domingo, 23 de octubre de 2011

EVOLUCIÓN

Dicen que venimos del mono, que somos el último brote de una rama que tuvo su origen en la de los primates y que, con el paso de los años y años y más años, hemos pasado de ser simples simios a ser estupendos, atractivos y –al menos, eso dicen- inteligentes homo sapiens, pasando por la fase de homo erectus –me ahorro la broma que es demasiado fácil- y la de homo habilis y que hemos acabado siendo como somos. Vamos, que somos fruto de la evolución. Pues bien. Algunos de nosotros, como seres humanos "cuarentañeros", además de ser el resultado de este singular y maravilloso proceso evolutivo, somos una especie de rara avis en extinción –habiendo pasado o apunto de atravesar la frontera que nos llevará irremisiblemente a la mitad de siglo- que todavía está sufriendo numerosos cambios dignos de ser estudiados en un laboratorio.
Yo, por ejemplo, pasados ya los 30, pasé, de jugar a cocinitas, a apuntarme rápidamente a un curso de cocina rápida –entre otras razones porque decían por ahí que, así, se podía encontrar más fácilmente marido. No sé qué decirles...-; de escribir inocentes cartas al príncipe Felipe (sí, se lo pueden creer, se lo juro) con el objetivo de que se fijara en mí (en qué demonios estaría pensando, digo yo), a aspirar “solamente” a besar a una verde, húmeda y resbaladiza rana sin demasiados problemas ni el dichoso y manido Síndrome de Peter Pan; de jugar a papás y mamás con mis hermanas, a empezar a preparar una deliciosa paella con ese arroz que -dicen las malas y envidiosas lenguas- se me está pasando, y con buenas dosis de humor, complicidad y amor propio.
Como buen animal de estudio que se preste, he pasado de celebrar mi primera regla con la familia y Bea de Verano Azul, a dibujar en un papel ovarios, vaginas, trompas de Falopio y óvulos que suben y bajan para explicar dicho fenómeno a las hijas de mis amigos separados; de ser fiel testigo de los primeros escarceos amorosos de mis amigos y amigas, llevados por la novedad y la ilusión, a ser cómplice y tapadera de otras aventuras, esta vez extramatrimoniales y no tan inocentes, llevados por la rutina y el agobio; de jugar a vivir –era el nombre de un juego de mesa de mis años mozos- de las letras (todavía lo sigo intentando porque todavía no he escarmentado) a convivir con las de la hipoteca de mi piso. Con el paso de los años, de llevar orgullosa el uniforme azul marino de mi querido colegio de monjas, he pasado a ir abandonando, sin prisa pero sin pausa, pesados e incómodos lastres de una castrante educación judeocristiana: no seáis “trapitos”, no es dejéis toquetear por los chicos, el sexo sólo se “usa” para tener hijos, debéis ser buenas chicas para ser buenas mujeres, debéis rechazar a los chicos que os besan en la primera cita y demás “perlas”. He pasado de ver a mis padres como “pequeños dictadores” (ordena la habitación, estas notas están bajando, este amigo que te has echado no parece muy de fiar, a dónde vas con esa falda tan corta, a las diez y media en casa y no se habló más, ¿un pantalón nuevo?, pero si este de hace tres años te queda genial, ¡¡¡¡¡el teléfono!!!!!!!! y un largo etcétera que tenían como única respuesta en el fondo, no me queréis, lo que queréis es amargarme la vida) a verlos como unos abnegados, adorables y solícitos abuelos; de compartir habitación, ropa, envidias y demás disgustos con mis hermanas, a tener varios hombros donde llorar y varias casas donde caerme muerta si todo falla (lo de la ropa, vamos a dejarlo aparte, por lo de la dichosa talla, más que nada...). De ilusionarme con Heidi, Marco, Epi y Blas, los de "Con ocho basta" y "La casa de la pradera", a embrutecerme con Belén Esteban y demás personajillos descerebrados y asiliconados; de irme a dormir cada noche con aquella simpática familia que cantaba y bailaba mientras se ponía el pijama, a hacerlo con mil cosas en la cabeza; de hacer de mi sueño un trabajo –yo era una de las pocas que no soñaba con ser bailarina o azafata, yo sólo quería ser profesora y escribir. Lo primero lo he conseguido; lo segundo... bueno, estamos en ello- a soñar mientras trabajo y, en el descanso, comprar un décimo de lotería, de los ciegos o rellenar un boleto de la primitiva porque las esperanza y la ilusión son lo último que se pierde (y no me refiero sólo a los juegos de azar). He pasado, de suspirar por los huesos y contoneos de jóvenes delgaduchos y melenudos que cantaban auténticas chorradas que me hacían babear, a admirar a los actores maduritos y de buen ver, aquellos que son como el buen vino; he pasado de conformarme con una hamburguesa, unas patatas fritas y un refresco, entre gritos y diálogos absurdos, a valorar un buen y caro restaurante, una buena compañía y una buena conservación.
En fin... A medida que he ido cumpliendo años, he pasado, de ver cómo se iban formando poco a poco mis curvas, a ser una auténtica guitarra española; de tapar mis carnes, a estar orgullosa de ellas y combatir su caída con carísimas cremas, geles, sérums y todo tipo de ungüento; de sorprenderme y reírme de las canas de mi madre cuando jugábamos a peluqueras, a aceptar con resignación la aparición de otra en mi melena; de admirar y hacer caso al que dijo que la arruga es bella a ponerme como una energúmena cada vez que me miro en el espejo y descubro alguna alrededor de mis ojos o de mi boca...
En definitiva, he pasado, de considerar el 69 como una erótica bandera selénica, a ver cómo se aleja sin pena ni remisión de mi calendario.
¿Se convencen ahora de que, al final de una de las ramitas del gran árbol de la vida, dentro del gran grupo de los homo sapiens, también se puede seguir evolucionando...?

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