el calor del radiador se ha ido apoderando poco a poco del aula-. A medida que iba avanzando entre los pupitres y, como en una carrera de obstáculos, iba esquivando mochilas, bolsos, libros y carpetas que había desparramados por el suelo, en dirección a la mesa de la profesora, me percaté de un penetrante y violento tufillo. Me costó identificarlo. Enseguida, como un acto reflejo, acerqué mi nariz a mi sobaco mientras levantaba el “alerón”. No, no era yo. Menos mal. Llegué a la tarima y, después de saludar a la profesora, me quedé mirando el panorama: frentes y manos sospechosamente húmedas; de las axilas y demás partes del cuerpo no puedo hablar. ¡Uf! Perdón. Sí. Un chico levantó la mano para preguntar algo y un ligero redondel mojado apareió, por arte de magia, en la parte interior del brazo. Sin comentarios... Nerviosismo e incertidumbre a flor de piel, prisas por acabar. ¿A qué olía?, me preguntaba. Una mezcla de ese olor tan hormonal y personal de cada uno de los que estábamos allí más un cierto aroma a rancio concentrado más unos ciertos efluvios de polvo chamuscado en los radiadores más otros de sala cerrada. Pero, ¿a qué demonios olía esa clase? A todo eso, había que añadir no pequeñas dosis del olor característico de las cabelleras acartonadas con lacas, geles y gominas varias, una amalgama de flores silvestres, cítricos, maderas exóticas y almizcles procedentes de eaus, por no hablar de ese anodino e inclasificable aire que desprenden los desodorantes sin alcohol. Pero la cosa no acababa aquí. No pude evitar ver unos pies descalzos que jugueteaban con sus zapatos correspondients, una camiseta que ya había visto el día anterior; tampoco pude dejar de pensar en la sesión de gimnasia que habían tenido los chavales justo antes del examen, en alguna prenda femenina prestada sin haber dado unas vueltas en la lavadora por no mencionar otros detalles que, por respeto, voy a obviar aunque me consta que todos estamos pensando en los mismos. Seguía mirando a los chicos intentando disimular mis reacciones ante el hedor que había invadido el aula. Miré a mi colega. Siempre pasa lo mismo y no sé por qué. Los allí presentes no eran conscientes o no podían percibir el calibre de tan “estupenda” fragancia. Sólo se da cuenta el que entra, el que viene de fuera. Volví a mirar a la profesora y me señaló la nariz con un falso y ostentoso disimulo mientras un gran interrogante se dibujaba en mi entrecejo. Sonreímos. Y, sin cortarse ni un pelo, dijo en voz alta: ¿No lo sabes? ¡¡¡¡Es el olor de las neuronas!!!!

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